La campaña electoral de 2016 en Estados Unidos nos cogió desprevenidos. Quién podía anticipar que la candidatura de un ridículo millonario mediático que silenciaba vedetes y pedía partidas de nacimiento confluiría con una salvaje operación de influencia rusa y un puñado de villanos vendehongos macedonios en un programa subterráneo capaz de distorsionar la mitad de los estadounidenses sin que se enterara la otra mitad. Aún no conocíamos la nueva herramienta de Facebook para encontrar votantes susceptibles y ponerlos a disposición de sus clientes. No entendíamos el potencial radicalizador de YouTube. No sabíamos lo que Cambridge Analytica había hecho por la campaña del Brexit ese verano. No imaginábamos que alguien pudiese crear decenas de miles de cuentas falsas para intoxicar a decenas de miles de personas con relatos falsos sobre sus propias comunidades. Los antivacunas eran pobres campesinos ignorantes. Aún no existía QAnon.
Ahora hay departamentos universitarios en todo el mundo dedicados a investigar la propaganda computacional. Hay libros que analizan la máquina de desinformación en Rusia, China, Irán e Israel. Hay talleres para detectar “comportamientos coordinados inauténticos” y una red planetaria de verificadores con experiencia suficiente como para saber dónde se crean las noticias falsas y cómo se distribuyen, se traducen y se dispersan por el capítulo local. Y sabemos que todas las operaciones que conocemos serán asistidas por modelos de inteligencia artificial capaces de crear personas, documentos y acontecimientos que no existen o no han tenido lugar. Pero no hemos hecho nada para prepararnos. Sigue siendo 2016.
Volveremos a cubrir sólo la parte visible de la campaña política. La que aparece en las marquesinas, la que se comparte en Twitter y se ve por televisión. Aun sabiendo que la verdadera campaña es muchas campañas distintas que escogen muy bien a sus receptores. Seguiremos desmintiendo noticias falsas que ya han llegado al bolsillo de gente que no está suscrita a ningún periódico a través de plataformas de mensajería encriptadas como Telegram o los grupos de WhatsApp. No hay una campaña efectiva para ayudar a la ciudadanía a identificar las campañas oscuras, independientemente del origen. No hemos constituido un equipo de seguridad electoral que coordine los esfuerzos de universidades, centros de investigación, plataformas, operadoras, fuerzas de seguridad del Estado y medios de comunicación para garantizar la honorabilidad del proceso democrático.
Protestaremos en Twitter cuando las plataformas incumplan la jornada de reflexión contenida en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General. Nadie espera que los debates se conduzcan con honor. No existirá una alianza bipartita para monitorizar conjuntamente las campañas de influencia. Pero sabemos que habrá mensajes diseñados para desacreditar el recuento y deslegitimar el proceso electoral y sus resultados. Sabemos todo y no hemos hecho nada. Sigue siendo 2016.
Este es el año de los modelos generativos de IA. La campaña es más ágil, más barata, más prolífica que nunca. Las redes de distribución se han consolidado. Ya no hace falta producción audiovisual para hacer deepfakes. No estamos preparados para la campaña que viene, pero esta vez no por falta de información.
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