Más información
Son la única gente en las calles que no están conectados obsesiva o rutinariamente a esos aparatos tecnológicos que al parecer contienen la vida. Son los ancianos. La mayoría caminan con muletas y también en silla de ruedas. Acompañados algunos por una persona que les ofrece un brazo protector. Muchos, solos. Se sientan en los bancos públicos y miran a los transeúntes o al vacío. O ni eso. Tal vez estén concentrados en sus recuerdos de plenitud y hayan logrado apartar las desdichas que padecieron. Cuentan que una cantidad alarmante de esos viejos mueren solos en su casa. Nadie que esté decrépito y roto merece ser una isla cuando llega el final.
Los medios de comunicación tienen mucho cuidado en certificar suicidios al hacer las necrológicas. Dicen los psicólogos que esa información alienta a que hagan lo mismo otros que lo están pasando fatal. Aún puedo estremecerme y sentir infinita piedad al escuchar que un hombre se lanzó al vacío cuando fueron a desahuciarle de la casa que habitaba, del que imagino era su único refugio, o ante el suicidio de una cría que se sentía acorralada por la matonería en su colegio. Por ser distinta, o débil, o torpe, esas cositas con las que siempre se ceba el poder.
Tal vez se pueda sobrevivir malamente en compañía del miedo. Pero la revelación de que todo está perdido, cuando implorar compasión ya es un recurso inútil, la certidumbre de que la intemperie es absoluta, de que el hoy y el mañana suponen una enfermedad insoportable, puede otorgar el valor que se necesita para acabar de una puta vez. Y es horrible que haya niños insomnes, desesperados, suicidas. Sabemos lamentablemente que los pueden freír a bombazos o que la bestia que les engendró los arroje al mar. Pero que ellos decidan irse inspira tanto terror como piedad.
Puedes seguir EL PAÍS TELEVISIÓN en Twitter o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.