EL PAÍS

Los migrantes no van a volver atrás

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Cuando se vive en México, a la sombra de la valla fronteriza estadounidense, la muerte es un hilo inseparable del tejido que forma la vida cotidiana. Algunas muertes son inesperadas, como las de quienes perecen por las balas de los tiroteos entre las bandas criminales y los ubicuos soldados mexicanos, cuya presencia sólo parece contribuir a la violencia. Otras se producen de forma regular, constante, como las de los migrantes que caen desde lo alto de la valla fronteriza de 10 metros; las de quienes se ahogan tratando de sortear a nado la valla, que por el oeste llega hasta el océano; las de los que se ven arrastrados por las traicioneras y fuertes corrientes del río que forma la frontera al este, y las de quienes perecen atravesando el inhóspito e implacable desierto que constituye la región fronteriza central. El año pasado fue el más letal en la frontera mexicano-estadounidense, y las muertes que forman esa penosa cifra no incluyen a los miles de migrantes que desaparecen y cuya suerte se desconoce, aunque probablemente haya sido fatal porque se desvanecen al cruzar una frontera concebida para matar.

El llamado Título 42, que ampara una política que utilizó la covid 19 como excusa para cerrar la frontera a los refugiados, promovió un nuevo tipo de muerte para los migrantes: la que produce la espera. Es el tipo de muerte que mejor conozco, porque me convertí en cómplice de ella. En 2022, las autoridades fronterizas de EE UU solicitaron a unas pocas ONG que trabajan en la frontera, entre ellas la mía, que identificaran a refugiados vulnerables para cubrir un pequeño número de “exenciones por razones humanitarias”, en virtud de las cuales los refugiados podrían entrar legalmente en Estados Unidos en busca de protección. Esto supuso que, cada día, tuviéramos que elegir a unas pocas docenas de refugiados entre los miles que llevaban esperando desde que esa política había cerrado la frontera dos años antes. La futilidad de nuestros intentos por dar prioridad a los más necesitados quedaba patente cuando la gente moría mientras esperaba nuestra improvisada lista de Schindler. Mis colegas y yo llevamos el peso de esas vidas truncadas mucho antes de lo debido, sobre todo la de Juan, un niño de siete años que murió el mismo día que él y su familia tenían programado el cruce de frontera. Su madre, que había intentado en vano que atendieran a su hijo en México, se quedó en ese país para retirar del depósito su pequeño cadáver mientras el resto de la familia entraba por fin en EE UU, donde Juan podría haberse salvado si hubiéramos programado su entrada unos pocos días antes.

En 2023, el acceso legal a EE UU para los refugiados que buscan protección se ha vuelto aún más distópico. Las autoridades fronterizas estadounidenses han dejado de obligar a las ONG que trabajan en la frontera a elegir quién vive y quién muere y han creado una aplicación de móvil, muy poco funcional, con la que los refugiados deberían poder pedir cita para presentarse en puntos de entrada legal. En la práctica, actúa como una perversa y mortal lotería que castiga a los más vulnerables. Todas las mañanas, al amanecer, miles de refugiados se despiertan para apretar un botón exactamente en el mismo momento, con la esperanza de conseguir una de las codiciadas citas, que se agotan en cuestión de minutos. La mayoría de los que tienen móviles antiguos o los que esperan en refugios o campamentos atestados sin buen acceso a internet reciben mensajes de error o simplemente no pueden utilizar la aplicación por problemas técnicos. Como este es el único sistema para solicitar protección en un punto de entrada oficial, quienes no pueden acceder a él suelen arriesgarse a atravesar las mortales rutas transfronterizas que tantas vidas se han cobrado ya.

¿Cuándo nos hemos convertido en una sociedad dispuesta a practicar este sacrificio humano ritual en el altar de la seguridad fronteriza? Quizá se deba a que las trastornadas fantasías del nacionalismo blanco que propugna la derecha anti inmigrantes ahora son moneda común, hasta el punto de que, para el ciudadano medio, resulta difícil determinar qué es real y qué no cuando se habla de la frontera. Los congresistas republicanos no dejan de presentar a los refugiados como traficantes de drogas, a pesar de que las estadísticas oficiales demuestran que casi todos los estupefacientes que entran ilegalmente en Estados Unidos los transportan sus propios ciudadanos. Una Patrulla Fronteriza enormemente politizada y neofascista afirma cosas absurdas, como que el presidente Biden ha “abierto la frontera”, a pesar de las cifras de incautación récord y de un presupuesto que se ha duplicado en la última década. Estas mentiras atizan el fuego, incitan a la violencia contra los inmigrantes y hacen que a la población de Estados Unidos no le importe que nuestro Gobierno haya abandonado abiertamente la idea de que su país debe ofrecer protección a quienes huyen de la persecución en sus países.

Irónicamente, después de aplicar algunas de sus políticas más brutales, como la separación de familias y el Título 42, EE UU ha asistido al mayor incremento de entrada de refugiados a través de su frontera. Esto se debe a que esa cifra tiene mucho menos que ver con las políticas estadounidenses que con las condiciones que inducen a la gente a huir de sus hogares. Está claro que clausurar las vías legales de acceso a la protección no acaba con el instinto de supervivencia humano, sólo incrementa la emigración irregular y fortalece a las bandas criminales que cada vez cobran sumas más exorbitantes para explotar a los desesperados. Lo que las políticas concebidas para repeler y matar a quienes buscan protección no logran entender es que los refugiados ya han decidido que aquello de lo que huyen es peor que lo que los espera en la frontera.


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