Corren tiempos de blowback. La expresión, cuya traducción literal es algo así como “tiro por la culata”, cobra un relieve diferente en el contexto geopolítico. La popularizó Chambers Johnson, un antiguo consultor de los servicios secretos estadounidenses e historiador del Asia moderna, confeso “portador de lanza del Imperio”. Poco antes de morir, Johnson escribió un libro premonitorio con vocación redentora. En él regaló al mundo un término de consumo interno de la CIA. Los espías estadounidenses lo utilizaban para referirse a las consecuencias no deseadas, a menudo catastróficas e incontrolables, de sus intervenciones en otros países.
Blowback. Costes y Consecuencias del Imperio Americano salió publicado en 2000, y pasó casi inadvertido. Un año después, se había convertido en un best seller. Los atentados del 11 de Septiembre, obra intelectual de Osama Bin Laden, adiestrado y financiado por la CIA para luchar contra la Unión Soviética en Afganistán, habían confirmado enfáticamente su tesis.
El libro de Johnson ofrece un mapa del blowback en la segunda mitad del siglo XX, desde la masacre de Gwangju, en la que la dictadura militar surcoreana auspiciada por Estados Unidos aniquiló a más de medio millar de estudiantes que reclamaban democracia, al bombardeo del avión de la Pan Am en Lockerbie (Escocia), en 1988, pasando por los primeros pinitos de Bin Laden, que atacó en los años noventa embajadas de Estados Unidos en África después de tomarse como una afrenta la permanencia de tropas estadounidenses en su Arabia Saudí tras la Guerra del Golfo.
Y si el mundo anterior al libro de Johnson está plagado de ejemplos de blowback, a lo que vino después no le sobran. ¿Qué es sino el ascenso de Vladímir Putin, némesis de las potencias liberales occidentales, de las cenizas de las privatizaciones salvajes urdidas por el Banco Mundial y el FMI tras el colapso soviético? ¿Y qué decir de la guerra de Irak, respuesta inmediata del Tío Sam al blowback por antonomasia del 11-S? Aquella invasión propició, al descabezar a Sadam Hussein y mutilar al Estado iraquí la formación del ISIS, el consiguiente polvorín en Oriente Medio. La ulterior crisis de refugiados que hoy da alas a la extrema derecha, resultaría inimaginable sin aquel pecado original.
Agenda 2010. Así se llama el blowback de los socialdemócratas alemanes. En un colosal ensayo en la revista London Review of Books, el historiador económico Adam Tooze analiza la descomposición del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) y el ascenso de la ultraderecha de Alternative für Deutschland (AfD). Lo hace a través de una reseña dialogada de una serie de libros, en cuyo centro sitúa a Germany’s Hidden Crisis, de Oliver Nachtwey. El texto de Tooze puede leerse como una autopsia del modelo social alemán y parte de lesiones de su enterrador socialdemócrata. Sale publicado en pleno 70 aniversario de la fundación de la República Federal, cuando se cumplen 30 años sin Muro de Berlín. “Durante años Alemania se concibió como el marcapasos y el ancla de la política europea”, escribe Tooze. “Pero en el verano de 2019, la escena política alemana está en una convulsión nunca vista desde la Segunda Guerra Mundial”. El historiador pone el acento en el ascenso de la AfD su vaso comunicante: el colapso del SPD, al que las encuestas sitúan en cuarto lugar con el 10% de apoyos, después de que lograse un 40% hace dos décadas. “¿Podría el SPD seguir al Partido Socialista francés en su camino al olvido?”, se pregunta.
Tooze radiografía al electorado de la AfD. El partido se nutre de la inmensa mayoría de apoyos en dos bloques, geográfico y socioeconómico, respectivamente: la antigua Alemania del Este, privatizada casi tan mal y pronto como la Rusia de Yeltsin, y el precariado de la clase media empobrecida y con bajos niveles de educación. “También prevalece entre quienes dependen de servicios públicos recortados. Este entrelazado de racismo y desventajas sociales se recrudece por la historia dividida de Alemania y su proceso incompleto de reunificación”, abunda. Las tasas de desempleo y de pobreza son, todavía hoy, mucho más altas en el este que en el oeste alemán. Los salarios también siguen siendo mucho más bajos en la mitad oriental que en la occidental del país. “En gran parte de la Alemania del Este, impera un nacionalismo truculento, dirigido tanto contra los extranjeros como contra el liberalismo paternalista de los wessies occidentales”, señala. “En sus bastiones del Este –Brandeburgo, Turingia y Sajonia–, la AfD ensancha su atractivo para incluir al 20% o más del electorado”.
