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América del Sur, la gran convulsión

Revueltas en Colombia y Chile, crisis electoral en Perú, una democracia amenazada en Brasil, tensiones políticas en Ecuador y Bolivia, una economía tambaleante en Argentina y la agonía crónica de Venezuela. La situación en el continente ha dado un salto de distancia de aquella que marcó los años dorados del bum de las materias primas en la década pasada, cuando se redujo la pobreza y los PIB llegaron a crecer a ritmo de dos dígitos.

La pandemia golpeó a una región con poco margen de maniobra política, con sistemas de salud débiles, arcas vacías y pobreza en alza. El descontento coyuntural y la desigualdad heredada o cocinada a fuego lento ha encendido la mecha de la violencia callejera, con procesos particulares en cada país, pero todos ellos atravesados por demandas que, como nunca antes, se han vuelto estructurales. EL PAÍS ofrece un resumen político, social y económico que permite leer en clave regional los destinos próximos del subcontinente.

La economía carga el polvorín del descontento

Isabella Cota

Migrantes venezolanos llegan a la costa en la playa Los Iros en Erin, Trinidad y Tobago, en noviembre de 2020. HANDOUT / Reuters

La época en que los países del Cono Sur vendían materias primas y recursos naturales a precios atractivos duró una década. Gracias a esto, entre 2003 y 2013, aproximadamente, América Latina logró forjar una clase media con mejores empleos y mejores salarios y gobiernos con más recursos para políticas sociales. En 2018 la clase media pasó a ser el grupo más grande en la región. Pero esto terminó. La región entera empezó a estancarse lentamente y, como resultado, vimos un fuerte descontento social a finales de 2019. La gente marcha hoy por las mismas razones que hace dos años, excepto que ahora la pobreza y la desigualdad fueron amplificadas por la crisis económica generada por la pandemia de la covid-19.

“El descontento tiene que ver con razones políticas y razones económicas”, explica Martín Rama, economista jefe para América Latina y el Caribe del Banco Mundial, “las razones económicas son probablemente que al cabo de aquella década de crecimiento fuerte y de prosperidad se generaron expectativas en muchos lugares en América Latina, de pensar ‘vamos bien encaminados, algún día podremos aspirar a ser como España, como Portugal’. Y eso, en los últimos años, se volvió claro que no”.

Además, en los últimos 10 a 15 años, aumentó el número de personas con educación terciaria, la que sigue al bachillerato. La expectativa era que tener un diploma se tradujera en mejores ingresos. “Entre programas sociales en la parte baja de la distribución y mayor oferta de gente con diplomas en la parte alta, tuvimos una compresión importante de la desigualdad, que obviamente para los que tienen diploma puede no ser algo para alegrarse, porque antes el diploma valía más de lo que vale ahora”, asegura Rama.

El país que más gastó en apoyos durante la pandemia fue Brasil. Las transferencias fueron tales que bajó la pobreza, pero el Gobierno no tiene la capacidad de financiar otro programa similar este año. “Entonces, estamos sobre un polvorín”, opina Rama. “Veníamos con la situación donde 2019 fue un año de descontento social, 2020 fue un año de crisis y potencialmente aumento de la desigualdad y en 2021 estamos viendo respuestas políticas que a veces no sabemos a dónde nos han llevado”.

Ruido de sables en Brasil

Carla Jiménez (São Paulo)

Opositores del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, participan en una protesta contra su Gobierno en Goiânia (Brasil) en junio de 2021. Alberto Valdés / EFE

Brasil vive hoy ataques a la democracia que lo ponen en la antesala de un golpe (o un autogolpe), como lo ha definido un ministro de la Suprema Corte, bajo las tensiones fomentadas por el Gobierno de Jair Bolsonaro. La preocupación sube a medida que los militares demuestran cada vez más respaldo a los avances del presidente ultraderechista sobre límites consensuados por las leyes brasileñas. El último episodio que realzó esa atmósfera fue la participación en mayo del exministro de Salud, el general Eduardo Pazuello, en un acto público en apoyo al presidente. Pazuello habló junto a Bolsonaro, ambos sin mascarillas, para un grupo de electores. El gesto va contra el reglamento del mismo Ejército, que prohíbe a militares en activo hacer manifestaciones político-partidarias. El Ejército llegó a abrir un proceso para cuestionar al general y exministro, pero no le impuso ningún castigo, ni siquiera una advertencia, como ya lo hizo en situaciones parecidas durante Gobiernos anteriores.

