Me alegraría enormemente ver a Donald Trump entre rejas.
Trump ha atacado a las instituciones fundamentales del sistema político estadounidense como ningún otro presidente. Independientemente de que sea o no técnicamente culpable de “graves delitos y faltas”, hay pocas dudas de que ha traicionado los valores políticos más esenciales del país.
También parece probable que Trump haya incumplido la ley. Durante décadas, su modus operandi fue ir lo más lejos posible de los límites de la decencia moral, al tiempo que se mantenía por los pelos dentro de los límites de la permisibilidad legal. Parece más que plausible que, de paso, haya violado la ley en varias ocasiones, como cuando pidió al secretario de Estado de Georgia que le encontrara los votos necesarios para ganar las elecciones presidenciales de 2020.
Además, me satisface ver cómo se aplica uno de los principios más nobles de la democracia liberal. Al fin y al cabo, la promesa de que ningún hombre, ni siquiera un expresidente, estará por encima de la ley es un logro importante conseguido con esfuerzo.
Y, sin embargo, mi principal reacción a la imputación de Trump por las acusaciones de haber pagado dinero para silenciar a la estrella porno Stormy Daniels es una sensación de desasosiego porque el gigantesco espectáculo que está a punto de absorber a Estados Unidos, puede, a la larga, beneficiarlo en vez de perjudicarlo.
Durante los últimos meses, se ha vislumbrado por fin una vía realista hacia la desaparición política de Trump. Su capacidad para llamar la atención de la opinión pública estadounidense disminuía lentamente, y parecía cada vez más verosímil que pudiera perder la candidatura republicana. Y aunque insinuó que, en tal caso, se presentaría como independiente, esa misión resultaría probablemente quijotesca. Corría el riesgo de pasar a la historia como un triple perdedor.
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Es muy posible que su juicio en Manhattan acelere su desaparición política. Tal vez revele hechos tan impactantes que minen la determinación de sus partidarios. A lo mejor, los donantes republicanos y los votantes en las primarias consideran que tiene demasiados problemas para conseguir la reelección. O tal vez el hecho de estar en la cárcel haga que le resulte más difícil llevar a cabo una campaña eficaz.
Pero por ahora, todas las señales apuntan en la dirección contraria. Durante los próximos meses, todo Estados Unidos volverá a hablar incesantemente de Trump. Sus principales rivales para la candidatura ya se han solidarizado con él y denunciado el inminente juicio. En los sondeos realizados cuando se aproximaba la imputación, su apoyo ha aumentado significativamente. Y ahora no es ni mucho menos inimaginable que gane la candidatura republicana, y tal vez incluso la presidencia, sentado en una celda de la cárcel.
Todo eso da por hecho que se condene realmente a Trump. Pero eso dista de ser seguro. La teoría legal por la cual se enjuicia a Trump parece ser bastante nueva. El último intento de condenar a un excandidato a la presidencia, John Edwards, por cargos similares, fracasó. Y si Trump se las ingenia para ganar el juicio, podría afirmar que el pueblo lo ha absuelto, lo que reforzaría aún más su posición política.
También existe la posibilidad de que el perjuicio sea más duradero. El sistema judicial estadounidense es, por naturaleza, mucho más político que el de otros países. Alvin Bragg, el fiscal de distrito de Manhattan que se encarga del enjuiciamiento de Trump, es un demócrata que se postuló para un cargo en una de las partes más progresistas de Estados Unidos con la promesa de derribar a Trump. Incluso si la argumentación que presenta es sólida, la participación de funcionarios partidistas que deben su cargo a los ciudadanos que les han votado y han expresado abiertamente en público su (comprensible) aversión por el acusado, hace que a Trump y a sus aliados les resulte fácil calificar el inminente juicio de caza de brujas política.
El precedente establecido por el juicio de Trump también hace que sea posible, y quizá incluso probable, que otros presidentes puedan correr una suerte parecida. Muy pronto, es probable que algún republicano presente su candidatura a fiscal de distrito en una de las partes más conservadoras del país con la promesa de imputar a Joe Biden o Barack Obama. Y a pesar de que su caso, a diferencia del de Trump, probablemente carezca de una base racional, podrían apañárselas para persuadir a un gran jurado de que celebre un juicio a gran escala. Trump es el primer presidente estadounidense imputado en la historia del país; pero dudo que sea el último que vea en mi vida que consigue ese dudoso honor.
De modo que, sí, me daría una inmensa satisfacción personal ver que Trump va a la cárcel. Pero mi meta final es verle perder su influencia sobre el sistema político de Estados Unidos. Y la alegría temporal de verle procesado será un triste consuelo si eso, de alguna manera, le ayuda a relanzar su carrera política.
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