EL PAÍS

El último bastión del neoliberalismo

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Maravillas Delgado

La última década no ha sido buena para el neoliberalismo. Después de que 40 años de desregulación, protagonismo del mercado y globalización no generaron prosperidad para nadie excepto para los ricos, parece que Estados Unidos y otras democracias liberales de Occidente han dejado atrás el experimento neoliberal y vuelven a adoptar la política industrial. Pero el paradigma económico en el que se basaron el thatcherismo, el reaganismo y el Consenso de Washington sigue vivo y coleando en al menos un lugar: las páginas de The Economist.

Un buen ejemplo de ello es un artículo reciente que celebra el “asombroso registro económico” de Estados Unidos. Los autores exhortan a los desalentados estado­unidenses a estar felices por la “espectacular historia de éxito” de su país y luego insisten con la condescendencia: “Cuando los estadounidenses piensan que su economía es un problema que demanda correcciones, es allí cuando más probable es que sus políticos arruinen los próximos 30 años”. Los autores reconocen que la “apertura estadounidense” generó prosperidad para empresas y consumidores, pero también señalan que el expresidente Donald Trump y su sucesor, Joe Biden, “viraron al proteccionismo”, y advierten de que los subsidios pueden estimular la inversión a corto plazo, pero “terminan afianzando conductas de lobby” costosas y distorsionadoras. Para hacer frente a desafíos como el ascenso de China y el cambio climático, Estados Unidos debe “recordar lo que dio impulso a su larga y exitosa historia”.

Como siempre, The Economist se inclina ante el dogma neoliberal con la actitud santurrona y convencida del creyente. Que los estadounidenses se calmen y reciten el catecismo: “El mercado me lo da, el mercado me lo quita: alabado sea el nombre del mercado”. Dudar de que los problemas actuales de la economía estadounidense tengan alguna causa que no sea la presencia de un Estado intervencionista y autoritario es apostasía. Pero lo que realmente me cortó el aliento, siendo un historiador de la economía, fue la conclusión del artículo, que atribuye la prosperidad de Estados Unidos en la posguerra a su adoración del dios Mammón de la injusticia (más conocido como capitalismo del laissez‑faire).

El artículo menciona tres “nuevos desafíos” que enfrenta Estados Unidos: la amenaza militar de China; su creciente influencia económica, que obliga a remodelar la división mundial del trabajo; y la lucha contra el cambio climático. Por supuesto que el cambio climático no tiene nada de nuevo, ya que el mundo lleva al menos tres generaciones de retraso en la respuesta. Una demora que además hace probable que el impacto económico del calentamiento global consuma todos o casi todos los dividendos que el mundo espera extraer de la tecnología en las próximas dos generaciones.

Desde un punto de vista neoliberal, estos desafíos se consideran “externalidades”. La economía de mercado no puede resolverlos porque no los ve. Al fin y al cabo, no hay transacciones financieras implícitas en prevenir una guerra en el Pacífico o ayudar a Pakistán a evitar graves inundaciones frenando el calentamiento global. Del mismo modo, los esfuerzos cooperativos de actividad y desarrollo por parte de ingenieros e innovadores de todo el mundo son el principal motor de la prosperidad económica absoluta y relativa, pero también son invisibles para el cálculo del mercado.

Reconocer la escala y la urgencia de desafíos globales como el cambio climático y luego negar (como hace The Economist) que los únicos capaces de darle una respuesta eficaz son los gobiernos es una especie de mala praxis intelectual. Hasta Adam Smith apoyó las “leyes de navegación” (que regulaban el comercio y el transporte marítimo entre Inglaterra, sus colonias y otros países), a pesar de que exigían el uso de barcos británicos incluso allí donde hubiera opciones más baratas. En La riqueza de las naciones escribe que “la defensa es mucho más importante que la opulencia”. Acusar a unas políticas de seguridad deseables de ser “proteccionistas” estaba tan fuera de lugar en aquel momento como lo está ahora.

Además, la denuncia que hace The Economist del presunto proteccionismo de Biden va acompañada de una observación ambigua según la cual “las políticas de inmigración se han vuelto tóxicas”. En la práctica, las alternativas son dos: que Estados Unidos acepte más inmigrantes (como yo creo que debe hacer) porque son muy productivos y se integran con rapidez, o que restrinja la inmigración porque algunos piensan que el proceso de asimilación es demasiado lento. Pero los autores no aclaran su posición al respecto, tal vez con la esperanza de dejar a los lectores a uno y otro lado del debate convencidos de que The Economist comparte sus puntos de vista.

Igualmente ambigua es la observación de que los subsidios pueden “estimular a corto plazo la inversión en áreas desfavorecidas”, pero al mismo tiempo “afianzar conductas de lobby costosas y distorsionadoras” a largo plazo. La afirmación subyacente parecería ser que aunque los fallos del mercado causados por las externalidades son malos, las posibles consecuencias de políticas públicas destinadas a corregirlos son peores. De modo que la apuesta más segura para los estadounidenses es seguir creyendo en el mercado.

El argumento de The Economist refleja una incomprensión fundamental de la historia estadounidense. La tradición económica de este país está enraizada en las ideas de Alexander Hamilton, Abraham Lincoln, Theodore y Franklin Roosevelt y Dwight Eisenhower; todos ellos reconocían la necesidad de un Estado desarrollista y los peligros del rentismo.

Es verdad que han pasado 70 años desde la presidencia de Eisenhower, y la larga era neoliberal que comenzó con la victoria electoral de Ronald Reagan destruyó buena parte de la capacidad estatal de Estados Unidos. Pero las políticas de laissez‑faire que eran totalmente inadecuadas para la economía de producción en masa de los años cincuenta lo son todavía más para la economía del futuro basada en la biotecnología y en la informática. En vez de rechazar las políticas industriales de Joe Biden, los estadounidenses deben abrazarlas. Porque, como decía Margaret Thatcher, no hay alternativa.

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