El Gobierno británico, encabezado por Rishi Sunak, insiste en repetir que sus verdaderos enemigos son las bandas criminales que hacen negocio con el traslado de inmigrantes irregulares hasta las costas inglesas. Pero en la misma semana en que anunciaba el nuevo proyecto de Ley contra la Inmigración Ilegal, el Partido Conservador enviaba a sus simpatizantes un correo que dejaba claro que tienen más enemigos en mente: “Acabamos de anunciar nuevas leyes para poner fin definitivamente a la llegada de pequeñas embarcaciones. ¿Adivinas lo que ha pasado a continuación?”, ironiza un texto firmado por Lee Anderson, el vicepresidente de la formación. “Diputados laboristas y abogados izquierdistas ya se han mostrado dispuestos a combatir [en los tribunales] las nuevas leyes (…) No viven en el mundo real, pero tú sí. Ayúdanos a contraatacar”.
Downing Street ha expresado claramente su intención de defender en los tribunales con uñas y dientes unas medidas que permiten retener hasta 28 días a los inmigrantes en situación irregular que entren en territorio británico, y deportarlos a su país de origen o a un tercero como Ruanda, sin que tengan derecho a reclamar asilo o a pedir ayuda a un tribunal. La ministra del Interior, Suella Braverman, y hasta el propio Sunak, han admitido sin reparo su voluntad de forzar los límites del derecho internacional. “Estamos preparados para luchar, y confiamos en ganar la batalla. Si nos desafían, responderemos con dureza, porque creemos que estamos haciendo lo correcto, y de acuerdo con nuestras obligaciones internacionales”, ha defendido el primer ministro.
La llegada de pateras al sur de Inglaterra, a través del canal de la Mancha, es un fenómeno nuevo en el Reino Unido, que contempló desde la distancia el estallido de la crisis migratoria en el continente europeo durante la pasada década. Ha inyectado en las filas conservadoras una mezcla de frustración, xenofobia camuflada y renovado resentimiento contra Europa. Si en 2018 fueron casi 300 las personas interceptadas por la Guardia Costera cuando intentaban llegar a la orilla inglesa, en 2022 la cifra se aproximó a las 46.000. Siguen siendo cantidades muy inferiores a las que deben hacer frente los países del sur europeo, pero han alertado a los votantes hasta el punto de convertirse en el mayor desafío al que hace frente el Partido Conservador (y el Laborista, que ha atemperado por ese motivo sus críticas).
La respuesta al endurecimiento de la política migratoria del Reino Unido ha quedado en manos de ONG, de abogados especializados en derecho humanitario y, en último término, del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados —que ya ha señalado su ilegalidad— o del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
“El Gobierno ya ha admitido que su ley puede no ajustarse a la normativa internacional de derechos humanos. En concreto, a la Convención Europea de Derechos Humanos [que el Reino Unido firmó en 1951]. Existen además serias dudas sobre su compatibilidad con la Convención para Refugiados de Naciones Unidas”, señala Lubna Shuja, presidenta de The Law Society, la institución que apoya el ejercicio de la abogacía en Inglaterra y Gales, y vela por la preservación del Estado de derecho. “El Estado de derecho queda socavado si el Gobierno del Reino Unido asume el planteamiento de que puede incumplir las leyes —internacionales o domésticas—. Si un Gobierno incumple la ley, quiebra la confianza de sus propios ciudadanos y de sus aliados internacionales”, afirma Shuja.
De todos los inmigrantes que hicieron en 2022 la travesía del canal, según datos del Ministerio británico del Interior, un 10% procedían de Irán; otro 10% de Irak; un 15% de Afganistán; un 8% de Siria y un 35% de Albania. Este último dato —el elevado número de llegadas de un país europeo en el que no hay un conflicto bélico—, junto con el hecho de que un 75% de los llegados desde 2018 sean varones adultos, ha permitido al Gobierno de Sunak definir a la ola de recién llegados como inmigrantes “ilegales” que deciden saltarse la cola, en detrimento de los contribuyentes británicos y de aquellos que viajan hasta el Reino Unido a través de los cauces legales.
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“Es una ley inmoral, porque culpa y estigmatiza a los inmigrantes solamente por el modo en que han llegado al Reino Unido, en vez de atender a sus propias circunstancias personales”, acusa Sheona York, jurista especializada en asuntos migratorios de la Facultad de Derecho de Kent. “Los botes que lleguen mañana [a las costas inglesas] pueden transportar a una mujer que huye de la mutilación genital, a uno de los afganos que el propio Reino Unido seleccionó para su evacuación de aquel país y que no pudo llegar al aeropuerto, o a un opositor iraní cuya mujer ya esté aquí, pero no se pueda arriesgar a esperar dos años por un visado de reunificación familiar”, señala York.
Señales de ilegalidad
El Gobierno de Sunak —en concreto, la ministra Braverman— ha dado pistas claras de su voluntad de forzar las normas. Tal y como le obliga la Ley De Derechos Humanos de 1998, el texto que el Reino Unido aprobó para que sus jueces y tribunales se ajustaran a las disposiciones de la Convención Europea de Derechos Humanos, ha admitido sus dudas en el preámbulo de las nuevas medidas. Es el modo de trasladar toda la responsabilidad al Gobierno y evitársela al Parlamento. “Soy incapaz de hacer una declaración pública que corrobore que, bajo mi criterio, las medidas de la Ley contra la Inmigración Ilegal sean compatibles con la Convención [Europea] de Derechos [Humanos], pero el Gobierno desea aun así que la Cámara de los Comunes tramite el texto”, ha escrito Braverman negro sobre blanco.
Hay más. La nueva ley, en su primer artículo, deja claro a los tribunales británicos que deberán limitarse a aplicar sus disposiciones, sin interpretar —como estaban obligados a hacer hasta ahora— si se ajustan o no a la convención. Al atar las manos de jueces o abogados británicos, el Gobierno de Sunak se prepara para la que intuye será la verdadera batalla, cuando el asunto acabe recalando en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH).
“Si el Reino Unido pierde, o bien acata la sentencia del TEDH —y eso significará que la ley no ha servido para nada— o puede desafiarla, y situarse de ese modo en quebranto de las obligaciones de derecho internacional establecidas por la convención”, pronostica Jonathan Jones, abogado y jefe del departamento de asesoría legal del Gobierno británico hasta 2020.
Primero lo intentó Boris Johnson; después, y brevemente, su sucesora, Liz Truss: y ahora Sunak, que ha vinculado el éxito de su mandato a acabar con la crisis migratoria. Stop the Boats (Detengamos las Pateras), dice el eslogan con que el que se ha puesto en marcha su Gobierno. Pero las maniobras desplegadas hasta ahora se han revelado inútiles. El acuerdo con Ruanda para deportar los inmigrantes interceptados a ese país africano está paralizado. El TEDH frenó en seco el despegue del primer avión que iba a zarpar del Reino Unido el pasado junio. Su decisión encolerizó al ala dura de los conservadores y animó al Gobierno a rebelarse contra la jurisdicción de ese tribunal.
Las decenas de millones de euros entregados a Francia para reforzar la vigilancia policial de sus costas —un compromiso reforzado este mismo viernes por Sunak y el presidente francés, Emmanuel Macron, en París— no han frenado la llegada de inmigrantes. El cronómetro corre en contra del mismo primer ministro británico, que ha utilizado guante de seda para mejorar sus relaciones con la UE en la era post-Brexit, pero puño de hierro con la inmigración, para contentar y mantener calmada al ala dura de su partido.
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