Amado inmóvil


Hace unas horas, de sobremesa, en una legendaria casa de comidas de Madrid, un entrañable camarero uruguayo se acercó a saludar (como cada viernes) a dos escritores mexicanos. Por una fraternidad innegable, cada vez que se acerca (como cada viernes) se elogia la magia del País Púrpura (como bautizó el explorador Hudson a ese paraíso oriental que llamamos Uruguay) y se evoca su música callada, sus heroicos futbolistas y sus escritores fantasmas. Hace apenas unas horas, uno de los mexicanos evocó con nostalgia la figura de Felisberto Hernández que escribía pequeñas joyas en prosa con las mismas yemas de sus dedos de pianista de cine mudo, despeinando cuentos con una locura sentimental inigualable y el otro mexicano, poeta de cepa, tuvo a bien mencionar la muerte de Amado Nervo en Montevideo, recién nombrado embajador de México, caído por uremia en brazos del canciller uruguayo que hacía pocos días le había recibido sus Cartas Credenciales.

Consta que Nervo había conquistado París haciéndose amigo del gran Rubén Darío, Oscar Wilde y tanta prosa y poesía que apuntaló él mismo en su magnífica pluma de inmenso poeta y cuentista. Consta que Nervo trabajó en la Embajada de México en España, habitó breve santuario en la calle de Bailén número 15 (frente al Palacio de Oriente de Madrid) y que allí mismo vivió un amor intenso e intonso, secreto y novelable con la francesa Ana Cecilia Daillez, que murió en silencio una noche que dejó de ser anónima en el instante en que su Amado inmóvil decidió velar su cadáver esa noche y toda la madrugada siguiente escribiéndole al oído el insustituible poema titulado La amada inmóvil. Que conste también que hay un personaje de novela que recorre las calles de Madrid en busca del aura luminosa del amor de su vida y que, en la novela, es auxiliado por Alfonso Reyes en su loca aventura cervantina, quien lo lleva precisamente a conocer a Nervo en la calle de Bailén… y el Amado inmóvil contagia su luto de amores encendidos y pebeteros refulgentes como hace todo poeta digno de homenaje eterno.

Ni el camarero uruguayo, ni los mexicanos escritores, supieron hace unas horas que estaban realizando sin querer el mejor homenaje posible para el gran Amado Nervo, muerto hoy hace exactamente 100 años. Conozco y quiero de veras a descendientes bellas del gran Amado Nervo y con estas líneas quiero abrazarlas y contagiar a quienes aún no descubren el tesoro de su poesía con solo mencionar que al morir en Montevideo, su amigo el escultor José Luis Zorrilla de San Martín, reaccionó al instante y realizó la mascarilla mortuoria de un escritor mexicano que acababa su fugaz servicio de embajador en Uruguay para recibir un electrizante y muy conmovedor homenaje: su cuerpo fue llevado por una fragata de la marina argentina ARA Uruguay, escoltada por barcos argentinos, cubanos, venezolanos, brasileños y todas las velas de esto que llamamos comunidad iberoamericana, poetizando las olas a su paso de espumas, poetizando las redes de los pescadores honestos y poetizando con lágrimas la llegada del poeta Nervo, Amado inmóvil que volvía a México para dormir ya para siempre en la Rotonda de los Ilustres.

Décadas después, mi amigo Jorge Valdés Díaz-Vélez –a la sazón consejero cultural de México en Argentina y hoy comensal de una vieja casa de comidas madrileñas—recibió de manos del canciller de Asuntos Exteriores de Uruguay la mascarilla de Amado Nervo realizada por el gran escultor Zorrilla, el mismo que dio nombre al colegio donde realizó sus primeros estudios el ahora camarero entrañable de la misma casa de comidas en Madrid, tan cerca de donde paseaba Nervo de tarde en tarde. El camarero de la Tierra Purpúrea se acercó a la mesa de unos escritores, sin saber que todo, absolutamente todo sirve para que el azar juntara por un instante al diplomático mexicano que recibió la máscara en yeso de un poeta ya inmortal y su cumpliera un homenaje en el centenario de un escritor incólume, poesía vigente, prosa ejemplar… diplomacia de todas las leyendas, que en fondo, son como Amado inmóvil de quien los lea.


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