Nora Lustig identificó desde temprano que el coronavirus sería una disrupción importante, algo que atribuye a los años que vivió en México, donde atravesó algunas de las fuertes crisis económicas que ha sufrido el país. Lustig, profesora de Economía Latinoamericana en la Universidad de Tulane, entendió que el virus podía representar un duro golpe al sistema económico global y llamó a sus contrapartes académicos en Argentina —su país natal— a finales de febrero, dos semanas antes de que se registrara el primer contagio.
“Algunos colegas académicos en la Argentina trabajan en villas de emergencia allá”, cuenta la doctora en Economía por la Universidad de Berkeley, refiriéndose a asentamientos informales, “y yo les preguntaba ¿qué protocolos están pensando seguir? Y la gente me decía: ‘Nada, nada’. Como que no lo tenían en el radar”. Particularmente en Argentina, en el Gran Buenos Aires, “son las villas de emergencia donde explotó el foco de contagio. Soy una persona que sí le da bastante peso o atención en general a posibles choques adversos sistémicos”, cuenta Lustig en conversación telefónica con EL PAÍS desde Nuevo Orleans. El virus, como ella lo intuía, llevó a una dramática caída en la demanda global de bienes y servicios.
Autora de múltiples libros, su enfoque siempre ha sido la desigualdad y, por lo tanto, la pobreza y el desarrollo, temas que hoy aquejan a los Gobiernos latinoamericanos en sus esfuerzos por prevenir que sus poblaciones caigan —aún más— en condiciones de vulnerabilidad por la pandemia. El confinamiento ha llevado a millones que trabajan en la informalidad a perder por completo su ingreso. Millones caerán en pobreza este año. ¿Cuántos exactamente? Depende de a quién se le pregunte. Estimaciones por organismos internacionales van desde los 20 a los 45 millones de personas. Por su parte, Lustig estima que tan solo en cuatro economías (Argentina, Brasil, México y Colombia) serán 25 millones los que caigan en la pobreza debido a la pandemia.
P. Hemos visto programas de mitigación en forma de transferencias o ayudas directas en algunos países. ¿Qué opina usted de ellos? ¿Será posible que abran la puerta a un programa de ingreso básico universal pospandemia?
R. En el trabajo que hemos hecho medimos el impacto después de las medidas de mitigación y en el caso de Brasil y de Argentina, han sido muy importantes las medidas de mitigación por el número de beneficiarios y porque la transferencia es significativa. Al punto de que algunos autores estiman, incluso nosotros en el ejercicio de microsimulación que hicimos, que en el caso de Brasil la pobreza y la desigualdad después de estas transferencias es más baja que inmediatamente antes de la pandemia. Las medidas son muy contundentes en estos dos países. En el caso de Colombia se introdujeron medidas, pero en mucha menor medida, y el efecto es entonces considerablemente más pequeño. Resalta el caso de México: de los países grandes de América Latina es el único que no ha aumentado las transferencias.
Me preguntas si con estas transferencias se abre la posibilidad de una renta básica universal. Hasta el momento, son transferencias de emergencia durante la pandemia. En Brasil, según nuestras estimaciones, el programa de auxilio cuesta cerca de dos puntos del producto interno bruto (PIB). Es un programa caro que, dada las restricciones fiscales de Brasil, no es viable que se mantenga de manera permanente por lo pronto. En el caso de Argentina, las medidas cuestan cerca del 1% del PIB. Dadas las restricciones fiscales, no creo que pueda mantenerse una renta universal básica que realmente sea universal para toda la población. Sin embargo, creo que las respuestas han mostrado que se pueden introducir medidas compensatorias que abarquen una parte importante de la población, incluso de los trabajadores informales.
La idea de una renta básica universal (o que cubra a amplios sectores de la población) es atractiva porque implica que gran parte de la sociedad siempre contará con un “piso” de ingreso frente a shocks adversos. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que cuanto más se universalizan las transferencias, se reducen los recursos para combatir la extrema pobreza. El dilema es inevitable.
P. El 2020 empezó con protestas en Colombia, Chile y Ecuador. La gente protestaba por la desigualdad y la injusticia social. En enero nadie imaginaba que una pandemia global iba a truncar estas manifestaciones. ¿Qué espera usted que vaya a pasar con este descontento ahora que se interrumpió por la pandemia?
