La guerra comercial entre Estados Unidos y China es una de las causas, quizá la principal, de las débiles perspectivas de crecimiento de la economía mundial y, en especial, de la europea. Por lo tanto, un acuerdo comercial que ponga fin al conflicto sería la primera condición para estabilizar las perspectivas del comercio global y alejar los temores a una desaceleración. Pero ese acuerdo, que parecía muy próximo en las negociaciones en Washington, resultó bruscamente perturbado por la decisión de la Administración estadounidense de aplicar, en plenas conversaciones, una subida arancelaria de hasta 200.000 millones de dólares a los productos chinos. Trump rompió la prórroga que implica toda negociación con el argumento de que China había incumplido alguno de sus compromisos previos. Las negociaciones no se han interrumpido y continuarán en Pekín, pero Trump ha recurrido a una de sus tácticas favoritas, que consiste en ejecutar una demostración de fuerza para desestabilizar a sus interlocutores y llevar la tensión negociadora al límite. Que se firme el acuerdo es crucial para las expectativas de los próximos cuatro años.
Es probable que el acuerdo acabe por firmarse en las próximas dos semanas. China depende de sus exportaciones más que Estados Unidos y necesita con urgencia apuntalar sus posibilidades de crecimiento en una fase de cambios de su política económica interna. Para el equipo económico de Trump resulta vital transmitir a la opinión pública que ha logrado una victoria política frente a China reduciendo el déficit comercial de Estados Unidos con aquel país, que está calculado en 419.000 millones de dólares. Detrás de las prácticas proteccionistas de Trump permanece agazapada la estrategia a medio plazo de utilizar la política de Estado para ganar mercados de las nuevas tecnologías para las empresas estadounidenses, como el 5G, en las que China es un competidor poderoso.
No hay que perder de vista que las posiciones comerciales chinas tienen elementos ventajistas bien conocidos en Europa. Parecía necesario corregirlos mediante una negociación decidida, lo que en política se llama “plantarse”. Pero la guerra arancelaria promete ser al menos tan costosa como las maniobras invasivas de los productos chinos. No es el menor de los problemas el que se aplique según el principio de que cualquier zona económica se considera en la práctica como un “enemigo comercial” de Estados Unidos y, por lo tanto, sitúa también a la eurozona en la línea de fuego. En un entorno proteccionista, se desata una carrera incontrolada por ganar ventajas económicas a costa de otros países o zonas económicas de la que es difícil salir, y destruye las relaciones políticas de confianza.
Para la Casa Blanca, las consideraciones sobre el crecimiento económico global son secundarias, igual que los costes que tengan que soportar sectores de la economía estadounidense, en este caso la agricultura, por las represalias de terceros países. Mientras la economía norteamericana siga creciendo, el daño producido por la política comercial de Trump será un factor político irrelevante. La agresividad arancelaria se sostendrá mientras las tasas de crecimiento sean elevadas y mientras la Reserva Federal pueda mantener los tipos de interés en un nivel relativamente moderado respecto a las expectativas de recalentamiento de la economía.
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