“Hace 11 años me dijeron que tenía VIH. La infección se controló rápidamente con el tratamiento, pero me costó mucho asumir el diagnóstico y entré en depresión clínica. Aunque poco a poco fui aceptando mi situación, durante años continué teniendo graves problemas de insomnio y de ansiedad. Eran los efectos secundarios del fármaco que tomaba, pero mi médico de entonces no se atrevía a cambiarme la medicación. Hasta que vine a España, comenté con mi nuevo doctor mi situación y, de inmediato, me prescribió otro tratamiento con el que mejoré muchísimo. Con el tiempo, he vuelto a terapia y me he dado cuenta de que todavía no he superado muchas cosas: cómo me percibo, cómo me relaciono, cómo me permito vivir”.
La historia de Omar (nombre ficticio), de 32 años, es ejemplo de la íntima relación que existe entre VIH y salud mental. Una relación compleja en la que, al duelo por la salud perdida o al quebranto de autoestima que provoca una mirada social reprobadora, se suman emociones como la culpa, el miedo, la vergüenza o la frustración. Y, también, trastornos de la esfera neuropsiquiátrica provocados por el propio virus o por la medicación.
No se trata de un peaje más
No es una mera percepción: las cifras muestran que las personas con VIH tienen el doble de probabilidades de padecer depresión o ansiedad, que más de la mitad de los jóvenes con VIH sufre algún problema de salud mental o que su riesgo de padecer una enfermedad mental grave puede llegar a multiplicarse por 10. En palabras del doctor Ignacio Pérez Valero, especialista en enfermedades infecciosas del Hospital Universitario Reina Sofía (Córdoba): “Las personas con VIH tienen una prevalencia del 60%-70% de alteraciones del sueño, un 30%-40% de trastornos emocionales y alrededor de un 25-35% de trastornos cognitivos”.
Aun así, una de cada dos personas con VIH y trastorno mental no ha sido diagnosticada de su problema psiquiátrico. La explicación inicial es que, ante una infección como el VIH, marcada desde su inicio por la importancia del diagnóstico temprano, la reducción de la carga viral y por el objetivo esencial de conseguir la supervivencia del paciente, se ha ido infravalorando el impacto de los problemas de salud mental sobre los pacientes. Pacientes que, como Omar, sufren de insomnio o ansiedad como consecuencia de la medicación que toman y que aceptan esa pérdida de calidad de vida como un peaje más de la infección.
“Determinados tratamientos pueden conllevar trastornos del sueño, problemas cognitivos o de memoria… Es algo que los especialistas en enfermedades infecciosas deben controlar, pero no todos lo tienen en cuenta ni le dan la importancia que merece”, explica Alberto Tarriño, psicólogo especializado en psicoterapia gay y en pacientes con VIH. En su consulta, se ha llegado incluso a encontrar algún caso de pacientes que siguen tomando fármacos que pueden afectar a su salud mental, “pero su médico no se los cambia porque ‘le van bien’ para el VIH”.
Esta actitud se da de bruces con el reto de Onusida de pelear por la calidad de vida en la persona con VIH. Según explica el doctor Álvaro de Mena, especialista en Enfermedades Infecciosas del Complejo Hospitalario Universitario de A Coruña, estamos en el momento de “ir más allá del recuento de linfocitos T. Hay que preguntar al paciente por su situación emocional, por cómo duerme, por su vida sexual, por su calidad de vida”. Y el primer paso sería, por tanto, comenzar por una adecuada prescripción del tratamiento que no interfiera en su descanso ni desboque su ansiedad. Como señala De Mena: “El VIH se vive como una losa. Dan miedo los análisis de empresa, los seguros médicos, la confesión a posibles parejas… Y aparecen la ansiedad, el insomnio, la depresión. Es lo que más vemos en consulta”.
Causas médicas, genéticas, sociales y psicoemocionales
Pero los trastornos de salud mental no vienen dados únicamente por una cuestión farmacológica. La experiencia vital de la persona con VIH es un viaje con muchas etapas, todas marcadas por un tipo u otro de vulnerabilidad. La primera de estas etapas es el diagnóstico, “y lo normal es que se tenga que pasar por un trastorno adaptativo. Hay que ir de una situación A hacia una situación B, y ahí asoman todos los miedos e inseguridades”, explica Alberto Tarriño, quien también destaca un aspecto que no se debe soslayar: “El VIH es mucho más prevalente en un colectivo, el de HSH [hombres que tienen sexo con hombres], que es una minoría, que ya normalmente ha vivido la discriminación y que suele tener unos niveles previos de ansiedad superiores. El diagnóstico hace que se agudice y agrave el trauma”.
