Al volante de un Mercedes todoterreno, Calvin Lucock acude a toda velocidad a uno de los cuatro hoteles que la compañía que dirige tiene en Puerto Rico, una de las zonas más turísticas del sur de Gran Canaria. Hay una urgencia, alguno de sus huéspedes necesita algo. El toque de queda acecha, no hay un alma en la calle y las luces de la mayoría de complejos hoteleros, vacíos, siguen apagadas. Junto a Lucock, un inglés corpulento y de apariencia seria, va su esposa, la noruega Unn Tove Saetran, dueña de tres restaurantes, una mujer envuelta en una gabardina verde a la que últimamente siempre le brillan los ojos. Al aparcar, y antes de que les dé tiempo a atravesar la puerta, ya tienen a un par de niños malienses colgados de sus piernas, a un marroquí contándoles sus novedades y a un grupo de senegaleses saludándoles desde el balcón. Su vida está del revés desde hace cinco meses.
Tras la temporada de verano, Lucock, de 47 años y director general en Canarias de la compañía Holiday Club, se sentó con su equipo. Era una reunión crítica. No había turistas, la pandemia no iba a dar tregua y los números desastrosos empujarían al ERTE a su plantilla, de más de 100 trabajadores. Llevaba días viendo el muelle de Arguineguín convertido en un almacén de migrantes y, con un pie en el precipicio, decidió llamar a Cruz Roja. Se sumaría a otros empresarios que ofrecieron sus complejos turísticos para mitigar la crisis de acogida que se estaba desencadenando en las islas. “Fue una decisión financiera. Tenía que reactivar la empresa”, recuerda.
El 12 de septiembre recibirían sus primeros huéspedes en el hotel Puerto Calma, un resort con piscina y vistas al mar en el que hoy viven más de 300 hombres, mujeres, adolescentes y niños. Aunque convencidos de que era la mejor decisión para la compañía, reconocen que estaban preocupados, llenos de prejuicios. Tenían claro que el equipo trataría con el mismo cuidado y amabilidad a los nuevos huéspedes, pero aun así tomaron precauciones de seguridad.
“Fue un paso hacia lo desconocido. ¿Quiénes se quedarían con nosotros? ¿Cómo se comportarían? ¿Serían violentos? Teníamos los mismos miedos que entiendo que tienen otros debido a la falta de conocimiento”, recuerda Lucock. Los dos se burlan de sí mismos cuando recuerdan que llegaron a retirar un cactus de la entrada por miedo a que pudiese convertirse en un arma durante una pelea. “Ese mismo día comenzó a cambiar nuestra forma de pensar y nuestra perspectiva de la vida: 50 jóvenes asustados, helados y desesperados se bajaron de aquel autobús después de días durmiendo en el suelo del muelle de Arguineguín”, recuerda Saetran, de 51 años.
Las pateras continuaron llegando y la empresa, que recibe del Gobierno 42 euros por persona alojada y día, ofreció un segundo hotel. En teoría, los dueños o gestores de los complejos turísticos que acogen migrantes en Canarias se limitan a alquilar el espacio y organizar a su personal; alguno anda por ahí controlando, pero Lucock y Saetran acabaron involucrándose hasta el tuétano. Empezaron a pasar cada vez más tiempo en el hotel y a asumir decenas de gestiones desatendidas. Un día están comprando ropa, abrigos, zapatos; otro, en el consulado. Han puesto a su propio abogado a tramitar solicitudes de asilo y ofrecen consuelo a gente rota que sigue sin ver un psicólogo.
Un abrazo
La hija del matrimonio, de 16 años y el ombligo al aire, sacó el primer llanto y un abrazo a una mujer que, tras dos semanas encerrada en su habitación por cuarentena, empezó a hablar con el espejo. “Fue la primera vez que se abrió, nos tenía muy preocupados”, recuerda la madre.
Sentada en la terraza de Puerto Calma y luego, con más tiempo, en un correo electrónico, Unn Tove Saetran repasa las historias de algunos de sus huéspedes. Ayoub, un marroquí de 19 años, cuya familia vive en un garaje sin luz ni agua; Osman, de Senegal, que sufrió un accidente de coche y vivió abusos en su país debido a la discapacidad que le provocó; Ibrahima, un chico gambiano de 16 años, que pasó nueve días en una patera y vio morir a tres de sus amigos, cuyos cuerpos tuvo que lanzar al mar; Yousef, un niño sin familia en Marruecos y que nadie reparó en que era autista; Abdelhak, que tiene una discapacidad grave y no puede caminar sin ayuda…
“Nosotros hemos tenido éxito. Llevábamos diez años viajando, yendo a los mejores hoteles y restaurantes. No nos dábamos cuenta de que teníamos todo, ni en el mundo en el que vivíamos, pero estos meses han revolucionado nuestra vida. Es la primera vez que hacemos algo que sentimos que tiene sentido”, reflexiona Luckock. “Lo otro era solo dinero”.
La casa de la pareja está abierta a menudo para quien lo necesita, algunos de los chicos que salen a correr acaban allí para jugar a la Play Station, también un menor que fue expulsado del hotel por mal comportamiento. A su familia se ha sumado ahora Sullaiman, un joven de Sierra Leona que vio cómo asesinaban a su padre cuando tenía seis años. “Sería naíf si dijese que no tenemos tensiones. Las habría en cualquier grupo grande de personas y tenemos gente que lleva aquí cinco meses. Están desesperados”, señala Luckock.
El matrimonio ha decidido dar esta entrevista porque cinco meses después de que llegase aquel autobús siguen viendo a sus huéspedes, y ahora amigos, en el limbo. Reclaman más implicación de las Administraciones. “Entendemos perfectamente la dificultad para gestionar esta situación, pero el hecho es que esta gente ya está aquí y tenemos que hacer algo. No hacer nada con 9.000 personas no es una opción”, se queja Luckock. “Entiendo que la deportación es parte de la solución y será, lamentablemente, el fin de su viaje para muchos de ellos, pero también hay que trabajar en la integración de aquellos a los que no se devolverá”, dice Lucock. Y eso tiene que hacerse ya. No pueden seguir en hoteles ni en campamentos. ¿Por qué no dejar viajar a quien tiene familia en Europa? Ninguno quiere estar en un hotel ni depender del Estado. Solo quieren seguir adelante, comenzar sus vidas”.
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