Dentro de unos días, Japón acogerá por primera vez una cumbre del G20. Este foro ganó protagonismo a raíz de la caída de Lehman Brothers, que suscitó que comenzaran a celebrarse reuniones periódicas de jefes de Estado y de Gobierno. El compromiso adquirido en la primera cumbre de este calibre, que tuvo lugar a finales de 2008, fue claro: “Subrayamos la importancia capital de rechazar el proteccionismo y de no replegarnos sobre nosotros mismos en tiempos de incertidumbre financiera”. Los principales líderes mundiales coincidieron pues, en que las políticas que agravaron la Gran Depresión en los años treinta no podían repetirse.
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¿Qué queda hoy de ese espíritu abierto y cooperativo? Por desgracia, no demasiado. Antes incluso de que Donald Trump accediese a la presidencia de EE UU, las grandes potencias comerciales estaban sucumbiendo a las tentaciones proteccionistas. Sin embargo, ha sido Trump quien ha llevado el problema al punto de ebullición: su retirada del Acuerdo Transpacífico inauguró una larga lista de desatinos en materia comercial, entre los que destaca la actual ofensiva contra China. El año pasado, la inflexibilidad de Trump abocó al G20 a una situación sin precedentes, obligando al resto de líderes a renunciar a la habitual declaración conjunta en contra del proteccionismo.
La cruzada comercial de Trump recurre a constantes improvisaciones y se entrelaza confusamente con otros vectores de la política exterior estadounidense, pero refleja una serie de ideas económicas definidas. Trump concibe el comercio internacional como un juego de suma cero —con vencedores y vencidos— cuyo resultado depende exclusivamente de exportar más de lo que se importa. Para aquellos países, como EE UU, que se encuentran en la situación inversa, Trump considera que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”. Basta, según dijo, con dejar de comerciar: así de simplista, y así de preocupante.
La apertura comercial ha estado ligada históricamente a un aumento generalizado de la prosperidad
Lo cierto es que el comercio internacional no es, ni mucho menos, un juego de suma cero. La apertura comercial ha estado ligada históricamente a un aumento generalizado de la prosperidad, y el éxito de un país en la economía globalizada no depende necesariamente de que el volumen de sus exportaciones supere al de sus importaciones. Estados Unidos, que financia su déficit comercial fácilmente gracias al estatus del dólar como moneda de reserva internacional, goza en este sentido de una posición de “privilegio exorbitante”, como observó en 1965 el expresidente francés, Valéry Giscard d’Estaing.
No obstante, la alergia de Trump a los déficits comerciales no se curará con una dosis de ortodoxia económica. Sobre todo, porque el mayor déficit bilateral de EE UU es el que mantiene con la potencia que amenaza su hegemonía: China. La sensación de vulnerabilidad que está impregnando a Estados Unidos se ve alimentada por los planteamientos del asesor comercial de la Casa Blanca, Peter Navarro, autor del libro y posterior documental Death by China. De una forma tan poco sutil como sugiere el título, Navarro culpa exclusivamente a China de la desaparición de empleos en el sector manufacturero estadounidense, obviando otros factores muy relevantes, como la creciente automatización de los procesos productivos.
Errar en el diagnóstico, evidentemente, conlleva errar en las recetas. La Administración Trump busca forzar el retorno de trabajos deslocalizados, encareciendo las importaciones mediante aranceles. Pero los aranceles no son una panacea, y no solo por su incapacidad de contrarrestar las presiones que ejerce la automatización. Las cadenas globales de valor, asociadas al espectacular aumento en el intercambio de productos intermedios, hacen que encarecer las importaciones suponga un lastre para las exportaciones (cabe remarcar que EE UU importa grandes cantidades de productos intermedios de China). Asimismo, los consumidores estadounidenses se han visto afectados por los aranceles, que han acarreado un considerable aumento de precios. A todo esto se suman los efectos de los aranceles con los que otros países han contraatacado a Estados Unidos.
En cualquier caso, los economistas de Harvard Rafael Di Tella y Dani Rodrik demuestran que proponer subidas arancelarias ante situaciones de disrupción en el mercado laboral resulta popular en EE UU, aunque sea económicamente contraproducente. Los discursos demagógicos se abren paso con especial facilidad cuando ponen el foco sobre países con estándares laborales relativamente endebles, como es China. La idea equivocada de que abrirse al gigante asiático ha perjudicado a EE UU se apoya en un factor adicional: el despegue económico de China se aceleró notablemente tras ingresar, a principios de siglo, en la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Para evitar la hegemonía del dólar, ciertos países pueden diversificar la denominación monetaria de las transacciones
Trump objeta que China disfruta de condiciones favorables en la OMC (lo cual es cierto) y que los mecanismos institucionalizados de solución de diferencias están sesgados en contra de EE UU (lo cual es rotundamente falso). Como respuesta, Washington está bloqueando el nombramiento de nuevos jueces para el Órgano de Apelación de la OMC, que podría quedar condenado a la inoperancia en diciembre. Aunque otros miembros de la OMC están contemplando posibles parches para sortear la parálisis, sería deseable que la propia organización adoptase una actitud más proactiva con tal de encontrar una solución duradera.
Otra actitud que amenaza con cronificarse son las apelaciones estadounidenses a la “seguridad nacional” para justificar la imposición de aranceles, lo que representa un abuso de las reglas de la OMC. Si los demás Estados pretenden que el sistema multilateral del comercio sobreviva a estos arbitrarios atropellos, deberán arrimar el hombro para mantener cerrada la caja de Pandora. Esto no es incompatible con perseguir una reforma de la OMC, cuyos agujeros regulatorios —ampliamente aprovechados por China— son insostenibles.
En la inminente cumbre del G20 en Japón, es de prever que EE UU siga incidiendo en su deriva proteccionista, pero otros miembros también tendrán la oportunidad de hacerse oír alto y claro. Cabe subrayar, por ejemplo, que el Acuerdo de Partenariado Económico entre la Unión Europea y Japón —país que ya logró reflotar el Acuerdo Transpacífico— entró en vigor hace unos meses. Con este nuevo pacto, dos de las mayores potencias económicas globales han demostrado que la liberalización comercial puede avanzar pese a las reticencias estadounidenses, y que el proceso puede incorporar la promoción de ambiciosos estándares sociales y medioambientales.
Dado que EE UU gusta de explotar la hegemonía del dólar, imponiendo sanciones extraterritoriales orientadas a obstaculizar el comercio internacional (como ilustra su intento de aislar a Irán), no es descartable que ciertos países apuesten por medidas más drásticas. Estas podrían pasar por diversificar la denominación monetaria de las transacciones internacionales. De darse este escenario, remoto pero no inalcanzable, a Trump se le podría presentar finalmente una fórmula viable de reducir el déficit comercial estadounidense. Solo que, por supuesto, esta fórmula no se ajusta a las preferencias de Trump, mucho más partidario del realismo mágico que de hablar con franqueza a su electorado.
Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.
© Project Syndicate, 2018.
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