Ese primer impacto, que se vive como un bofetón, va seguido de esa difícil readaptación en la que una de las primeras angustias es la del acompañamiento. Esa duda de con quién lo vas a compartir. En el caso de Omar, recuerda, “tuve la suerte de tener a mi hermana, que es psicóloga, y a mi mejor amigo, que es infectólogo, en el momento del diagnóstico. Aun así, ni siquiera con ellos me sentía cómodo hablando en primera persona de mi problema. Vivía con mis padres y les escondía las pastillas y los informes médicos. De hecho, siguen sin saber que soy VIH positivo. Es una vuelta al armario”.
“Es una enfermedad de la que no se suele hablar; rara vez se hace pública”, corrobora Tarriño. Él es también psicooncólogo y ve las diferencias en cómo los pacientes con cáncer hablan con la familia de su enfermedad, mientras quienes tienen VIH “suelen vivirlo en la intimidad. Eso genera más estrés, más frustración”. Como apostilla Omar: “Todavía hoy sigo eligiendo a quién le digo que tengo VIH. Y siempre me genera ansiedad pensar cómo se lo van a tomar”.
En este recorrido vital con el VIH, las circunstancias que llevan a bordear el precipicio de la enfermedad mental cambian con la persona, el entorno y el tiempo de viaje, aunque “a menudo, la persona con VIH se percibe a sí misma como alguien tóxico, de segunda categoría”, afirma Tarriño. En este sentido, este psicólogo distingue tres perfiles tipo: la persona recién diagnosticada, que necesita esa ayuda inicial, ese apoyo emocional para sobrellevar la nueva situación. Después, la persona que no buscó ayuda en el momento del diagnóstico y que, unos años después, “ve cómo la situación le ha desbordado. El aislamiento le ha hecho entrar en depresión, no ha vuelto a tener una pareja, su vida sexual se ha arruinado…”. El tercer gran grupo de pacientes es el de los supervihvientes, aquellos que llevan muchos años viviendo con el virus “y que han pasado por situaciones tremendamente traumáticas: la muerte de muchos de sus amigos, la toxicidad de los tratamientos, la losa de lo que pensaban era una condena a muerte…”.
El abordaje, necesariamente, ha de pasar por la identificación del problema. Es ahí donde se torna crucial la involucración de los médicos y enfermeros que atienden al paciente en el servicio de enfermedades infecciosas. “Hay que ser proactivos y, si no surge del paciente, somos nosotros quienes debemos indagar e interesarnos por su salud mental”, defiende el doctor De Mena.
Ha sido ahora, 10 años después, cuando en terapia me he dado cuenta de que el diagnóstico [de VIH] me cambió como persona”, explica Omar, seropositivo
Una vez identificado, el abordaje pasaría, explica Alberto Tarriño, por enfocar el pasado, el presente y el futuro. “Se trata de ver cómo los traumas y situaciones dolorosas de ayer siguen manejando el presente; también de ver qué hacer en el día a día para que el adulto de hoy tome el control de su vida; por último, mirar hacia adelante, plantear objetivos, metas y confianza”.
El camino es largo y, más que atajos, a menudo hay rodeos. Como asegura Omar: “Yo creía que ya había aceptado la situación pero ha sido ahora, 10 años después, cuando en terapia me he dado cuenta de que el diagnóstico me cambió como persona. Modificó la manera de relacionarme con otras personas de forma que, aun sin recibir un mensaje negativo por parte de los demás, yo me colocaba en una situación de desventaja frente a ellos. Me sentía inferior, me devaluaba. Por eso es tan importante que se hable de esta situación y de la importancia del acompañamiento. De sentir que podemos hablar”.
Afrontar el amor y el sexo como seropositivo
Para Omar, diagnosticado de VIH hace 11 años, uno de los mayores retos psicológicos fue el de explicar a sus parejas, seronegativas, que él lo era: “Tras mi diagnóstico, tener relaciones sexuales me daba pavor. No me veía capaz. Pasaron dos años hasta que encontré a una pareja que me dio su apoyo y con ella pude abrirme y volver a confiar. Con los años, me ha dado muchísima paz saber que, si tengo la carga viral indetectable, no puedo transmitir el VIH”, explica. “He tenido otra relación durante cinco años y, esta vez, ya estábamos bien informados, ya no había ese miedo irracional del comienzo”, continúa Omar. ”Ahora estoy sin pareja y, cada vez que veo a alguien que me gusta, me bloqueo por el hecho de tenerle que decir que tengo VIH. Y eso hace que ya me coloque en una posición de desventaja, de pensar si me van a aceptar. Es algo que te ocupa toda la cabeza y se te quitan las ganas de querer salir y conocer a alguien”.
Créditos
Redacción: María Corisco
Coordinación editorial: Francis Pachá
Desarrollo: Rodolfo Mata
Diseño e ilustración: Belén Daza
Coordinación diseño: Adolfo Domenech
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