“¡Macron, a la hoguera!”, grita la multitud mientras echa al fuego una imagen en tamaño real del presidente de la República. Después, canta: “Luis XVI, lo hemos decapitado; Macron, podemos volver a hacerlo”.
Así luce un viernes por la noche la plaza de la Concordia, el mismo lugar donde el 17 de enero de 1793 los franceses guillotinaron a Luis XVI. Así están las cosas en la Francia de este fin de invierno de 2023, un país en cólera contra el presidente Emmanuel Macron por haber impuesto el jueves, sin voto parlamentario y por la vía expeditiva del artículo 49.3 la Constitución, la reforma de las pensiones.
La reforma contempla aumentar de los 62 a los 64 años la edad legal de jubilación y adelantar ocho años antes de lo previsto la exigencia de 43 años de cotizaciones para cobrar la pensión completa. Siete de cada diez franceses se oponen a estas medidas.
El proyecto, una promesa electoral de Macron al ser reelegido en abril de 2022, tensó el país desde que la primera ministra, Élisabeth Borne, lo presentó en enero. Se han celebrado ocho jornadas de movilización nacional que han sacado masivamente a los franceses a las calles. Y estas semanas se han convocado paros en sectores clave como los transportes, la energía o la limpieza pública en París. Las protestas espontáneas y los altercados continuaron este sábado en París y otras ciudades por tercer día consecutivo.
Hacía años que los sindicatos no se unían en bloque frente al Gobierno. Hacía décadas ―posiblemente desde las protestas y huelgas que en 1995 forzaron al presidente Jacques Chirac a dar marcha atrás en sus reformas― que una iniciativa presidencial no desataba un rechazo tan amplio.
La tensión se disparó tras recurrir el Gobierno al artículo 49.3, que permite zanjar los debates en la Asamblea Nacional y adoptar una ley sin someterla a votación. Macron optó por esta vía tras constatar que lo tenía difícil para obtener una mayoría de diputados a favor. En las legislativas de junio de 2022, los macronistas perdieron la mayoría absoluta de escaños. Borne ya había usado diez veces al 49.3, pero ninguna para una ley tan impopular.
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El lunes, la oposición ―desde la izquierda radical a la extrema derecha y pasando por algunos centristas y conservadores― medirá sus fuerzas con dos mociones de censura. Si triunfan, derribarán a Borne y a su Gobierno y anularán la reforma.
Una barricada ardiente, este sábado en la ciudad de Nantes durante una de las manifestaciones contra la reforma de las pensiones. LOIC VENANCE (AFP)
Macron se enfrenta a la mayor crisis social desde la revuelta de los chalecos amarillos en 2018. Y a la mayor crisis política desde que en 2017 conquistó el poder derrotando a los viejos partidos y a la extrema derecha, y prometiendo, como rezaba el título del ensayo que publicó entonces, una revolución.
Ahora revolución es uno de los eslóganes que se lee en las pintadas de la plaza de la Concordia de París entre gases lacrimógenos y cargas policiales. Y el presidente joven y audaz que frenó a la extrema derecha en Francia cuando esta corriente tenía el viento a favor, y que iba a modernizar el país, se arriesga a quedar debilitado para los cuatro años restantes de su segundo mandato, aunque logre imponer la madre de todas las reformas. Y esto, en un ambiente de pesimismo y un malestar existencial ―pese al desempleo más bajo en más de una década, pese a uno de los Estados del bienestar más robustos del mundo, pese a una economía todavía próspera― que hace bueno el diagnóstico que Jean-Paul Sartre formuló hace más de 60 años: “Francia fue antaño el nombre de un país; cuidémonos de que en 1961 no sea el nombre de una neurosis”.
Nadie defiende la reforma, aparte de los ministros y diputados macronistas, y muchos sin excesiva convicción. No hay tribunas de intelectuales a favor de su proyecto de las pensiones, aunque las medidas que plantea estén lejos de ser extremistas, como las pintan algunos detractores, y aunque se hayan aplicado en forma similar en los principales países del entorno, sin provocar una reacción comparable. Pocos defienden al presidente.
“Está muy solo”. Así lo resume alguien que trabajó con Macron, entonces ministro de Economía, en el Gobierno del socialista François Hollande, alguien que participó junto a él ―y a veces chocando con él― en las batallas parlamentarias de aquella época. Manuel Valls, ex primer ministro francés, exconcejal en su Barcelona natal y alejado de la primera línea política, se define, citando a Raymond Aron, como un “espectador comprometido”. Lo que ve en Francia no le gusta: “Estoy preocupado”.
