Adiós a la canciller

Angela Merkel el pasado 7 de septiembre al abandonar el Parlamento alemán.
Angela Merkel el pasado 7 de septiembre al abandonar el Parlamento alemán.JOHN MACDOUGALL / AFP

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Las elecciones federales de este domingo alumbrarán un nuevo liderazgo en el país clave de la Unión Europea. El próximo Gobierno deberá lidiar con tres partidos, y no solo dos, y la misma figura de Angela Merkel es de imposible repetición. Ha sido clave tanto interna como internacionalmente. Durante cuatro mandatos y 16 años ha imprimido al cargo su estilo sobrio, pragmático y a la vez próximo a las cuitas cotidianas de sus compatriotas. Fue la primera mujer en convertirse en canciller en la historia de su país y aunque ha reclamado más presencia de mujeres en distintos foros, solo recientemente, este mismo mes de septiembre, se ha proclamado feminista. Se va queriendo participar del viento de la historia.

Pero también se ha convertido en un referente global por otras razones. Bajo la sombra del gran europeísta Helmut Kohl, al principio fue percibida en clave más nacionalista que europea, pero supo luego corregirlo entre luces y sombras para erigirse en relevante interlocutora de Europa con el resto del mundo.

La mejor baza de la canciller cesante estriba en haber desplegado casi siempre políticas sensatas mediante la continua búsqueda del centro político y lejos de los extremos. Con esa flexibilidad, que en España se tilda para la política interna de inconsistencia y oportunismo, encabezó Gobiernos de coalición con distintos socios: en tres ocasiones socialdemócratas, y en una, liberales. Así trazó también un férreo cordón sanitario contra el populismo de ultraderecha, que acabó capotando bajo su firme defensa de los principios democráticos. Ese viaje suponía también la búsqueda de un centro de gravedad político que aunase valores e intereses, la nación y la Unión, lo doméstico y lo global, la economía y lo social. Ese mismo enfoque lo aplicó a las relaciones continentales e internacionales. En la crisis de Ucrania y la invasión rusa de Crimea fracasó, incluida la construcción de un segundo gasoducto con Rusia que aumenta su dependencia del gas ruso. En la Gran Recesión de 2008, provocó un enorme sufrimiento con erróneas políticas fiscales de austeridad que agravaron la situación y provocaron una terrible crisis social en el sur europeo. Su imagen pública arrastra todavía aquel error.

En otras ocasiones acertó de pleno. Lo hizo en su rápida reacción frente a la explosión nuclear de Fukushima, desdiciéndose de la apuesta nuclear. En la negociación del Brexit supo evitar el propósito de Londres de alcanzar un acuerdo separado y/o disgregador, al socaire de la mayor afectación objetiva de la industria y las exportaciones alemanas. Pese a iniciales conatos de unilateralismo, respaldó también una política sanitaria europea frente a la pandemia, sobre todo en la vacunación, y supo encarnar las mejores virtudes europeas al acoger a los refugiados en 2015, pese al coste político que le supuso. Sin su impulso, tampoco hubiera resultado igual la estrategia de recuperación económica mediante el plan Next Generation y el endeudamiento común.

Su balance concreto es pues muy digno, aunque quepa retraerle la timidez de las inversiones internas (en infraestructuras, en digitalización) o el escaso empeño transformador en las reformas. Pero Merkel, al cabo, ha terminado con la ecuación de Alemania como gigante económico y enano político. Aunque queda margen para avanzar más deprisa, también en esta última dimensión ha logrado hacer de Alemania una locomotora.


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