Hace 50 años, el problema era mecánico. Y revolucionario.
La historia de las ideas repite una conjetura, hoy casi olvidada: los alemanes pensaron la Revolución; los rusos la hicieron.
En el futbol sucedió algo parecido.
Después del Milagro de Berna del 54, cuando Alemania venció, asombrosamente, a la mejor versión del futbol europeo -la Maravilla Húngara, en la que jugaban Ferenc Puskas, Sandor Kocsis y Zoltan Zcibor– en la final del Mundial de Suiza, La Maquinaria había pensado en la idea del futbol total: en la que el sistema de juego dependiera de todos los jugadores en la cancha; sin posición determinada, ni funcionamiento particular: una fábrica en la que cada uno de los integrantes cumpliera todas las tareas del campo: desde la zaga hasta la portería rival.
Con esas elucubraciones, los alemanes llegaron y perdieron la final del 66 ante el local Inglaterra y luego las semifinales del 70 -en el partido del siglo contra Italia en el cual Franz Beckenbauer se dislocó el hombro-.
La FIFA otorgó la sede del Mundial del 74 a la Alemania Federal, cuya capital era Bonn, la tierra de Ludwig von Beethoven. Berlín, y su bellísimo estadio olímpico en el que se habían inaugurado los Juegos del 36, quedaba al otro lado del Muro y seguía ocupada por los países que la habían liberado del nazismo: Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Rusia. Durante la Guerra Fría, Bonn y Berlín representaban, como ninguna pareja de ciudades, la bipolaridad entre Este y Oeste. Aún así, la parte occidental berlinesa fue sede discreta de algunos partidos del “Mundial de los Muros”. La final estaba reservada para Múnich, en la que nació Franz Beckenbauer en 1945.
La Maquinaria Alemana era favorita para ganar el certamen mundialista. Ya se había coronado por primera vez en la Eurocopa de Naciones (cuya edición 2024 se inaugura este viernes 14) del 72, al vencer 3-0 a la Unión Soviética, en el estadio Heysel de Bruselas, Bélgica. Pero…
Si los alemanes habían pensado la gran revolución de la pelota; los holandeses la habían llevado a cabo. Un pensador del juego había cambiado los planos de construcción de la ideología: Rinus Michels, quien había trastocado al Ajax y al Barcelona antes de asumir el banquillo de la selección de Holanda que competiría en aquel 74.
Franz Beckenbauer estaba por cumplir 29 años cuando se inauguró el Mundial. Su biografía, hasta entonces, representaba muy bien el relato histórico de la Alemania de la posguerra. Era niño cuando el Milagro de Berna había reconciliado a los alemanes con el resto de Europa y a los 14 años había sido contratado por uno de los clubes más ricos de Europa, el Bayern. En 1966, ya con la camiseta de la selección, comenzó a dar forma a una nueva posición dentro del césped. Mientras los técnicos se esforzaban por llegar a futbol sin números ni rangos, Beckenbauer estrenaba un rango que nadie había ocupado ni ocuparía después: el de líbero, que no es defensa ni mediocampista ni atacante. Es todos: pasador, contenedor y rematador.
Franz, ya apodado Der Kaiser, era el verdadero obstáculo (indescifrable y en movimiento continuo) para el esquema de Michles, quien contaba con un astro de inteligencia única hasta entonces (y hasta ahora, también): Johan Cruyff, el 14, quien desde adolescente había despabilado las fuerzas básicas del Ajax de Amsterdam.
Alemania y Holanda llegaron a la final del Mundial por caminos transitables, con uno o dos fantasmas más o menos competitivos. En el caso de la Federal, la única asignatura reprobada fue aquella en la que perdió 0-1 ante la selección de la Democrática, en la única rivalidad entre los dos sistemas en la historia del balompié. Franz nunca superaría aquella derrota.
En aquel 7 de julio de 1974, cuando el mundo transitaba por los más gélido de la Guerra Fría, Alemania y Holanda se enfrentaron en el Olímpico de Múnich (en donde había producido el atentado de Septiembre Negro contra la delegación israelí durante los Juegos del 72, en el que murieron once de sus miembros, entre atletas y entrenadores) para dirimir dos “ideas” revolucionarias del balón: la primera sostenida en un caudillo, Beckenbauer, y un ariete, Gerd Muller; la segunda sustentada en once obreros de alta calificación, entre los cuales se encontraba un superdotado con aires de líder sindical, Cuyff.
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Beckenbauer era entonces el símbolo de lo que hoy podía llamarse CEO de la gran empresa trasnacional llamada FC Bayern Munich. Era el único futbolista del mundo que parecía llevar corbata y traje sastre bien cortado en el campo de juego. Su facha era de director ejecutivo, pero Alemania necesitaba un héroe en el que coincidieran sus grandes pasiones: la eficiencia, la acción política y un poco de romanticismo. Ese era Franz, crítica de la razón práctica.
Cuyff, en cambio, era ese personaje de izquierdas al que no le van mal los aditamentos de la clase media alta: seguiría opinando en favor de los derechos de los futbolistas al tiempo que cobraba el contrato más caro de la Historia; se quejaba de las marcas y fumaba cigarrillos de renombre y se dejaba el cabello largo aún cuando se juntaba con la élite empresarial europea.
Holanda ganaba el debate al comienzo del partido, gracias a un penalti anotado por Neeskens (una especie de secretario general de la central obrera holandesa) en el minuto dos. Pero, como en el Milagro de Berna los alemanes no se rindieron hasta que se encontraron en el autobús. Breitner empató en el 25′ y Müller les dio ventaja definitiva en el 43′.
El segundo tiempo fue un trámite laboral.
Alemania, que hoy se rinde ante su Káiser, se coronó por segunda vez en veinte años como campeón del mundo. Beckenbauer, el eterno capitán del sistema, se ganó un lugar privilegiado en la voluntad imaginaria del espíritu alemán. El filósofo Martin Heidegger veía en él la conjunción del arte y la poesía; del estar y la ontología del futbolista: lenguaje y silencio.
Luego, como entrenador, Beckenbauer lograría llevar a La Maquinaria al tercer título mundial ante Argentina en el Mundial de Italia 90. Como funcionario, como CEO, de la Federación Alemana lograría la sede alemana para la fase final de la Copa del Mundo en 2006. Sería acusado de corrupción y, en la melancolía nietzschiana moriría en enero de este año.
El Allianz Arena servirá como teatro para transite de la grandeza infinita de aquel que creó la “fenomenología” y el “idealismo” del líbero, ese papel revolucionario, que hoy conmoverá, como siempre, al mundo.
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