La actuación de los militares es vista con extrema preocupación por servir como ejemplo para las policías, base de apoyo de Bolsonaro, que pueden repetir el gesto de Pazuello y dejar de obedecer órdenes en los Estados en los que actúan. Las policías estatales están militarizadas y le deben obediencia a los gobernadores. Sin embargo, el 29 de mayo, durante una protesta en Pernambuco contra el presidente, la policía atacó a los manifestantes. El gobernador del Estado, Paulo Câmara, dijo que no había dado ninguna orden de reprimir. El jefe de la policía de Pernambuco fue exonerado.

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El país vive repetidos casos de autoritarismo policial, como la detención de un profesor en el Estado de Goiás por andar con una bandera en su coche donde se leía “Fuera Bolsonaro Genocida”. El caso escandalizó a los brasileños y la presión logró que el profesor fuera liberado al día siguiente. Sin embargo, los casos similares se multiplican, mientras el presidente repite frases como “la Constitución soy yo”.

Bolsonaro será candidato en las presidenciales de 2022 y amenaza con no entregar el poder si pierde. El ultraderechista usa, en principio, el voto digital como excusa, argumentando —sin pruebas— que las urnas electrónicas adoptadas en Brasil desde los años noventa tienen fallos. Es una copia de la estrategia usada por Donald Trump en Estados Unidos, cuando atacaba, en sentido contrario, el voto por correo. El ministro del Supremo, Edson Fachin, ha advertido sobre esta campaña de Bolsonaro y los riesgos que implica para Brasil. “El populismo totalitario ronda la democracia brasileña. Es fundamental estar alerta, por ser una antesala del golpe”, dijo Fachin en una entrevista.

Las reiteradas provocaciones, sin embargo, han generado la reacción popular. El sábado, cientos de miles de personas marcharon en las principales ciudades de Brasil al grito de “Fuera Bolsonaro”. Bajo esta incertidumbre, la democracia brasileña pone a prueba su fortaleza.

La violencia lastra a Colombia

Catalina Oquendo (Bogotá)

Policías antidisturbios detienen a un manifestante durante una protesta en Bogotá en junio de 2021. JUAN BARRETO / AFP

Casi dos meses después del inicio de unas revueltas que han desafiado incluso el peor pico de la pandemia, Colombia sigue sacudida por la indignación y las protestas. Aunque el comité nacional del paro —que aglutina a centrales obreras y sindicales— decidió suspender temporalmente las movilizaciones masivas hasta julio, cientos de jóvenes siguen en las calles. No se sienten representados por esos líderes sindicales y continúan enfrentados a la Policía en ciudades como Bogotá, Medellín o Cali. En esta última, la tercera ciudad en población del país, las muertes de manifestantes y los hechos de vandalismo no se detienen. La protesta es ahora más fragmentada. Y, con las elecciones presidenciales a la vuelta de un año, la tensión es palpable.

El estallido social en Colombia no comenzó en 2021 sino en 2019, cuando el Gobierno de Iván Duque, que llegó a la presidencia de la mano del derechista Álvaro Uribe, enfrentó varias semanas de marchas masivas. Caracterizadas por un espíritu festivo, se saldaron sin embargo con jóvenes con lesiones oculares y la muerte de Dilán Cruz, víctima del disparo de un agente del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad). Estudiantes y organizaciones sindicales protestaban entonces contra las medidas económicas del Ejecutivo y exigían que Duque implementara el acuerdo de paz firmado con las FARC en 2012.

El descontento se exacerbó en septiembre de 2020, cuando agentes de la Policía asesinaron a un abogado —en un caso similar al de George Floyd— y, en respuesta, manifestantes quemaron pequeñas instalaciones de la Policía conocidas como CAI. La represión policial se saldó con 13 jóvenes muertos en la que fue considerada “la masacre de Bogotá”. Los efectos de la pandemia, que ha regresado al umbral de la pobreza a tres millones de personas, y la decisión de Duque de postular una reforma tributaria en ese contexto de desempleo, sirvieron de mecha para las revueltas actuales.