Los culpables de tan aciago panorama, señala Tooze, son el plan de privatización corrupto tras el colapso de la Alemania del Este y, sobre todo, los planes de ajuste de los primeros 2000, “un duro nuevo sistema de regulaciones laborales y recortes del Estado del bienestar” que dio en llamarse Agenda 2010. “El partido que ideó estos cambios y forzó su implementación contra las enormes protestas populares fue el SPD. Quince años más tarde, todavía sigue sin hacer las paces con la agitación social y política que desencadenó”.
El SPD, señala Tooze, es un partido históricamente enfrentado con su izquierda, y acostumbrado a no tener rivales en ese sector desde la ilegalización de los comunistas en 1956. Tanto cuando le tocaba liderar el Gobierno como desde el papel de muleta, ha elegido casi siempre a la derecha como compañera de baile. Lo hizo en el 69, cuando Willy Brandt llegó al poder como primer canciller socialdemócrata después de la guerra, de la mano de los liberales del FDP. Lo hizo de nuevo 30 años más tarde, cuando el socialista Oskar Lafontaine apenas duró cinco meses al mando del Ministerio de Finanzas, apartado para allanar el camino de la Agenda 2010 del primer ministro Schröder. Lafontaine terminó fuera del Gobierno y del SPD, fundando Die Linke, partido en el desierto a la izquierda de los socialdemócratas.
Una vez eliminada la piedra en el zapato de Lafontaine, la Agenda 2010 implementada por Schröder ha tenido consecuencias nefastas, y hasta hace bien poco pasadas por alto, en la economía alemana. Oliver Nachwey, autor del libro reseñado por Tooze, la llama “modernización regresiva”. Por mucho que hayan aumentado las tasas de empleo, las condiciones de trabajo de millones de alemanes se han deteriorado. Las empresas del país, escribe Tooze, “están ahora jerárquicamente divididas entre los que siguen gozando de privilegios en forma de contratos colectivos y un ejército de trabajadores flexibles que van y vienen según dictaminan las agencias de trabajo temporal”. Para 2014, solo el 28% de los trabajadores del Oeste y el 14% en el Este se regían por convenios colectivos. Hoy las posibilidades de los hijos de alemanes con bajos niveles educativos de alcanzar niveles de cualificación más altos que los de sus padres son más bajas que en casi ningún otro país rico. Los caminos del capital y el trabajo no pueden haber divergido más. Mientras los beneficios, dividendos e intereses se dispararon un 40% entre 2000 y 2007, los salarios reales bajaron en el mismo periodo, en especial en la base de la pirámide salarial.
El relato de Tooze está lleno de jugosos detalles sobre las particularidades del modelo teutón y la historia del SPD. Pero tiene mucho de universal. La secuencia se repite una y otra vez en diferentes rincones del Occidente postindustrial, con acentos y particularidades diversos: Un centroizquierda tradicional vacilante y desarbolado por los cambios en la estructura económica y geopolítica se va corriendo hacia su derecha, mimetizándose con las opciones conservadoras y liberales, a menudo dando la espalda a su orilla izquierda y esmerándose en la administración de los recortes neoliberales. Esto genera una doble dinámica en el centroderecha.
Por un lado, va engullendo al centroizquierda atomizado y desnaturalizado. Pero a su vez se anquilosa, incapaz de movilizar la reacción sin una alternativa que se precie contra la que reaccionar. Descuida, además, su flanco derecho. Por consiguiente, va creciendo una sensación de insatisfacción con un extremocentro inerme, tecnocrático y aparentemente desconectado de los problemas de la población. Es en ese caldo de cultivo de desmovilización y descontento latente en el que crece la extrema derecha populista.
