En los actos de campaña, cuando la gente le pregunta por qué hay que votar por él, qué es lo que le hace distinto de los demás candidatos de las primarias del Partido Demócrata, Pete Buttigieg tiene una broma preparada: “Esta va a ser vuestra única ocasión de votar por un millenial, gay, maltés-americano y episcopaliano”. Decir que Pete Buttigieg es un candidato atípico a presidente de Estados Unidos es quedarse muy corto.
Tiene 37 años, solo dos más de los que requiere la Constitución para ser presidente. Sería el más joven de la historia y, por supuesto, el primero abiertamente gay. Su experiencia en el ámbito público es ser alcalde desde 2011 de un pueblo modesto del Medio Oeste llamado South Bend, en Indiana. Muchos quieren ver en él la voz que puede recuperar a los votantes del cinturón industrial del país, esa clase media blanca empobrecida de los suburbios que, en 2016, votó por la mínima por Donald Trump y dejó a los demócratas en estado de shock.
“Al venir del Medio Oeste industrial he visto la desafección de los norteamericanos con la realidad en la que nos encontramos”, dice Buttigieg en una entrevista con EL PAÍS. “Mucha gente votó por este presidente no porque pensaran que era buena persona, sino porque prometió prender fuego al edificio. Fue la expresión de un deseo de que todo cambie. El problema es que el presidente no está mejorando nuestras vidas en nada. La casa está ardiendo y nosotros estamos igual”.
En este contexto, su mensaje a los votantes consiste en pedirles que prueben algo completamente nuevo. Un político que no se parezca a nada y sin hipotecas del pasado. “No creo que sea bueno para el Partido Demócrata decir que queremos volver a la normalidad. Lo que hay que hacer es crear una nueva normalidad. Eso significa asegurarnos de que la economía funciona para todos, incluso cuando la estructura económica cambia por la tecnología. Y creo también que nuestra democracia necesita cambios estructurales. Necesitamos afrontar la relación entre dinero y política. Hay que corregir los distritos electorales trazados de forma injusta. Y eventualmente tenemos que pasar a un sistema de voto popular. Creo que la idea básica [de la campaña] es que no solo me preocupan los problemas de la Casa Blanca, sino los problemas que hicieron que surgiera esta Casa Blanca”.
El candidato atendió a EL PAÍS por teléfono el pasado miércoles, en medio de su gira por California, minutos antes de que la senadora Kirsten Gillibrand anunciara su retirada de la carrera por la nominación demócrata. Aún quedan 20 candidatos, una cifra sin precedentes recientes a estas alturas. Con un grupo tan grande, ha sido una verdadera sorpresa que un perfecto desconocido para el público general como Buttigieg se haya colado entre los favoritos al lado de nombres como Joe Biden, Bernie Sanders, Elizabeth Warren y Kamala Harris. Buttigieg es el quinto en la mayoría de las encuestas, que le dan entre el 4% y el 8%. El elenco se puede reducir drásticamente a solo 10 candidatos, los que se han clasificado para el próximo debate. Él ya está dentro.
Tiene un apellido difícil de pronunciar para muchos norteamericanos (en español sería algo como buti-chich) y unos 20 años de biografía. En el año 2000 escribió un ensayo en el instituto sobre el senador Bernie Sanders como ejemplo de coraje político que le valió un premio de la Biblioteca Presidencial John F. Kennedy. Entró en Harvard y se graduó de Historia y Literatura. En su libro (Shortest Way Home: One Mayor’s Challenge and a Model for America’s Future) recuerda que estando en Harvard se hizo indispensable en la universidad una página llamada thefacebook.com que había inventado otro alumno, un tal Mark Zuckerberg. Después estudió en Oxford el programa de Filosofía, Política y Economía. Habla, más o menos, seis idiomas. Fue voluntario en varias campañas demócratas y se alistó en el Ejército. Sirvió en Afganistán. En 2011, se presentó a alcalde de su pueblo. El año pasado se casó con su marido, Chasten Buttigieg, de 30 años, que ha estado a su lado toda la campaña y se ha convertido en una estrella de las redes sociales.
No esconde que su atractivo consiste en un mensaje muy progresista y, a la vez, la sensación de que es capaz de hablar a los votantes republicanos. “Yo me considero muy progresista, pero hay cuestiones estructurales que preocupan a la gente en los dos lados”, afirma. El martes por la noche, durante un evento en Hollywood, un ambiente radicalmente distinto de South Bend, Buttigieg reivindicó que las palabras “valores” y “bandera” son de todos, no de los republicanos. Hace gala de su fe cristiana, y la utiliza también para criticar a la derecha.
“Yo votaría por un sándwich de jamón si pensara que pudiera ganar a este presidente”, bromeó en Hollywood cuando alguien le preguntó por qué había que votarle a él. Muchos piensan igual. Buttigieg reconoce que hay una motivación extra entre los demócratas este año, pero su oferta consiste en que él puede conseguir una coalición de votantes más amplia. “Hay una mayoría muy amplia para las cosas que yo propongo”, afirma por teléfono. “Los demócratas desde luego están muy motivados. Pero deberíamos ser capaces de ganar con una mayoría contundente. No basta con ganar a Trump, hay que derrotar al trumpismo. Para que eso ocurra, necesitamos un candidato que pueda ganar también mayorías en la Cámara y el Senado”.
