¿A qué huele la nostalgia?



Libros antiguos en una biblioteca. James Paterson – Staff (RAM0217 (Future via Getty Images)

No es posible comprobarlo excepto que uno la compre, pero Old Books, la fragancia creada por la perfumista británica Azzi Glasser, huele, supuestamente, a libros viejos, así como al recuerdo de “tomar uno en el desván de la abuela y ver cómo se deshace”; su fabricante lo describe como un “aroma de carácter y estilo creativos, inteligentes y únicos” sin que quede claro qué sería un aroma “inteligente” o por qué el olor a polvo podría parecernos “creativo”. Glasser había creado perfumes para Jude Law, Kylie Minogue y Johnny Depp, algunos hoteles y un restaurante en Dubái, antes de dedicarse a asuntos sólo en apariencia más serios: en la actualidad, Bella Freud, la firma de la que es socia junto a la hija del pintor Lucian Freud, comercializa perfumes suyos con nombres como Psychoanalysis, Je t’Aime Jane [Birkin] y Ginsberg is God; este último, un homenaje al autor del poema Aullido con “notas de incienso, ajenjo y cuero”.

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“La letanía de cosas a las que se asemeja el olor a libro sugiere una civilidad pacífica. Muebles de madera bien cepillados. Marcapáginas de cuero. Latas de tabaco recién abiertas. […] Té. Flores prensadas. La calefacción del radiador encendida. Velas y cerillas gastadas. Polvo intacto, con su sugerencia de perfecta quietud y de feliz dilatación de las horas de lectura”, sostiene Jude Stewart. En su libro más reciente, Revelations in Air (Penguin, 2021), la estadounidense dedica un capítulo a explicar por qué nos atrae el olor de los libros viejos, pero su conclusión puede parecer decepcionante: los libros viejos, dice, huelen a la “lenta descomposición química” de sus elementos, en particular la de un polímero vegetal llamado lignina. “En los árboles, la lignina une las fibras de celulosa y da a la madera una robustez adicional, lo que parecería una cualidad deseable para la encuadernación”. Pero la lignina es también “propensa a la descomposición salvaje y destructiva. Cuando se oxida, se descompone en ácidos que corroen la celulosa del papel, vuelven las páginas amarillas y desprenden compuestos orgánicos volátiles”.

“El olor de los libros se funde con el de las habitaciones y los lectores que las ocupan habitualmente [y] refleja el entorno en el que han residido durante mucho tiempo”, afirma la autora: nos cuenta “si esas habitaciones son especialmente húmedas, están llenas de humo, son luminosas o no están climatizadas. Si son emblemáticas”, como las de una biblioteca o una sala de lectura históricas, ese olor puede ser considerado una parte “tangible” del “patrimonio del lugar”. Desde la década de 1970, sin embargo, el olor de los libros comenzó a cambiar gracias a la introducción del papel sin ácido y a la utilización del hidróxido de sodio o “sosa cáustica”, el blanqueamiento del papel con peróxido de hidrógeno y la utilización de nuevas tintas y adhesivos; pese a ello, todavía, “en cuanto se fabrica, un libro empieza a deshacerse”. Y esa degradación es “un proceso químico que podemos oler”, sostiene.

Naturalmente, Old Books no es la única fragancia creada para los amantes de los libros viejos, quienes pueden recurrir también a perfumes como Whispers in the Library (notas de pimienta, benjuí, vainilla y cedro), Powell’s By Powell’s (madera, violeta y “biblichor” u olor a libro viejo), Paper Passion, In The Library (”encuadernaciones rusas y marroquíes en piel, telas desgastadas y un toque de madera pulida”, en palabras de su creador, el perfumista Christopher Brosius) o Dead Writers (té negro, almizcle y tabaco, todos aromas que suelen ser considerados “masculinos”, en una visión singularmente distorsionada de la contribución de las mujeres a la literatura). Creada por la compañía estadounidense Sweet Apothecary, Dead Writers incluye perfumes dedicados a Jack Kerouac (café y opio), Jane Austen y el poema de Edgar Allen Poe Lenore (incienso y rosas secas).

Una tienda de libros usados en la rivera del Sena, París, en 1928.Keystone-France (Gamma-Keystone via Getty Images)

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La aparente pérdida de materialidad del mundo contemporáneo como resultado de la digitalización de productos y servicios, el comercio electrónico y la experiencia del confinamiento están propiciando una nostalgia de los objetos cuyo ejemplo más reciente es La voz de las cosas (Carena, 2021), un libro de crónicas de autores latinoamericanos editado por Roberto Herrscher en el que una linterna, una caja de cartón, una mascarilla quirúrgica, las armas que improvisan los presos de una cárcel o un chip hablan de sus dueños y de las circunstancias a menudo trágicas que han vivido. La emergencia de los dispositivos electrónicos y la prensa en línea son las responsables de que tengamos la impresión de que hemos perdido algo y asociemos ese algo con el olor de los libros viejos; pero no es la descomposición de la materia impresa lo que parece atraernos, sino algo más profundo y quizás no del todo expresable: por una parte, el deseo de que los libros envejezcan con nosotros y nos acompañen a lo largo de nuestra vida en lugar de adherir a la lógica de la novedad y la obsolescencia programada que preside su producción actual; por otra parte, la nostalgia de la “civilidad pacífica” de la que habla Stewart, una época nunca del todo realizada en la que no habría habido urgencias sino una vasta extensión de tiempo despejada de preocupaciones que se extendía ante las personas y era llamada futuro.

El mundo contemporáneo no ha perdido materialidad realmente, y la mayor parte de los objetos que compramos y los servicios que consumimos tienen una historia que puede ser narrada y a menudo es desgarradora; pero sentimos una añoranza prematura de un mundo material de estímulos discretos y predecibles, y esa añoranza parece residir en el olor de los libros viejos más que en ningún otro. Como sostiene el argentino Federico Kukso en Odorama, historia cultural del olor (Debate, 2019), “aunque muchos quieran creer que son pasajeros, exiguos, perecederos, los olores y sus fuentes dejan huellas directas y mediadas” en la memoria personal y colectiva, son parte de “narraciones que buscan darle sentido al mundo”, en especial en momentos en que éste parece carecer de él.


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