Acoso inadmisible

La ministra de Igual, Irene Montero, y el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, en el Congreso.
La ministra de Igual, Irene Montero, y el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, en el Congreso.Víctor J. Blanco / ©GTRESONLINE

El vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, y la ministra de Igualdad, Irene Montero, se han visto obligados a interrumpir sus vacaciones por una campaña de acoso que han sufrido en el lugar que habían elegido para descansar con su familia durante una semana. Ha habido de todo: pintadas insultantes —”Coletas rata”—, abucheos, una fuerte presión en las redes sociales e, incluso, amenazas a un restaurante en el que comieron. Estos ataques a la vida privada de unos cargos públicos se suman en este caso al permanente asedio que padecen los dos políticos de Podemos en su casa de Galapagar, donde desde el 15 de mayo, y entre las ocho y las diez de la noche, un grupo jaleado por la extrema derecha orquesta todos los días una salva de improperios, caceroladas y chuscas descalificaciones. Una edil de Vox participa en la iniciativa y ya ha sido denunciada por Montero, mientras Iglesias ha hecho lo mismo con el cabecilla que lidera esta acometida.

No hay lugar en una democracia, que dispone de instituciones donde pueden enfrentarse posiciones distintas y que establece canales para que la ciudadanía pueda manifestar sus descontentos, para este compendio de tácticas de acorralamiento y asaltos a la vida privada. La libertad de expresión no puede tomarse como una carta blanca que ampare los embates de un grupo que se junta para humillar. Estos días se han puesto adjetivos gruesos para calificar estos comportamientos, pero lamentablemente los escraches —que Podemos apoyó en su día y que altos cargos del PP y del PSOE también han sufrido en carne propia— llevan desde hace tiempo formando parte de la vida pública de este país bajo el argumento de que va en el sueldo del político acosado recibir una catarata de insultos por defender posiciones distintas de las que sostienen sus agresores. Los discursos del odio y de la descalificación permanente del adversario han encontrado además en las redes sociales el caldo de cultivo idóneo para retroalimentarse y potenciar su carga de furia y desprecio. No hace falta subrayar hasta qué punto estas andanadas, cuando se entrometen en la vida privada de las personas, contribuyen a erosionar el marco democrático que garantiza los derechos y libertades.

La vitalidad de una democracia no solo se alimenta de la fortaleza de sus instituciones, sino también de una serie de normas no escritas que contribuyen a dar vigor a la discusión entre adversarios y refuerzan el respeto al otro frente a aquellas posturas que convierten la política en una lucha entre enemigos irreconciliables. El legítimo propósito de llevar a la Fiscalía acosos tan inadmisibles como el que padecen los políticos de Podemos no tendría que estar reñido con una firme actitud de condena de unas prácticas que solo favorecen la crispación y embarran de matonismo la esfera pública.


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