“El psicoanálisis es la enfermedad que se reivindica a sí misma como una cura”. Este conocido aforismo de Karl Kraus es injusto y genial. Se especula con que fue concebido como un ajuste de cuentas con un psicoanalista que, junto al propio Kraus y una actriz, habrían formado un triángulo amoroso en la Viena fin-de-siècle. Así que lo que explicaría el ingenio en este caso, así como en otros muchos a lo largo de la historia de las ideas occidentales, serían las pasiones heterosexuales más primitivas y rancias: competir con otro hombre por una mujer. Qué hueva. La invectiva de Kraus, más allá de qué la motivara, sólo contiene un error: donde dice “psicoanálisis” debería decir “fascismo”.
En un icónico mitin de hace unos tres años, la nueva primer ministro de Italia, Giorgia Meloni, impartió una clase maestra de esa enfermedad que se reivindica a sí misma como una cura. Meloni dijo: “Cuando ya no tengamos una identidad, ya no tendremos raíces, estaremos privados de conciencia, seremos incapaces de defender nuestros derechos”. Y tras el pronóstico apocalíptico, el remedio: “Defenderemos nuestra identidad. ¡Yo soy Giorgia, soy una mujer, soy una madre, soy italiana, soy cristiana! ¡No me la quitaréis!”. La sintaxis y la entonación de aquel discurso fueron tan perfectas que a uno de esos DJ que saben hacer su trabajo se le ocurrió remixear aquel mitin para convertirlo en un famoso contrahimno de discoteca.
¿Pero es realmente fascista Meloni? Emilio Gentile, historiador del fascismo italiano, afirmaba en una entrevista en este mismo periódico que comparar a Meloni con el fascismo de la Marcha sobre Roma de 1922 no valía nada. Esta afirmación dota de autoridad académica a una opinión, extendida en círculos liberales y conservadores, que va más allá de Italia: decir que los Trump, los Orbán, los Bolsonaro o las Meloni son fascistas es una exageración izquierdista. Son iliberales, identitarios y, en algunos casos, reaccionarios. Nada más que eso.
Sin embargo, los últimos acontecimientos en Brasil, con el asalto en la plaza de los Tres Poderes, y los de hace dos años en Washington, con el asalto al Capitolio, desacreditan, al menos en parte, esa opinión. Es cierto que esos países no se han convertido en regímenes fascistas. Pero la razón por la que esto no ha ocurrido, creo, no es porque esos líderes políticos sean sólo iliberales o identitarios. Yo me inclino por pensar que la razón por la que esos países no se han convertido en regímenes fascistas o parafascistas es, sobre todo, porque sus instituciones, con distintos grados de apuro, han aguantado las embestidas de esos iliberales aspirantes a algo más que iliberales. Las instituciones políticas de Estados Unidos resistieron, mal que bien, el asalto al Capitolio. Y las instituciones de Brasil también aguantaron la invasión de los principales órganos de poder legítimo brasileños en enero de 2023. Otro tanto, aunque menos dramático, puede decirse de Orbán en Hungría: el contrapoder que ejerce la Unión Europea evita que Orbán caiga en la tentación de cruzar el Rubicón y pase de adoptar políticas reaccionarias a políticas fascistas.
La enfermedad que se ve a sí misma como una cura claudica no cuando desaparecen los fascistas, pues siempre habrá personas seducidas por el fascismo (al fin y al cabo, es irresistible pensar que existe la solución); más bien el fascismo claudica, y muta en algo solo un poco menos alarmante, cuando choca y sucumbe contra el monopolio de la violencia que posee la autoridad democrática legítima.
¿Qué ocurrirá con Meloni? La historia no enseña nada, pero esta no es ninguna razón para no aprender de ella. Los intentos de asalto a los poderes legítimos en Brasil y Estados Unidos sugieren dos cosas. Por un lado, el fascismo sigue reivindicándose como la cura para las enfermedades del país. Ante el supuesto fraude electoral, máxima expresión patológica de una democracia, revertimos, por la vía de los hechos consumados, el resultado de ese fraude. Pero ya sabemos que cuando se proponen curas para patologías sociales inexistentes son esas mismas curas las que terminan por convertirse en patologías sociales.
Y, por otro lado, ninguna enfermedad es más grave, en la mente de los Trump o los Bolsonaro, que aquella que los saca del poder legítimo. No es coincidencia que los ataques más típicamente decimonónicos a las instituciones democráticas hayan tenido lugar cuando Trump o Bolsonaro han perdido el poder. Los parafascistas del siglo XXI acceden de forma legítima a las instituciones o, lo que es lo mismo, aceptan la parte más puramente procedimental de la democracia… salvo cuando ya han apartado sus labios de las mieles del poder legítimo, momento en el que pasan a repudiar (también) la parte más procedimental de la democracia. Si una característica común —aunque no necesaria— entre los fascistas del siglo XX era la manera en que accedían al poder, esto es, mediante un golpe de Estado, lo que parece caracterizar a los parafascistas del siglo XXI es cómo dejan el poder: con un golpe de Estado.
Es pronto para saber cómo desarrollará su obra de gobierno Meloni. De momento, como todos sus coetáneos ideológicos, ha jurado la Constitución. O sea, ha cumplido con los requisitos procedimentales de la democracia italiana, circunstancia que, como hemos visto, tal vez garantiza el respeto a la Constitución cuando están en el poder pero chilossà cuando toque traspasar los poderes. Es posiblemente un defecto inevitable del énfasis que ponen las democracias liberales en las formas, pero resulta inquietante que, cumpliendo una mera formalidad como lo es el ritual del juramento, sea imposible saber si se está aceptando la Constitución de manera genuina o sólo a efectos oportunistas. Esto carece de importancia cuando quienes juran la Constitución como una mera formalidad son fuerzas políticas marginales. Pero cuando es de la máxima autoridad del poder Ejecutivo de quien sospechamos que lo hace por meras razones procedimentales, el escalofrío, viendo los tiempos recientes, está justificado.
Yo confieso que al ver a Meloni jurar la Constitución hace unos meses me acordé de algo que me ocurrió en mi adolescencia. Una noche, una pareja de policías me paró y, tras cachearme, descubrieron una piedra de hachís en mi bolsillo. Me la mostraron, pidiéndome explicaciones, y yo, acorralado, sólo supe responder: “Hace años que no fumo. Sólo la llevo encima por si alguna vez me acuerdo de mis viejos hábitos”. La reacción de los policías ante mi respuesta fue tan escéptica como lo fue la mía, más de 20 años después, cuando vi a Meloni aceptar el mandato constitucional hace un par de meses.
En todo caso, los italianos están curados de espantos. Una vez, cuando yo vivía y estudiaba en Italia, un amigo genovés me dijo que Italia era el único país del mundo que tras tocar fondo seguía cayendo. Esto me lo dijo en los años dorados del berlusconismo. Entonces me pareció una metáfora algo incomprensible y, por lo que yo era capaz de intuir, falsa. Ahora sigo pensando que es igualmente incomprensible. Pero ya no me parece falsa.
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