Si yo fuera una joven americana borraría desde ahora mismo cualquiera de esas aplicaciones que miden mensualmente los períodos de ovulación. De hecho, ya se está recomendando a través de las redes que se eliminen los rastros de cualquier sospecha de embarazo o cualquier intento de interrumpirlo, porque si se diera la circunstancia de que una chica o una mujer es acusada de abortar cualquier registro relativo a esa práctica podría ser aceptado como prueba criminal. Y no habrá clemencia, ni aunque se trate del fruto de una violación, ni por cuestiones económicas, ni por salud de la madre, ni por malformación del feto. Por no hablar de la voluntad de las mujeres: eso es algo que ya no cuenta en el país de las libertades. Por más que en algunos Estados demócratas decidan asistir a las mujeres que les lleguen desde aquellos otros Estados en los que abortar sea un delito, esta brutal decisión del Tribunal Supremo va a privar de su derecho a la salud a las mujeres pobres, que no tienen dinero para costearse el viaje y la estancia, o a las mujeres sometidas a un entorno reaccionario, por no hablar de las menores que no van a tener quien las asista en su desamparo.
Esta involución no ha ocurrido de un día para otro. Décadas lleva gestándose la conquista por parte de los republicanos del Tribunal Supremo, desde aquellos tiempos de Reagan en los que comenzó a esbozarse el nuevo republicanismo o, para que nos entendamos, la derecha salvaje que se entregó a las fuerzas desreguladoras del capital y a las reguladoras de la moral, en especial a los deseos de ciertas iglesias, como la evangélica. El derecho al aborto, con medio siglo de vigencia en Estados Unidos, era la presa más codiciada por ciertos sectores. Cabe preguntarse cuál es la razón por la cual una prohibición que no apoya la mayoría de los ciudadanos americanos ha acabado por imponerse, cómo la derecha ha logrado lo más complicado en una democracia, que es la retirada de un derecho ya existente. Mientras asumimos que la práctica habitual de los Estados autoritarios de un signo u otro ha sido regular la sexualidad y la vida reproductiva de las mujeres, nos inquieta y con razón que los sistemas democráticos sean proclives a una involución tan grave.
Esta es sin duda la mayor victoria de Donald Trump, es el regalo prometido a las iglesias evangélicas, sin cuyo apoyo hubiera sido imposible que lograra el poder y que bien puede proporcionarle un inaudito regreso en las elecciones de 2024. Podría resultar chocante que alguien tan inmoral como Trump haya basado gran parte de su triunfo en la fe si no fuera porque para todo hay una socorrida excusa bíblica: Trump, el golfo, vendría a ser como aquel Rey David que tras pecar abundantemente se redime y lucha contra las fuerzas del mal. La tesis, a todas luces irracional, es secundada por el 80% de los evangélicos blancos, que ven en Trump al defensor de la cultura cristiana y veneran su estilo autoritario para meter en vereda a una nación degradada.
Dicen que Biden puede aliviar con parches la incidencia de la ley para que las mujeres encuentren alguna manera de ser soberanas en cuanto a salud reproductiva se refiere, pero el mal ya está hecho y reinará por mucho tiempo. Estados Unidos regresa a pasos agigantados al territorio salvaje de los pioneros: libertad para poseer armas que apuntan contra los inocentes y leyes para restringir la libertad de las mujeres. Con estas dos premisas, ¿quién se atreve ya a componer la banda sonora del viejo país de los sueños?
La pregunta que debemos hacernos tras esta dura constatación de que los derechos no son eternos es qué podemos hacer para no ver replicado este retroceso en nuestro país. En mi opinión, las mujeres (y los hombres que nos apoyan) tenemos que negarnos sistemáticamente a que nuestra salud reproductiva, incluyendo planificación y aborto, se dirima en el terreno de la moral. Toda mujer tiene derecho a decidir sobre su cuerpo. Hay una libertad individual en la que ni la justicia ni la religión debieran entrometerse, y se da la circunstancia de que ese derecho íntimo es esencial para no condenar a las mujeres a la exclusión, a la pobreza, a la muerte, o a la subordinación, sin más. Emma Goldman, Gloria Steinem, Lucia Berlin, Claudia Piñeiro, Annie Ernaux, y por qué no, yo misma, somos mujeres que hemos narrado la experiencia del aborto. Un país no puede llamarse libre si las mujeres no deciden sobre su sexualidad. Y esto debiera tenerlo en cuenta también el célebre Santo Padre.
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