Estados Unidos, que ha sido durante el último siglo un referente mundial por tantos motivos, no se había caracterizado nunca, precisamente, por ser una fuente de aprendizaje para la izquierda. Ahora lo es. Desde hace unos pocos años se libra en el seno del Partido Demócrata una batalla ideológica entre izquierdistas y moderados que recuerda a las que en el pasado conocieron los partidos socialdemócratas europeos, con la diferencia de que, mientras estos sucumben hoy entre el caudillismo y la confusión, el debate en la izquierda norteamericana resulta vivo, estimulante y enriquecedor para el país.
La victoria electoral de Donald Trump en 2016 condujo a los demócratas, al mismo tiempo, al pesimismo y a la radicalización. Mark Lilla explicaba un año después en un libro muy celebrado, The Once and Future Liberal, que el pensamiento tradicional de la izquierda a favor de la igualdad de oportunidades había sido sustituido por las políticas de identidad, de tal modo que cada uno defiende los derechos de una minoría y sólo los pertenecientes a ese determinado grupo, supuestamente discriminado o perseguido, son autorizados a hablar en nombre de esa causa. “El reto de Kennedy de ‘¿qué puedes hacer por tu país?’”, decía Lilla, “ha sido sustituido por el de ‘¿qué me debe mi país en función de mi identidad?”.
A la sombra intelectual del auge del movimiento wake en los campus universitarios, candidatos de la izquierda del Partido Demócrata cosechaban éxito tras éxito en las elecciones primarias, todos ellos con el apoyo y la inspiración de Bernie Sanders, quien parecía imbatible como el aspirante demócrata a la presidencia del país. La joven del Bronx Alexandria Ocasio-Cortez se convertía en una estrella mediática. Menos de un año antes de las elecciones de 2020, Joe Biden —un representante de lo que ese sector del partido criticaba como vieja política, la política de la moderación y el acuerdo— parecía acabado.
Pero el Partido Demócrata demostró capacidad de reacción. Aterrado ante la perspectiva de un duelo Trump-Sanders (equivalente a un Fujimori-Castillo en la primera potencia mundial), el aparato demócrata se movilizó a fondo para reconducir el voto sobre el que tenía mayor control —negros, latinos, sindicatos— a favor de Biden, que acabó ganando la nominación y la Casa Blanca.
La conquista del poder por parte de un hombre de trayectoria centrista que había sido vicepresidente y ocupado un escaño en el Senado durante 36 años no acabó del todo con el auge del sector izquierdista, pero sí reunificó el partido, al menos formalmente, y dio un nuevo brío a los moderados. Biden ha tratado desde el primer día de conservar esa unidad, ha abrazado con mayor o menor discreción algunas de las banderas de la izquierda, como la del Black Lives Matter, y ha dado la razón, con sus proyectos de inversión pública, a las denuncias del sector radical de su partido sobre la desigualdad social.
Estos primeros cinco meses de la presidencia de Biden han sido, por tanto, de una plácida convivencia entre moderados e izquierdistas en el Partido Demócrata. A partir de ahora, todo empieza a ser más complicado. Biden intenta un estilo de gobierno en el que, sin renunciar a la audacia que el momento requiere, pretende avanzar sin estridencias: sus declaraciones son tranquilas y conciliadoras, sus gestos tratan de combinar la atención necesaria a aquellos a quienes Trump maltrató con el respeto debido a quienes votaron por él. Enseguida ha aparecido su instinto negociador e intenta por todas las vías posibles pactar sus proyectos transformadores con el Partido Republicano, lo que no será fácil porque el conservadurismo norteamericano sigue por completo a las órdenes de Trump.
Ese comportamiento del presidente está empezando a inquietar a la izquierda del Partido Demócrata, una amalgama de fuerzas dispersas y radicalizadas que, como confesaba recientemente uno de sus jóvenes representantes, Max Berger, a Andrew Marantz en The New Yorker, observó con admiración el nacimiento de Podemos en España y ha tratado de seguir algunos de sus pasos. La izquierda demócrata está presionando al presidente para que, aprovechando la exigua mayoría del partido en el Senado (donde se necesita el voto de la vicepresidenta Kamala Harris para romper el empate a 50 entre los dos partidos), se elimine la larga tradición de filibusterismo y se impida así que los republicanos puedan abortar las reformas del Gobierno.
Ese es sólo uno de los frentes en los que se va a librar la batalla entre moderados y radicales en la izquierda norteamericana, pero habrá otros: una ambiciosa ley de medio ambiente con profundas repercusiones económicas, leyes sobre derechos transexuales, reforma policial y de seguridad pública, reforma migratoria y una variedad de iniciativas relacionadas con el conflicto racial. En discusión en estos momentos en el Congreso hay una ley muy controvertida que pretende revertir a nivel federal algunas decisiones que están tomando los estados bajo control republicano en materia electoral.
El debate es abierto, rico y, desde luego, trascendental. La izquierda ve, quizá por primera vez en la historia, una oportunidad de dejar su huella en el rediseño del sistema político norteamericano. Los demócratas tradicionales, que todavía son mayoría, sobre todo en las instituciones, creen que podrán contener a los jóvenes rebeldes. La derecha confía en que esa batalla acabará destruyendo al Partido Demócrata y Trump volverá a la presidencia dentro de cuatro años. Algunos analistas están alarmados del tono revolucionario que han alcanzado algunas propuestas demócratas. Otros, como David Brooks, creen que, en última instancia, el sistema será capaz de asimilar a estas corrientes radicales, como ya ocurrió en los años sesenta del siglo pasado con movimientos como el de los Panteras Negras o la Nación del Islam.
Biden ha conseguido hasta ahora navegar por encima de esas turbulencias sin perder un gramo de su popularidad. Consciente de que, después de cuatro años de Trump, lo último que el país necesita es más agitación, trata de dirigir un cambio tranquilo. Es pronto para saber si lo conseguirá, pero, de momento, el planteamiento es envidiable: el presidente ha expuesto con claridad un modelo de país y trata de conformar una mayoría, dentro y fuera de su partido, para sacarlo adelante, convenciendo, no eliminando adversarios.
Ignoro si esta experiencia será útil para la izquierda en otras latitudes. Desde luego, no en América Latina, donde la izquierda lleva tiempo entregada al populismo autoritario y antidemocrático y cada día da un paso más en esa dirección. Pero también se aprecian algunos signos preocupantes en España. Quienes vivieron los días aciagos que condujeron al ascenso de la supuesta izquierda en el PSOE podrán dar testimonio del nivel del debate y de las consecuencias orgánicas que aquel proceso tuvo. No estoy seguro de que, en ese caso, acabara verdaderamente ganando la izquierda, pero lo que sí es evidente es que el líder triunfante impuso su autoridad sin un ápice de contestación.
Biden está sometido a diario a una severa fiscalización por parte del segmento radical de su partido, que, con la complicidad de una buena parte de la academia progresista, está esperando el momento de gritar “¡traición!” —a punto ha estado de ocurrir por su posición contra la inmigración ilegal—. Sin embargo, quizá por su edad, el presidente está tranquilo. Parece más interesado en no hacer enemigos que en ganar lealtades inquebrantables. Muchos norteamericanos discrepan de su política, pero pocos pueden negar que su gestión está contribuyendo a sanar heridas, a unir a la nación.
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