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Al rescate de los oportunistas

EL PAÍS

Los rescates suelen ser una operación de redistribución desde los contribuyentes a favor de los tramposos y oportunistas que hincharon la burbuja correspondiente. Y siempre, siempre hay una burbuja y tras ella algún tramposo u oportunista que termina siendo estupendamente rescatado. No aprobar esos rescates —este tiene características que lo hacen distinto de los de 2008, pero detrás está una vez más el respaldo del sector público— tiene riesgos: empiezan a verse colas en un banco y todo el sistema es capaz de venirse abajo, como estuvimos a punto de comprobar con Lehman Brothers. Esta vez hay matices diferentes: no habrá rescate para los inversores en la entidad —“Hicieron una apuesta a sabiendas, y la perdieron. El capitalismo va de eso”, dice Joe Biden—, pero los clientes del banco de Silicon Valley (con los libertarios pidiendo de rodillas las muletas del Gobierno, sorpresas te da la vida) sí recuperarán el 100% de los depósitos. El Tesoro y la Reserva Federal, además, le han visto las orejas al lobo y han abierto una ventanilla para las entidades con problemas para evitar males mayores y rescatar, por la puerta de atrás, todo lo que haya que rescatar: ahí sí puede que entre en juego el dinero público para tapar algunos agujeros. Y si la cosa fuera a más, habrá más respaldo de Washington.

¿Por qué? Porque no se trata solo del Silicon Valley Bank: se trata del ecosistema de venture capital (financiación para empresas con alto potencial) y start-ups estadounidenses, de la banca mediana y de un último revés a la burbuja de las criptomonedas. Bancos como el de Silicon Valley se beneficiaron durante años de unos niveles de regulación relativamente laxos: no eran demasiado grandes y por lo tanto estaban menos exigidos; tenían unos requisitos de liquidez inferiores, al igual que los bancos regionales. Todos ellos gastaron millones en cabildear para que nadie les metiera mano. Y con los tipos de interés al 0% hacían dinero fácil: se financiaban gratis para dar créditos a las empresas tecnológicas, con una mano, y con la otra invertían sumas ingentes en bonos del Tesoro. Un negocio redondo que en la jerga financiera se denomina carry trade: cojo el dinero en una ventanilla al 0%, lo coloco en bonos al 2%, me embolso la diferencia y santas pascuas. Hasta que los tipos empezaron a repuntar: el banco de Silicon Valley ha sido la gacela más débil, pero los depredadores ya han puesto a otras entidades en el punto de mira. Para que no cunda el pánico, las autoridades han hecho dos cosas. Una: garantizar todos los ahorros a todo el mundo. Y dos: abrir esa nueva ventanilla con montones de dinero fresco a cambio de que los bancos dejen como garantía los bonos que guardan sus balances, y no al precio de mercado sino al valor nominal. Traducción bíblica: se trata de una recapitalización bancaria por la puerta de atrás.

Una consecuencia indirecta de todo ese lío nos puede venir bien: la Fed tendrá que pensarse mucho el próximo movimiento en ese camino hacia el endurecimiento de la política monetaria (traducción bastarda: subidas de tipos de interés). Pero aun así mucho ojo, porque las crisis las carga el diablo: Europa ha salido ipso facto a decir que este es un problema norteamericano, que la banca europea está mejor regulada, que eso no puede pasar aquí. En 2008 sucedió lo mismo: “No es nuestro problema”, dijo el ministro alemán de turno. Los dioses castigan con dureza el pecado de hybris: Europa no debería levantar demasiado la voz, a la luz de las castañas que hemos visto en Bolsa. Es imposible saber ahora mismo el tamaño del agujero. Es inevitable acordarse de 2008. Y si hay rescates serán dolorosos: parte de lo que pasó hace 15 años explica los populismos de nuevo cuño. Entonces no había inflación; con el poder adquisitivo de las clases medias sufriendo, el peligro potencial en términos sociopolíticos es preocupante.

Es poco probable una crisis como la de tres lustros atrás, pero conviene acordarse de Terminator: “Espera lo mejor, prepárate para lo peor”. Estas quiebras obedecen a las formidables subidas de tipos en EE UU, y si el BCE sube el precio del dinero al 4% también habrá líos aquí. Washington ha reaccionado con el habitual pragmatismo; Europa está peor equipada: a pesar de la crisis pasada, la supervisión es muy fuerte para los gigantes del sector, pero no tanto para la banca mediana continental. La unión bancaria cojea. No hay seguro de garantía de depósitos común. Y ya no hay colas, pero los contagios financieros modernos se transmiten por otras vías.

Los mercados están dominados por “un estruendo de voces de cultos jóvenes blancos dedicados a comprar y vender a ladridos en el mercado” (Tom Wolfe). De vez en cuando hay jaleo y algunos de los actores de ese circo empiezan a caer como moscas, pero atención: “No somos dinosaurios, somos más listos y más despiadados que ellos y vamos a sobrevivir”, según el correo de un financiero que circuló como la pólvora por Wall Street durante la pasada crisis y publicó el Financial Times. El analista de cabecera de ese diario, Martin Wolf, entonó un inusual mea culpa hace 15 años: por más privados que sean los bancos, cuando llega una crisis es el contribuyente quien acaba salvando al sistema, y por eso mismo hay que regularlo hasta las trancas; de lo contrario, la banca es “una permanente invitación a la crisis” (The Shifts and the Shocks). Hasta que eso de la regulación hasta las trancas no ocurra, y para ello el sector financiero gasta insultantes cantidades de dinero, seguirá valiendo una vieja anécdota de Wall Street que funciona como una especie de fábula: un grupo de clientes de un gran banco visita el distrito financiero de Nueva York y acaba llegando hasta Battery Park, donde un guía les muestra unos hermosos yates anclados en el puerto. “Miren, esos son los yates de los banqueros”. Uno de los miembros de la comitiva tiene una salida genial: “Muy bien, y dígame: ¿Dónde están los yates de los clientes?”.

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