A Valls no le cabe ninguna duda: si hubiese sido diputado ―lo fue durante parte de la primera legislatura de Macron, como independiente en las filas macronistas―, habría apoyado la reforma de las pensiones. Y si hubiese sido primer ministro, o presidente, hubiese activado, como hicieron Macron y Borne esta semana, el artículo 49.3. Cree que la alternativa, la derrota de la ley en la Asamblea, habría sido peor. Pero expresa dudas de fondo no solo sobre el contenido de la reforma, sino la manera como Macron ha gobernado sin lograr, ni en su primer mandato ni tras la reelección, reconciliar a los franceses, un pueblo eminentemente político, donde el Estado es objeto de todas las iras y a la vez todo se espera de él.
“En España no existe la misma relación con la política, no es un país centralizado como Francia, y los españoles no creen que la política vaya a cambiarlo todo”, analiza Valls en un café del barrio de Saint-Germain-des-Près. “En Francia, la política sirve tanto para la bomba atómica como para la recogida de basuras o para fijar la velocidad máxima en la carretera”. El ex primer ministro se refiere al poder del Estado y del presidente, que va desde tener a mano el botón nuclear hasta la seguridad viaria. Esto lo convierte en uno de los jefes de Estado más poderosos de las democracias modernas. Y, a la vez, en un monarca, la figura en la que se proyectan todas las iras, las neurosis de la nación.
“Hay en Francia un sentimiento terrible de decadencia”, dice Valls. Y precisa: “A mí me parece exageradísimo”. Que sea exagerado, sin embargo, no es obstáculo para que exista. Es una impresión ampliamente compartida: este país ya no es el que fue, los servicios públicos se degradan, faltan médicos o camas en los hospitales, la educación pública pierde excelencia y, pese a ser una potencia nuclear con sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, de repente descubre que carece de suficientes tanques y municiones para ayudar a Ucrania. En este contexto, una reforma que se percibe como una agresión a los derechos sociales es la gota que colma el vaso.
A esto se añade que, después de unos años de continuas convocatorias electorales, los franceses no irán a las urnas hasta 2024 con las elecciones europeas y, después, hasta 2026 con las municipales. Y otro problema, según Valls: al contrario que en Alemania o España, donde sigue dándose una alternancia entre los viejos partidos de centroizquierda y centroderecha, en Francia este sistema saltó por los aires con la llegada de Macron al poder, y hoy no existe una oposición moderada al presidente, o es muy débil. “Como no hay elecciones y no hay alternativa, la olla a presión está al máximo”, resume el ex primer ministro. “No tener una solución es peor”.
Si triunfa la moción de censura, Borne y su Gobierno dimitirán y Macron podrá nombrar uno nuevo o disolver la Asamblea y convocar nuevas elecciones legislativas. Si perdiese estos comicios, los efectos serían incalculables. Un resultado posible sería un hemiciclo todavía más ingobernable que el actual, quizá con el Reagrupamiento Nacional, el partido de extrema derecha de Marine Le Pen, como primer grupo. En septiembre, Alain Minc, asesor de varios presidentes y habitual de los salones del poder, aventuraba, en una conversación en su despacho en el centro de la capital, qué ocurriría si Macron anticipase las legislativas: “Si las perdiese, no excluyo en absoluto que se marche”.
El otro escenario es que la moción de censura fracase. Entonces, Macron puede intentar continuar con Borne como primera ministra. O nombrar a un sustituto para hacer visible un cambio de rumbo, quizá con una coalición de gobierno con la derecha moderada.
El horizonte político empezará a despejarse el lunes. El horizonte social será más complicado. Por primera vez desde el inicio de las protestas contra la reforma, desde el jueves se repiten episodios violentos, con enfrentamientos de manifestantes con la policía e imágenes de basuras ardiendo en París o en el asalto a un Ayuntamiento de barrio en Lyon.
“Existe, evidentemente, una posibilidad de radicalización y una tentación de violencia”, observa Luc Rouban, politólogo en Sciences Po. “Pero la violencia tiene un alcance limitado en política, quienes participan en ella son idiotas útiles del Gobierno. Quizá divierta a los periodistas un par de días, pero no a quienes viven en París o las grandes ciudades. Al cabo de un tiempo, esto refuerza la demanda de autoridad, la demanda de orden público. ¿Y cuál es el partido que dice: ‘Haremos políticas sociales, pero queremos más autoridad’? Es el Reagrupamiento Nacional y por eso hoy se encuentra en una posición de fuerza para instrumentalizar esta cólera”.
El legado de Macron se perfila. Ha querido ser el presidente reformista, pero también le definirá lo que venga después. Las elecciones presidenciales son en 2027. “El legado negativo”, dice Frédéric Dabi, del instituto demoscópico Ifop, “sería que, como Barack Obama en Estados Unidos, que dio las llaves de la Casa Blanca a Donald Trump, él se las diese a Marine Le Pen.”
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