Pete Buttigieg saluda a sus seguidores en un mitin en Portland. BRIAN SNYDER REUTERS
Buttigieg viene de los Estados blancos de los campos de maíz y soja. La América de Hoosiers. South Bend está a dos horas en coche al este de Chicago. Tiene 100.000 habitantes, de los que el 63% son blancos y el 14,4%, hispanos. En toda Indiana, los hispanos son el 7,1% mientras la media nacional es el 18%. El discurso antinmigrantes de Donald Trump no ganó en ninguna ciudad grande de Estados Unidos ni en las costas ricas, pero sí en suficientes pequeños condados del interior. Sitios donde los demócratas tienen que esforzarse por contrarrestar la idea de que hay muchos inmigrantes, o que son una amenaza.
“Creo que en el Medio Oeste hay mucho pragmatismo”, dice Buttigieg a la pregunta de cómo va a defender a los inmigrantes en lugares como South Bend. “Nuestra economía realmente depende de estos inmigrantes indocumentados, pero los están explotando porque no tienen estatus legal. Estaríamos mucho mejor no solo si se les permite quedarse, sino ser ciudadanos de pleno derecho que pagan impuestos, que contribuyen a la economía. No se trata de hacerles un favor a los indocumentados, se trata de apoyar a nuestras comunidades asegurándonos de que todo el mundo puede salir de la oscuridad y participar en el país”.
South Bend tiene una renta per cápita de 21.000 dólares (unos 19.108 euros) al año (la media nacional es 31.000 dólares —unos 28.207 euros—) y una tasa de pobreza del 25% (frente al 12% en EE UU). El valor medio de las casas es de 81.000 dólares, frente a la media nacional de 193.000 dólares. En lo más duro de la crisis, el desempleo llegó al 12%. Buttigieg se presenta como el candidato de la América asalariada que se está quedando atrás en la revolución económica de la era digital. El martes participó en una protesta de conductores de Uber y Lyft en San Francisco para exigir que se les reconozca como empleados. Buttigieg cree que hay que reforzar el papel de los sindicatos y luchar por mayor estabilidad en el empleo.
“Hemos visto dos fenómenos ocurrir al mismo tiempo”, explica sobre este punto. “Uno, el declive de los sindicatos. Y dos, que se ha hecho más difícil sobrevivir económicamente. Yo creo que las dos cosas están directamente relacionadas. Además, está el estancamiento de los ingresos, una realidad que dura ya más o menos toda mi vida. Hemos tenido un crecimiento económico espectacular y prácticamente ninguna mejora en la renta de la mitad de Estados Unidos. Esto no es consecuencia de una fuerza misteriosa. Es consecuencia de decisiones políticas que han hecho más difícil para los trabajadores negociar mejores condiciones y salarios”. Para Buttigieg, la llamada economía colaborativa (gig economy, en inglés) es un “cambio estructural”. “Tenemos que asegurarnos de que no se convierte en explotación”, afirma.
Ese mismo Medio Oeste se ha convencido de que los trabajos que está perdiendo se están yendo a México. Trump explotó esta idea con habilidad en 2016. Buttigieg se presenta como el demócrata capaz de ofrecer otro relato a esos votantes. “Es verdad que se han perdido muchos trabajos como consecuencia de los acuerdos comerciales que se firmaron hace una generación”, dice Buttigieg. “A esa parte del país le prometieron que la tarta sería más grande y que todos estaríamos mejor. Pero la tarta se ha hecho más pequeña”.
“Es una de las razones por las que a Estados Unidos le interesa que México sea próspero”, razona respecto a la relación comercial con el vecino del sur. “Cuanto más altos sean los sueldos en México, mejor podremos competir. Y cuanto más seguro y próspero sea México, será más raro que tengamos niveles de inmigración inmanejables. Centroamérica podría encontrar prosperidad en México y no tener la idea de que Estados Unidos es su única esperanza”.
“Tenemos que gestionar la frontera de acuerdo con nuestras leyes y nuestros valores”, responde a la cuestión de cómo gestionar la llegada de inmigrantes. “No podemos tenerlo todo. Si queremos estabilizar la inmigración tenemos que estabilizar nuestra economía en ese sentido. Hay que asegurarse de que todo el mundo tiene el mismo nivel de sueldo y de protección como trabajador, de forma que no haya un incentivo tan poderoso para aprovecharse de los indocumentados”.
En este sentido, ve difícil un acuerdo con la actual mayoría republicana en el Senado en materia de inmigración. “Depende de si cuando hablamos del Partido Republicano nos referimos a la gente o a los líderes del Congreso. Porque entre los ciudadanos norteamericanos hay apoyo a un pacto que ofrezca una vía para a ciudadanía y a la vez seguridad en la frontera. Desgraciadamente, el Congreso de Estados Unidos ya no refleja a los ciudadanos. Creo que esto no va a mejorar hasta que los republicanos del Congreso no experimenten una pérdida de poder como resultado de ignorar a la gente”.
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