La violencia ha escalado. Tras 50 días de protestas, Colombia cuenta medio centenar de personas asesinadas, la mayoría civiles. Organizaciones como Human Rights Watch señalan que al menos 20 manifestantes murieron a manos de la Policía o de personas armadas en compañía de policías. Hay todavía 84 personas de las que no se conoce su paradero y 2.000 heridos, la mitad civiles, la mitad agentes. Las denuncias por abusos policiales llamaron la atención de la comunidad internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos realizó una visita de la que aún se esperan conclusiones. El Gobierno asegura que los abusos fueron casos aislados y no una práctica sistemática.

El respeto a la protesta social, los efectos económicos de la pandemia y de los bloqueos de carreteras durante el paro serán temas clave de cara a las elecciones presidenciales de 2022.

Crisis económica y carrera electoral en Argentina

Federico Rivas Molina (Buenos Aires)

Manifestantes exigen mejores salarios, vacunas y recursos para comedores populares en Buenos Aires, en junio de 2021. AGUSTIN MARCARIAN / Reuters

La economía, una vez más, es el gran lastre de Argentina. El país no vive la crispación social de vecinos como Brasil y Colombia, ni la incertidumbre política de Perú o Chile. Pero la subida de la inflación, el desempleo y la pobreza pone bajo máxima tensión el delicado equilibrio que ha mantenido hasta ahora las calles en paz.

La economía Argentina se hundió 9,9% en 2020, la tercera mayor caída sudamericana después de Venezuela y Perú, mientras lucha por sostener los pagos de una deuda externa de 341.000 millones de dólares, equivalentes a casi el 90% de su PIB. Apenas iniciada la pandemia, el país cerró un acuerdo con sus acreedores privados tras caer en default. El presidente, Alberto Fernández, viajó la semana pasada a Europa para sumar apoyos en una negociación similar con el FMI. El país adeuda al multilateral los 44.000 millones de dólares que en 2018 recibió como rescate financiero el expresidente Mauricio Macri. La agenda de pagos acordada entonces no se puede cumplir.

Los precios han subido 21,5% desde enero, evidencia del derrumbe del valor del peso, en una escalada inflacionaria que lleva más de cinco años. El desempleo ha trepado hasta más del 10% y la pobreza ha crecido hasta el 42%, una cifra que no se registraba desde 2006, cuando Argentina aún padecía los estertores de la debacle de 2001. Sin acceso a los mercados internacionales, el Gobierno ha debido financiarse con la emisión de pesos para paliar los efectos de la pandemia, con la consiguiente presión sobre la inflación.

Las ayudas estatales a los más pobres y una fluida relación con los sindicatos han permitido al peronismo mantener a raya la protesta social, aunque hay señales de descontento cada vez más evidentes, con manifestaciones motorizadas por los partidos de extrema izquierda y los movimientos sociales. En este escenario de incertidumbre, el país celebrará elecciones legislativas el 14 de noviembre, un termómetro que medirá la popularidad del Gobierno. La campaña acaba de empezar en un ambiente crispado con la oposición, con el telón de fondo de la pandemia.

La Casa Rosada ha dado por resuelto el problema de la provisión de vacunas, que finalmente han comenzado a llegar de a millones por semana, y sabe que, como en ocasiones anteriores, el éxito en las urnas pasará por la contención de la inflación. Ha aplicado para ello mecanismos de control de precios, en acuerdo con empresas sobre todo vinculadas a la alimentación, e inspecciones para detectar aumentos que puedan considerarse injustificados.

Barajar y dar de nuevo en Chile

Rocío Montes (Santiago de Chile)

Protestantes en Chile en diciembre de 2020.Servicio Ilustrado (Automático) / Europa Press

La crisis política y social chilena no ha bajado de intensidad desde las revueltas sociales de 2019. Luego de las protestas masivas y violentas, la mayoría de las fuerzas políticas con representación en el Congreso y el Gobierno de derecha de Sebastián Piñera ofrecieron un camino institucional para encauzar la rebelión a través de un proceso constituyente. La pandemia obligó a aplazar el plebiscito que finalmente se realizó en octubre de 2020, en el que casi un 80% de los ciudadanos optó por reemplazar la Constitución de 1980, redactada en la dictadura de Augusto Pinochet. En mayo pasado, la ciudadanía eligió a los 155 convencionales que la redactarán a partir de julio en una elección que dio la vuelta el escenario político: los votantes castigaron a las fuerzas que lideraron la transición a la democracia. La derecha quedó disminuida sin el tercio necesario para vetar las normas en la convención, mientras el centroizquierda fue superado tanto por los independientes de izquierda como por la alianza entre el Frente Amplio y el Partido Comunista.

