Durante meses hemos escuchado y sabido del poder que respalda al presidente Andrés Manuel López Obrador en materia política. Desde luego, por la titularidad del cargo en nuestro régimen presidencial. También, por la legitimidad que le confirieron las urnas a él y a su movimiento para contar con la mayoría en las cámaras federales y, cada vez, con un mayor número de estados y municipios. Y así, por presuponer, con vastas representaciones y representatividades. Adicionalmente, y gracias a la muy exitosa campaña y sus mensajes, el presidente y su movimiento operan con un claro mandato de actuación. Las urnas, por decirlo en la enigmática expresión coloquial, le han indicado lo que debiera estar haciendo en seguridad, empleo, inversiones, salud y muchas de las materias en la que suele dividirse la realidad.
¿Por qué, entonces, si los factores institucionales de cambio parecieran estar alineados, cada día nos encontramos en condiciones más disfuncionales y erráticas? Las posibles respuestas son varias. Una, ya manida, por la gravedad de la herencia maldita; otra, por la incapacidad de quienes hoy actúan; y una más, por lo que ha implicado quererlo cambiar todo de golpe y sin concierto. Sabiendo que en cada una de estas respuestas hay un poco de verdad, existe algo más que gravita en lo anterior, hasta el extremo de constituirlo.
Lo que en realidad enfrentamos es una profunda disonancia entre lo que se quiere lograr y los instrumentos con los que para ello se cuenta. Lo que las elecciones confieren y posibilitan es la adquisición de instrumentos políticos y jurídicos para transformar de cierto modo las condiciones sociales. Al ganarse la presidencia o las Cámaras, pueden hacerse leyes, decretos o asignarse presupuestos conforme a ciertas reglas constitucionales, a fin de que las acciones públicas y privadas transcurran de cierta manera. Su desobediencia o no aceptación será premiada o sancionada conforme a otras reglas, y poco más. El juego, por decirlo así, tiene mucho que ver con las posibilidades normativas y operativas de las autoridades, lo que exige que sus empeños se encaminen a producir, por obvio que parezca, buenas normas y prácticas.
El problema que enfrenta el gobierno es que su pretensión no se limita a lograr las transformaciones que el derecho le permite a la política. La suya es lograr cambios que, inclusive, están más allá de la política misma. Transformar costumbres, conciencias o creencias, son los objetivos que quieren lograrse. El problema es que pretenden alcanzarse mediante instrumentos no aptos, dado que esos ámbitos no le son competentes al Estado. El presidente y muchos órganos de gobierno quieren lograr transformaciones humanas en ámbitos para cuyo acceso no están autorizados. Las apelaciones a portarse bien, a los regaños maternos o a la paz conveniente, brotan del deseo de transformar la realidad privada. Más allá de su curiosidad o banalidad y de los buenos deseos, lo que termina por ser grave es la pretensión misma de incidir en la intimidad de la población. Ni al presidente se le ha otorgado la capacidad de hablar a las profundidades del alma de los mexicanos, ni se lo permiten las normas del orden social en que todos actuamos.
El resultado de la confusión que estamos viviendo es doble. Por una parte, se está haciendo aquello para lo cual no se ha conferido mandato, y con ello se están trastocando prácticas y posibilidades sociales. Ahí donde se esperarían silencios y respetos, hay nombrares y señalamientos ajenos a las funciones desempeñadas. Por otro lado, se dejan de lado las cosas que sí deberían estarse haciendo. Ahí donde debiera haber normas, decisiones y actuares, hay vacíos y abandonos. Si el diagnóstico es correcto, la disyuntiva es clara: o hay un acomodo en las pretensiones, el discurso y las formas, para que desde la cúpula del régimen las cosas se hagan conforme a las normas y así modificar la realidad tanto como sea posible; o, por el contrario, se mantiene la idea de que la verdadera transformación es de conciencias y, el derecho y la política, obstáculos para ello. La tensión de lo que viviremos en los próximos años, estará dada por estos dos extremos, finalmente, visiones de la misma realidad dada y por construir.
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