Amazonia brasileña: cada vez menos inspectores ambientales para un territorio más grande que toda la UE


Entre los factores que impulsan la deforestación en la Amazonia están los clásicos y los menos obvios, como el tipo de cambio. Un dólar alto (5 reales), como ahora, incentiva la tala ilegal de árboles por la fiebre del oro o para despejar terrenos que sirvan después para pastos o cultivos. La mayor selva tropical del mundo ha perdido en el último año 11.088 kilómetros cuadrados de masa forestal, el récord en 12 años. Perseguir los crímenes ambientales en la Amazonia brasileña siempre fue un desafío descomunal porque es más extensa que la suma de los 27 países de la Unión Europea, pero con el presidente Jair Bolsonaro todavía resulta más difícil. Con permiso de las nubes, los satélites ejercen un valioso papel desde hace unos años, pero antes o después hacen falta inspectores ambientales que actúen sobre el terreno. Siempre han sido pocos y ahora van camino de convertirse en otra especie en extinción.

Eso significa un puñado de hombres con algunos barcos y helicópteros en un territorio hostil, con pocos aeropuertos o carreteras, y donde explotar ilegalmente las riquezas de la tierra es uno de los pocos negocios realmente lucrativos. Un veterano inspector hacía para este diario en plena pandemia las siguientes cuentas sobre la plantilla. Restados los que por edad o enfermedad han sido apartados por el coronavirus, los aptos para participar en operaciones de fiscalización son poco más de 20 en el estado de Amazonas, el mayor de la Amazonia. A ellos sumaba un puñado de investigadores de la policía y varias decenas de uniformados del batallón ambiental de la Policía Militar. Para un territorio que triplica el de España.

Sobre todo en la última década, los datos de los satélites “ayudan al Ibama a priorizar las áreas de actuación porque la mano de obra es limitada”, explica el profesor Raoni Rajão, de la Universidad Federal de Minas Gerais, que hizo su tesis doctoral precisamente sobre el papel de la tecnología en este ámbito. El Ibama es el Instituto Brasileño de Medio Ambiente. Pero añade el académico que estos funcionarios “dependen mucho del trabajo de campo, sobre todo, en las áreas indígenas, en unidades de conservación (áreas naturales protegidas por ley), donde existe una deforestación muy agresiva”. Requiere llegar hasta allí porque el satélite puede detectar indicios de delito, pero no neutralizarlo. Eso implica presentarse allí para decomisar y destruir los instrumentos para perpetrar el crimen (excavadoras, camiones, motosierras…).

Las operaciones que reúnen en la Amazonia inspectores del Ibama llegados de todo Brasil para perseguir a sospechosos clave en momentos críticos como sequías o picos de deforestación son cada vez más raras, dice Rajão, coordinador del Laboratorio de Gestión de Servicios Ambientales.

Cuando a principios de siglo Brasil tomó conciencia de lo perniciosa que era la deforestación, actuó contra ella y logró reducirla hasta 2012, el mínimo histórico. Pero desde entonces aumentó en paralelo a la grave crisis política que culminó en la destitución de Dilma Rousseff. Y luego vino la recesión.

El problema más acuciante ya no es la cuidadosa logística que requiere o lo caro que sale. Es la falta de voluntad política. Al llegar al poder hace dos años, Bolsonaro intentó criminalizar a las ONG ecologistas, colocó de ministro de Medio Ambiente a un defensor del lobby ganadero y de la soja, y por si eso no bastara, sustituyó a los veteranos ambientalistas de la dirección del Ibama por mandos de la policía militar que poco o nada saben de cambio climático o biodiversidad.

El profesor Rajão señala que una de las consecuencias es que la destrucción de equipamientos de los criminales, “un proceso muy importante en la lucha contra la deforestación, pasa a ser un tabú dentro de la institución. Y eso es nefasto porque arrebata a los inspectores del Ibama un instrumento muy importante”.

Uno de los motivos por los que faltan inspectores ambientales en Brasil es porque no se han convocado oposiciones para este cuerpo especializado desde 2012; otro es que la rígida burocracia brasileña impide hacer contrataciones extraordinarias. El resultado es que si el Ibama tuvo en sus mejores años, allá por 2009, hasta 1.600 personas velando por el cumplimiento de la ambiciosa legislación ambiental brasileña, ahora no llegan a 700, según la información obtenida por Fiquem Sabendo, una agencia especializada en transparencia. Su distribución territorial es un misterio.

Un veterano de la lucha contra la deforestación que pide quedar en el anonimato por temor a represalias sostiene que vivir lejos de las zonas más calientes de los delitos ecológicos reduce los riesgos a los que se exponen, mucho mayores si vivieran en las zonas donde se mueven los madereros ilegales. Por eso no le molesta que residan en estados alejados de Amazonia y se trasladen allí para realizar las operaciones.

Pero ya no es el Ibama el que dirige la lucha contra los crímenes ambientales. Convertido en el villano ambiental del planeta con los incendios en la Amazonia el verano de 2019, Bolsonaro echó mano de las Fuerzas Armadas. Ellas deciden ahora dónde y cuándo actúan los inspectores del Ibama. Eso sí, aportan soldados y aeronaves que, según los críticos, en realidad restan eficacia a unas operaciones que requieren el sigilo y la discreción que un batallón o un convoy de camiones difícilmente ofrecen.

Otro de los efectos de la llegada de Bolsonaro a la presidencia es que las multas por delitos ecológicos se han desplomado a mínimos. Si antes el problema era cobrarlas, ahora ni se emiten. El Ibama ha prohibido a todos sus empleados que hablen con la prensa. Los indígenas se quejan de que cada vez es más frecuente que las autoridades hagan oídos sordos a las denuncias ante las autoridades de que sus tierras han sido invadidas o talados sus árboles. Denunciar en la Amazonia tampoco ha sido nunca tarea sencilla. Requiere llegar hasta un punto con línea telefónica o Internet, o hacer un viaje que puede durar días.

No fue sorpresa la noticia, a principios de diciembre, de que la deforestación ha alcanzado un nuevo récord negativo, según la medición oficial del Instituto de Investigaciones Espaciales (INPE). La Unión Europea y el próximo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, presionan a Brasil para que actúe con firmeza contra la destrucción de la Amazonia en un momento en que el cambio climático van recuperando el protagonismo que la pandemia le robó.

Obstáculo para el acuerdo comercial UE-Mercosur

La deforestación agrava el calentamiento climático y en términos político-económicos es el gran obstáculo para se materialice el tratado comercial Unión Europea-Mercosur. Varios países, con Francia a la cabeza, no quieren ni oír hablar de ratificarlo mientras la destrucción de la Amazonia persista a este ritmo.

Para el embajador de la UE en Brasilia, Ignacio Ybañez, los 11.088 kilómetros cuadrados destruidos el último año son unas “cifras malas”. Para salvar este acuerdo que se negoció durante dos décadas y se pactó hace año y medio, la UE reclama al Gobierno de Brasil “un compromiso político que permita restablecer la confianza, que garantice que las cifras no se van a repetir y que habrá un cambio de tendencia”. La Unión, que tiene decidido que la letra del pacto no se toca, pretende lograr garantías por parte de Brasil para disipar las dudas de los socios reticentes y que la Comisión Europea pueda presentar el acuerdo al Consejo y al Parlamento Europeo para avanzar en el proceso de ratificación.

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