Las fisuras de la izquierda alemana en torno a la Agenda 2010, narra Tooze, abrieron la puerta a la llegada al poder de la CDU de Merkel. Pudo haber sido de otra manera. “Un gobierno progresista a nivel federal”, insiste Tooze, “hubiera requerido una triple alianza entre el SPD, los Verdes y Die Linke. No era algo imposible. Tanto en 2005 como en 2013, la mayoría estaba ahí para que la ejecutasen”. Pero el SPD eligió la derecha. “Durante tres de sus cuatro gobiernos, Merkel ha necesitado de una Gran Coalición con el SPD”. Una y otra vez, los socialdemócratas se han brindado a ofrecérsela. Esto, sugiere Tooze, ha redundado en una pérdida de identidad que ya existía en tiempos de Schröder, pero nunca había sido tan pronunciado como ahora. Los Verdes, que han mutado para eliminar casi por completo cualquier rasgo de izquierda de su ADN y convertirse en un partido neoliberal, son los principales beneficiarios. Lo que queda del Die Linke de Lafontaine coquetea con posturas antinmigración, empeñado en parecerse al neofascismo en lugar de combatirlo. La extrema derecha de la AfD se frota las manos.
Tráfico de personas en Níger
También se las frotan las mafias traficantes de personas en el Sahel. Allí, en la antigua colonia francesa de Níger, al amparo de la subcontratación de la política fronteriza europea, pueden observarse los resultados de un curioso y revelador experimento de aceleración temporal y condensación geográfica. La criminalización del movimiento de las personas –que es hoy dogma casi universal pero resulta contingente en la Historia humana, hija del dominio colonial y la desigualdad de riqueza entre unos países y otros– se hizo realidad en Agadez, una ciudad en el norte del país, de la noche al día. Fue el 26 de mayo de 2015, cuando se aprobó una ley que ilegalizaba el tránsito de personas hacia el norte, donde circulaban por Malí o Argelia, camino de Libia para intentar alcanzar Europa. La ley criminalizó la principal fuente de ingresos de la ciudad. No detuvo la migración, pero destrozó la economía y empujó a la criminalidad a migrantes y guías. Así lo cuenta en un reportaje sobre el terreno para Le Monde Diplomatique el periodista Rémi Carayol.
“Las agencias de turismo llamaban a Agadez, la ciudad más grande del norte de Níger, la puerta del desierto, aunque ya no merece el nombre”, escribe Carayol. “La estación central de autobuses fue en su día el corazón de la ciudad, el punto de partida para los convoyes que partían camino de Dirkou y Libia. Cada lunes, hasta 200 vehículos emprendían el rumbo hacia el desierto, cargados de ganado e inmigrantes, que venían del África occidental y a veces del centro y el este del continente, camino principalmente de Libia y, con suerte, de Europa. Los convoyes tenían escolta del ejército hasta llegar casi a la frontera libia. Para los migrantes, representaban la esperanza; para la gente de Agadez, eran una fuente de ingresos. Mahaman Sanoussi, un activista local, cuenta que “proporcionaban ingresos a toda la ciudad. La migración era legal y los transportistas respetables. Pagaban impuestos, como otros emprendedores. Pero la ley 2015-36 lo cambió todo”.
En un texto construido a base de observación de las maltrechas rutas de la migración y entrevistas con un amplio catálogo de protagonistas, Carayol escarba las consecuencias de la prohibición, así como su origen. “Como sucede a menudo con la prohibición, la migración no ha cesado: los que participan de ella simplemente se cuidan de ser discretos”. “Son principalmente los pequeños traficantes los que han resultado afectados”, cuenta en el reportaje un investigador de flujos migratorios. “Los grandes, los que tienen contactos en el mundo político y se pueden permitir sobornar a las fuerzas de seguridad siguen operando”.
En el país más pobre del mundo, según las Naciones Unidas, donde el Estado apenas controla el territorio y “la corrupción está a la orden del día, un par de decenas de miles de francos son suficientes para comprar el silencio de las patrullas. “Lo que antes era visible se ha vuelto invisible, y por tanto no se puede controlar: las rutas migratorias han cambiado para evitar los controles, y son ahora mucho más peligrosas”, escribe Carayol,. “Los guetos, grandes casas de Agadez en las que comen y duermen los migrantes, son ahora clandestinos y más bien parecen cárceles de las que sus ocupantes no pueden salir sin arriesgarse a ser detectados; las tarifas de los humanos se han triplicado; y los conductores abandonan a los migrantes, incluidos a los niños, en pleno desierto, cuando los persigue la policía. El estándar de vida de los habitantes de la región ha caído. Los estudios muestran que más de la mitad de los hugares de Agadez vivían de la migración; casi 6.000 personas –traficantes, intermediarios, dueños de posadas, conductores— dependían directamente de ella para sus trabajos, y miles más –cocineros, tenderos, taxistas y sus familias— lo hacían indirectamente”.