Pero el escenario está marcado por la volatilidad y cambia con las horas. En las elecciones de gobernadores regionales del domingo pasado, donde votó menos del 20% de los convocados, el centroizquierda tradicional recibió oxígeno al quedarse con 10 de las 16 regiones del país. La derecha oficialista de Piñera, en tanto, nuevamente quedó en el piso, con una sola victoria. La alianza entre el Frente Amplio y los comunistas, en esta ocasión, no logró ganar en la región de Santiago de Chile, donde sus principales líderes tenían grandes expectativas.

Con una participación mínima y con encuestas que no logran anticipar los resultados electorales resulta imposible vislumbrar el giro que tomará Chile en los próximos meses. Las presidenciales del 21 de noviembre, que se celebrarán en paralelo con las parlamentarias, son de resultado incierto. De acuerdo a la última encuesta Cadem, la carrera al Palacio de la Moneda la lideran el alcalde de derecha Joaquín Lavín, la senadora democristiana de la centroizquierda Yasna Provoste —que no ha oficializado su eventual postulación— y el alcalde comunista Daniel Jadue. Pero la cantidad de electores indecisos sobrepasa de lejos los respaldos de cualquiera de estas cartas presidenciales.

Chile enfrenta el mayor cambio de las últimas tres décadas con un Gobierno debilitado, el Parlamento sin la confianza de la ciudadanía, las instituciones democráticas desprestigiadas y con electores que no acuden a las urnas. Aunque se observan altas expectativas sobre el proceso constituyente, existe una gran incertidumbre sobre su capacidad para lograr acuerdos. En estas últimas semanas, por ejemplo, la Lista del Pueblo de independientes de izquierda condicionó el inicio de la convención a que se libere a los presos de las revueltas sociales. Mientras, se ha abierto un debate sobre si se respetan los acuerdos previos que dieron origen al proceso, como la regla de los dos tercios para aprobar las normas.

Perú, un país fracturado en las urnas

Juan Diego Quesada (Lima)

Simpatizantes del candidato presidencial Pedro Castillo, marchan en Lima en junio de 2021.ERNESTO BENAVIDES / AFP

Perú vive la recta final de su elección más tormentosa. El país ha quedado agrietado tras la dura campaña electoral en la que los peruanos debían elegir entre Keiko Fujimori y Pedro Castillo, un profesor rural y sindicalista, vecino de una aldea remota, al que muy pocos conocían en Lima. Las élites lo recibieron con un escepticismo que derivó más tarde en un rechazo frontal. Castillo entonó en las plazas de los pueblos un discurso radical de izquierdas, en contra del establishment y la inversión extranjera, que ha ido modulando. Fujimori convocó a la derecha y a una parte del centro que podía sentirse intimidada por la retórica de Castillo.

Un buen número de antifujimoristas consideraron a la hija del autócrata que gobernó Perú en los noventa como un mal menor. Los dos candidatos, ante las sospechas de la sociedad de que podían dinamitar el sistema desde dentro, firmaron compromisos democráticos en los que aseguraban que respetarían el resultado de las urnas. Sin embargo, a la hora de la verdad no ha sido así. Castillo venció en el conteo oficial por poco más de 40.000 votos. Fujimori pretende anular unas 200.000 papeletas de las zonas más pobres del país para invalidar la victoria de su rival. El jurado electoral está rechazando por ahora todas esas impugnaciones. Los cercanos a Fujimori hablan de un supuesto fraude del que no hay pruebas. Esa teoría de la conspiración implica a los servicios secretos de Venezuela y Cuba. Ni los organismos internacionales ni los observadores han apreciado ningún intento por modificar la voluntad popular.

El jefe de Ipsos Perú, la encuestadora que acertó la ventaja mínima de Castillo al cierre de las urnas, insiste en que no hay indicios del fraude. Queda por saber hasta dónde llegarán los reclamos de Fujimori, que ha convencido a mucha gente de que en realidad existió. La discusión ha enfrentado a los peruanos como pocas veces hasta ahora. Han vuelto a circular rumores de golpe de Estado que no parecen tener mucha credibilidad, pero ahí están e intoxican el ambiente. Cuando acabe el proceso y uno de los dos se coloque la banda presidencial —será Castillo, salvo sorpresa— tendrá como reto restablecer la convivencia en un país fracturado.

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