R. La oleada de protestas creo que ha estado asociada a una combinación de frustraciones acumuladas frente a un contrato social injusto y la interrupción (o en algunos casos, incluso reversión) del progreso experimentado durante los años de auge de la primera década de este siglo. Durante alrededor de 10 años, prácticamente todos los países de la región experimentaron una reducción de la desigualdad y la pobreza. El fin del auge de las materias primas interrumpió dicho progreso. Algunos países enfrentaron recesiones con incrementos de la pobreza y la desigualdad antes de la pandemia.
Ahora, con la pandemia, la situación se ha tornado más incierta aún. La pobreza y la desigualdad en el corto plazo se están exacerbando. El dilema de proteger vidas y proteger fuentes de ingreso es, desafortunadamente, real. Asimismo, el efecto diferenciado del cierre de escuelas entre los niños de familias pobres y de familias con recursos ha puesto en marcha los mecanismos para una mayor desigualdad en el futuro. Recuperar el capital humano de los niños de hogares pobres se vuelve prioritario en un contexto de recursos fiscales escasos.
Asimismo, como las perspectivas de crecimiento son menos auspiciosas, las pugnas distributivas se van a exacerbar justo cuando el espacio fiscal para atender las demandas estará más restringido. Estas circunstancias pueden desencadenar mayores conflictos sociales.
P. En esta parte del mundo, el debate en torno a la pobreza suele centrarse en la creación versus la distribución de la riqueza. ¿Qué me puede decir sobre esta manera de abordar el problema?
R. Es un debate que, por lo menos en mi propia observación de la evolución del pensamiento, tanto en el ámbito académico como el ámbito de las políticas públicas, ha perdido fuerza de manera considerable. Ahora hay mucha más coincidencia en que la equidad y la inclusión son condiciones favorables para el crecimiento, que no necesariamente se contraponen.
Desde hace aproximadamente 25 años, el pensamiento económico se ha ido transformando desde una postura que consideraba a la equidad y el crecimiento económico (la eficiencia) como objetivos contrapuestos a la contraria: mayor equidad e inclusión no solamente pueden ser conducentes a mayor crecimiento, sino que bajo ciertas circunstancias una mayor inclusión puede ser una condición necesaria para el crecimiento sostenido. Por supuesto, cierto tipo de políticas públicas pueden enfrentar a estos dos objetivos. Por ejemplo, si se grava fuertemente la inversión productiva, por más que los recursos se utilicen para redistribuir ingresos hacia los sectores más desfavorecidos, el efecto negativo sobre el crecimiento económico puede llegar a cancelar los beneficios de una redistribución progresista. En contraste, si la recaudación se hace de manera cuidadosa y las políticas redistributivas se orientan a aumentar el capital humano de la población pobre y se eliminan los mecanismos que subsidian y protegen rentas oligopólicas, la inclusión y el crecimiento económico irán de la mano. Es interesante que visiones como éstas no solamente son argumentadas por las izquierdas. Ya se han vuelto parte del pensamiento mainstream incluyendo en organismos como el FMI.
P. En sus años de carrera, ¿cómo han cambiado las actitudes en torno a la pobreza?
R. Antes tenía que nadar mucho más a contracorriente, sobre todo cuando estudiaba y hablaba sobre la desigualdad. Ahora la preocupación con las desigualdades (no solo en la distribución de los ingresos pero la desigualdad en sus múltiples dimensiones incluyendo los roles que la sociedad asigna a las personas por su sexo o etnia) se ha vuelto central de manera bastante generalizada.
La covid-19 reveló otra cosa importante. No solamente transparentó las desigualdades de manera brutal, sino que transparentó el peligro que las desigualdades conllevan para la sociedad en su conjunto. La imposibilidad de seguir las pautas de las cuarentenas y las medidas sanitarias en los barrios carenciados de América Latina ha sido una de las principales razones de no poder frenar el contagio en la región, hoy considerada uno de los epicentros de la pandemia. Ignorar las condiciones de los más carenciados exacerba las dificultades para contener la propagación del virus y de esta manera incrementa y alarga los costos de la pandemia.
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