Ante el creciente desempleo, apuntilla, están corriendo como la pólvora la desafección y el bandidaje. Las pandillas bloquean carreteras y secuestran a inmigrantes a cambio de dinero; algunos antiguos guías de migrantes se pasan al tráfico de drogas. Y podría ser peor: en una zona rodeada de grupos armados como el Boko Haram al sureste, los rebeldes de Malí al noroeste y las milicias tubúes al norte, el desposeimiento es afluente de los ríos de sangre.
¿Por qué se aprobó entonces, con nocturnidad y alevosía, la ley de 2015? La respuesta tiene tintes de blowback neocolonial. En 2011, Francia y el Reino Unido lideraron una coalición que derrocó al régimen libio de Muamar el Gadafi. Se generó un vacío de poder y una crisis humanitaria que dieron con centenares de miles de migrantes circulando hacia Libia para llegar desde allí a las costas europeas. Cada año, pasaban por Agadez 400.000 migrantes. En Italia, Francia, Alemania o Hungría, la extrema derecha capitalizaba la ansiedad ante el flujo migratorio, al grito de invasión. Así que, cuenta Carayol, “en 2015 la UE construyó un muro invisible para detener a los inmigrantes del Sur”. Era el año de la Agenda Europea para la Migración y la Cumbre de La Valeta, en Malta, donde los 28 Estados miembros decidieron externalizar su lucha contra la inmigración con la ayuda de algunos Estados africanos.
“La Unión ofreció a estos socios empobrecidos más de 2.000 millones de euros para que detuvieran a inmigrantes, en lo que llamó una cooperación a medida con Nigeria, Senegal, Etiopía, Mali y Níger”. Dentro de estos, cuenta el periodista, Níger tenía un papel destacado en la estrategia de la Unión por hacer frontera con Argelia y Libia. “El gobierno de Mohamadou Issofou, aliado de Francia, necesita dinero y apoyo militar. En tres años, ha recibido de la UE 266,2 millones de euros, más que ningún otro país. El discurso oficial habla de ayuda al desarrollo y lucha contra el tráfico de seres humanos, pero apenas esconde una meta más prosaica: parar, por la fuerza si es necesario el flujo de migrantes a Europa”. La ley de 2015, detalla Carayol, la redactaron funcionarios franceses. En palabras de un brigadista miembro del gabinete presidencial de Níger y responsable de poner la ley en marcha: “Cuando la Unión Europea nos dijo ‘os daremos dinero’, saltamos como resortes a por esa oportunidad. Hay un refrán local que dice: ‘Cuando estás en el fondo de un pozo, agradeces cualquier cosa que venga de arriba, aunque sea una serpiente”.
AMLO y Trump
A 11.000 kilómetros de distancia, otra potencia imperial fuerza a la mano de su vecino del Sur para construir otro muro invisible lejos de su frontera. Andrés Manuel López Obrador, que llegó al poder prometiendo atajar las causas últimas de la migración y no militarizar su frontera, está haciendo precisamente lo contrario. Tras ceder ante las presiones de Donald Trump, que amenaza a México con una guerra comercial, AMLO tiende la alfombra roja para que Estados Unidos descargue en territorio mexicano las cloacas de su sistema migratorio, y de paso es cómplice en el quebrantamiento de las leyes internacionales de asilo.
En The Intercept, la veterana periodista fronteriza Debbie Nathan, cuenta en un descarnado relato las consecuencias del programa Remain in México, por el que Estados Unidos devuelve a dicho país a millares de solicitantes de asilo para que esperen, número en mano, a ser procesados. Si es que llegan vivos. Desde Ciudad Juárez, Nathan detalla las consecuencias dramáticas del desembarco masivo de dichos migrantes, la mayoría de los cuales huyen de la violencia, en una de las zonas más violentas del mundo.
