Han pasado 21 años desde el ataque de Al Qaeda contra EE UU en el que murieron más de 3.000 personas. La Casa Blanca de George Bush y las dos Cámaras del Congreso consideraron los atentados del 11-S como un acto de guerra que daba pie al derecho a la defensa. Con la aprobación de la Autorización para el Uso de la Fuerza (AUMF), EE UU bombardeó Afganistán, el refugio talibán de los terroristas y promovió un cambio de régimen. También la OTAN se acogió a esa interpretación del derecho de defensa ante un ataque exterior, la única modalidad de guerra justa considerada por Naciones Unidas, hasta el punto de que evocó por primera vez el artículo 5 del Tratado Atlántico, dedicado a la garantía de mutua defensa, que luego constituyó el antecedente de su participación en la guerra de Afganistán.
Joe Biden no ha evocado directamente esos antecedentes para defender la ejecución sumaria de Ayman al Zawahiri, autorizada por él mismo, como un acto de justicia. El uso tan amplio y discrecional de la AUMF por parte de todos los antecesores de Biden había devaluado la legislación y aconsejado incluso su anulación o reforma para regresar a formas mucho más restrictivas de permiso parlamentario para una intervención militar de esta naturaleza. Con tal antecedente, todos los presidentes, Biden incluido, se han considerado autorizados para ordenar bombardeos y asesinatos selectivos contra una amplia gama de enemigos en el extranjero, desde miembros de Al Qaeda y los talibanes hasta el Estado Islámico o fuerzas del régimen de Bachar el Asad.
La ejecución en solitario del líder de Al Qaeda tras muchos meses de preparación retrotrae a la Administración de Biden a la lógica de guerra sin cuartel contra el terrorismo —en momentos muy débiles de popularidad interna del presidente— y reproduce la misma discutible estrategia que empleó Barack Obama con Osama Bin Laden, aunque en ambos casos estuviesen fuera de duda las responsabilidades criminales de los objetivos. Al Zawahiri era el líder de Al Qaeda y el cerebro estratégico de la organización desde su fundación. Su historial comienza con su colaboración en la preparación del asesinato del presidente egipcio Anuar el Sadat, en 1981, sigue con los ataques terroristas a las embajadas de EE UU en Tanzania y Kenia en 1998 y al portaaviones USS Cole en 2000, y culmina (aunque no termina) con los cinco aviones estrellados contra las Torres Gemelas y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001. A él se debe la concepción de la mayor parte de los grandes atentados de Al Qaeda en la historia de 30 años de terrorismo de masas, incluidos, según los expertos, los atentados a los trenes de Madrid del 11 de marzo de 2004, en los que perdieron la vida 194 ciudadanos.
En el actual desorden internacional, en el que superpotencias como Rusia y China pretenden sacar provecho de la debilidad interna de Estados Unidos y de sus flagrantes errores externos, como la caótica retirada de Afganistán, la ejecución de Al Zawahiri es un gesto con el que Washington pretende restaurar algo de su autoridad perdida. Aunque Biden remonte en las encuestas internas, esta muerte confirma el trágico retroceso experimentado por los derechos humanos y la justicia internacionales en las últimas décadas, desde la invasión de Irak en busca de armas de destrucción masiva inexistentes y los atentados del 11-S o del 11-M hasta la muerte de Bin Laden o la actual invasión rusa contra Ucrania. Es en este contexto en el que habrá de juzgarse la ejecución de Al Zawahiri.
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