De la Puerta de Alcalá de Madrid a la Puerta de Madrid de Alcalá, y viceversa, hay 30 kilómetros en línea recta. Cientos de miles de almas en pena los recorren cada día en uno y otro sentido en tren, bus o coche para estudiar o trabajar. Menos son los que se animan a empalmar la calle de Alcalá con las calles de Alcalá por el puro gusto de perderse en ellas. No saben lo que se pierden. Uno de esos edenes a los que, por cercanos, no les echamos la cuenta que merecen. Alcalá, el topónimo de la puerta y la calle más célebres de España, es Alcalá de Henares. Así, con el nombre del castillo árabe que la dominaba y el apellido del río que la ronda. La Complutum de los romanos. La cuna de Cervantes. La sede de la universidad que fundó Cisneros. Una ciudad ciudad, y no una villa, como otras que se dan más pisto, declarada patrimonio mundial hace ya 23 años, mucho antes de que la Unesco se fijara en la plaza de Cibeles. Un respeto.
Más que los santos niños Justo y Pastor, mártires precoces cuyos restos reposan en la cripta de la catedral magistral, son Miguel de Cervantes y Manuel Azaña los verdaderos santos laicos de Alcalá. Justo en la intersección entre sus casas natales, en la esquina entre la calle Mayor y la calle de la Imagen, sentados en un banco de granito, unos broncíneos Don Quijote y Sancho ven pasar el tiempo y la gente en un conjunto escultórico de dudoso gusto inaugurado hace unos lustros. No es, en absoluto, el más bonito, pero sí el más retratado de la urbe madrileña. Como que los fines de semana hay cola para hacerse selfis con ellos, como si fueran, qué sé yo, Rosalía y Tangana, y subirlos seguidamente a Instagram poniéndole los cuernos a Alonso Quijano o morritos a Sancho Panza.
Alrededor, sobre el empedrado y bajo los soportales de la calle Mayor, recurrente plató de anuncios navideños, se libra una guerra sin más bajas que la línea de los clientes. La que mantienen las docenas de bares que ofrecen con la consumición una carta de tapas gratis, de esas que con dos cervezas comes, o cenas. En esto, como con los camioneros y las gasolineras, la vista no falla. Las más concurridas son las mejores. Otra cosa es pillar mesa. Mientras se obra el milagro, se puede entretener la espera cayendo en otras tentaciones: las de las tiendas de moda, las librerías o las pastelerías cuquis de esta y la colindante calle de Libreros, con la contundente costrada y las rosquillas de Alcalá resistiendo heroicamente el embate de los cruasanes Manolito y los rollitos de canela.
Lo mejor, de todas formas, es callejear y dejarse llevar por la corriente de los lugareños. Los llamados garrapiñados (por las almendras homónimas que elaboran las monjas clarisas), orgullosos de su limpieza de sangre complutense, y los nuevos alcalaínos de todos los orígenes. Ellos saben. Por ejemplo, que los mejores rincones están camuflados en las corralas y patios interiores que agujerean las manzanas del casco histórico. En esta época del año, hacerse con un velador al sol en Las Retintas, taberna decana de la plaza de los Irlandeses, antigua judería, y sentarse a ver y oír pasar la flora y la fauna autóctona y foránea es un placer de dioses de cualquiera de las tres culturas.
Hablando de amores
Y es que en Alcalá, menos la universidad, que sigue siendo cinco siglos después la universidad propiamente dicha, con su celebérrima fachada y su no menos célebre Patio Trilingüe, casi todos los edificios fueron antes otra cosa. Colegios, conventos, cuarteles, cárceles. Y a veces, todo eso sucesivamente. Empezando por el nuevo parador, antigua prisión de convictos y legendario solar del camión donde jugaban Carlitos y sus amigos en Cuéntame, primorosamente rehabilitado hace una década, a cuyas modernísimas alcobas y spa de revista de arquitectura van a consumar su amor no pocas parejas de celebridades aprovechando la cercanía de la capital y el relativo anonimato de la periferia. Hablando de amores, la cercana y espectacularmente rehabilitada Biblioteca Central Universitaria, antiguo Cuartel del Príncipe, donde tantas imaginarias y novatadas salvajes se comieron quintas enteras de reclutas paracaidistas de toda España, es hoy el templo abierto las 24 horas donde, además de empollar para sus parciales, se comen la boca los estudiantes.
Si lo suyo prospera, siempre podrían casarse, o no, en la recién restaurada capilla de San Ildefonso. O en el magnífico salón de plenos del ayuntamiento, antiguo convento de Agonizantes, que para divorciarse en los modernos y anodinos juzgados de la plaza de la Paloma siempre hay tiempo. Las que no se divorcian de Alcalá, y ni siquiera se dan ya un descanso en su relación emigrando a tierras más cálidas en invierno, son las cigüeñas, que se han hecho fuertes en cúpulas y espadañas y solo les falta pagar el IBI para ser ciudadanas de pleno derecho. Especialmente hermoso luce en otoño el nido de la cúpula de la iglesia de las Bernardas, muro con muro con el palacio arzobispal, residencia oficial del obispo Reig Pla. Sí, ese que dijo, en un sermón de Viernes Santo, no consta si con o sin conocimiento de causa, aquello de que los homosexuales van a clubes de hombres y encuentran el infierno, Dios le perdone.
Extramuros, las tentaciones alcalaínas rebasan la belleza de su arquitectura y de su historia. Si no hace bueno, malo ha de ser que no haya una función de una compañía de gira en el Teatro Salón Cervantes. O una exposición de pintura o fotografía en la capilla del Oidor o la Casa de la Entrevista, donde Colón le vendió su viaje a las Indias a Isabel la Católica. O un mercadillo, o un concurso de pintura rápida, o una maratón de música en la calle. O un clásico en el Corral de Comedias, otro tesoro del siglo XVI escondido en las tripas de los soportales de la plaza de Cervantes, verdadero corazón social de la ciudad y punto general de encuentro, presidida por otra escultura del omnipresente Cervantes pluma en ristre, también conocida como El monigote por los nativos.
Si uno no es creyente, siempre puede persignarse en la rotonda de Forges, premio Quevedo, algo así como el Cervantes del humor, que recogió poco antes de morir el inmortal Antonio Fraguas en el mismo y bellísimo paraninfo de la universidad donde, el próximo 23 de abril, la poeta Cristina Peri Rossi recogerá, de manos del Rey, el Cervantes propiamente dicho, antes de escuchar el emocionante Gaudeamus igitur del coro universitario y el atorrante Clavelitos de la tuna. Si uno es más de comulgar con la naturaleza, tiene a tiro un paseo por el parque de los Cerros, o la ribera del Henares, con sus patos y meandros, con final feliz en Filato, el penúltimo grito en local para ver, dejarse ver, tomarse un vermú a mediodía o un gin-tonic a media tarde al amor de las estufas en las camas balinesas de la terraza. Ya se ha dicho. Alcalá es un capricho de dioses. Solo faltaba Buda.
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