Para finales de junio, escribe Nathan, EE UU había devuelto a México casi 17.000 solicitantes de asilo. Y se esperan otros 60.000 en los próximos meses, obligados a quedarse en las ciudades fronterizas de México durante meses o incluso años a la espera de que los tribunales estadounidenses dictaminen sobre sus peticiones de asilo. El programa, cuyo orwelliano nombre oficial se traduce como Protocolos de Protección del Migrante, “los pone realidad en grave peligro”, explica Nathan. “Como la mayoría de estos migrantes son vagabundos, pobres y no tienen lazos con la población local, pocos de los habitantes de estas ciudades se enterarán, ni mucho menos protestarán, si les hacen daño o los matan”. Los centroamericanos y otros no mexicanos lo tienen todavía peor. “Están en grave riesgo de ser víctimas de robos, secuestrados a cambio de un rescate, torturados, violados, asesinados –o al menos traumatizados por la violencia de la que serán testigos. Ya abundan los ejemplos”.
La subcontratación de la violencia fronteriza precede con mucho a Trump. En un esclarecedor artículo en el New York Times, los analistas Max Fisher y Amanda Taub escudriñan los orígenes de la política de pagar y armar al amo de los pobres para que vete al acceso al mundo rico a estos. Encuentran un patrón que fue testado primero en Europa y tiene otros alumnos aventajados como Australia, casi siempre con consecuencias parecidas a las del Mediterráneo o el norte de México: la migración no cesa, las mafias aumentan sus beneficios, y se disparan el número de muertos. (No cuentan que, ya durante Obama, las autoridades mexicanas llenaban las arcas de su Estado al deportar, por encargo de Estados Unidos, a más inmigrantes centroamericanos al año de los expulsados por su vecino del Norte). Fisher y Taub citan al experto danés Thomas Gammeltoft-Hansen, que es taxativo sobre la ineficacia del método: “Los costos se vuelven cada vez más altos, y no hay pruebas de que funcione. Muy pocos Estados pueden decir que las estrategias que siguen estén siendo efectivas en su conjunto, por un simple motivo: no han atajado el problema de fondo”.
Es difícil imaginarse a Boris Johnson, flamante primer ministro británico, resolviendo ningún problema de fondo. El Financial Times, órgano más sofisticado del capital británico, ponía la voz de alarma la noche de la llegada al poder de Johnson. “Rara vez en tiempos de paz se ha enfrentado un primer ministro británico a circunstancias tan graves como las que esperan a Boris Johnson a su llegada a Downing Street… Rara vez, asimismo, ha parecido un primer ministro tan por debajo en temperamento, carácter e historial, de lo que exige la tarea. No llega ahí por medio de unas elecciones generales, sino de una minoritaria encuesta a los militantes conservadores. Un hombre que hizo tanto para guiar con señuelo al país al campo de minas del Brexit tiene ahora que idear un camino de salida. Si naufraga en su misión, se arriesga a destruir a su partido; en el peor de los casos, como ha advertido uno de sus predecesores en el cargo, podría ser el último primer ministro del Reino Unido”. El diario económico advierte a los brexiters. “Han completado la toma de control del partido tory y del Gobierno. Antes podían echar la culpa a los aguafiestas del fracaso a la hora de lograr el Brexit. Ahora no tienen dónde esconderse”.
¿Qué se puede esperar de Johnson como primer ministro, más allá del voyeurismo burlón que nadie le niega? Un tuit del politólogo escocés Mark Blyth, azote de la austeridad, aventura un vaticinio: “Y con estas, Boris manda ahora la tierra del Brexit. Una predicción para los próximos doce meses. Brexit duro amortiguado por recortes masivos de impuestos. La libra se desploma, el déficit se dispara, los bonos apenas se mueven. Todo esto se equilibra con una nueva ronda de recortes al Estado del Bienestar. Los pobres son la barrera de contención del Brexit.
En lugar de Schroëder, Angela Merkel, Oskar Lafontaine y Alternative für Deutschland, lean Tony Blair, David Cameron, Jeremy Corbyn y Brexit Party. Cambien Ciudad Juárez por Agadez; Remain in México por Quédense en África. Donde dije blowback, digo Boris Johnson en Downing Street. Y a este paso, diré pronto Nigel Farage.