Amiga, date cuenta: un repaso crítico a las nuevas lecturas feministas


Si el periodismo hurga siempre para tener todos los detalles y pergeñar una historia lo más cercana posible a la realidad es porque la realidad es tan compleja que no se entiende solo con el hecho. La realidad, en este caso, es la desigualdad entre las dos mitades de la población, en general; aún con mayor desnivel en las personas racializadas, las homosexuales, las no binarias, las pobres. Y en los detalles, en cómo se intersecan y solapan, está la capacidad de analizar y entender ese desequilibrio. Por ejemplo, que no a todas nos cruzan las mismas circunstancias económicas, sociales y culturales, o que sí lo hacen, a la inmensa mayoría, las relacionales: eso que venimos a llamar los afectos. El amor, el sexo. La comprensión y el desarme de esas circunstancias tienen que ver con la observación y la teorización, sobre todo hechas por mujeres, de lo que ocurre y por qué ocurre. Y cada vez hay más. Las cuatro que siguen suponen una revisión que modifica la perspectiva, la de qué somos para nosotras mismas y qué no tenemos que ser para los demás.

La última que se ha parado a darles vueltas a una de esas cuestiones ha sido Aura García-Junco, 33 años, traductora y escritora, mexicana. El resultado es El día que aprendí que no sé amar (Seix Barral, 2022), un repaso a la monogamia y las parejas abiertas, la influencia de la autopercepción física con relación a los otros y los corsés que aún aprietan a las mujeres. Y a los hombres: “El amor de pareja ha sido por siglos territorio femenino, y, por tanto, irrelevante. Entre los varones, solo los artistas, los outcasts por definición, han podido adentrarse en el mundo femenino del amor. Entre este torbellino de cambios, es necesario pensar la idea de amar y estudiarla en toda su complejidad”.

Ella lo hizo durante tres años para acabar viendo que muchas de las cosas sobre las que apoyaba sus relaciones eran erróneas: la media naranja, el amor verdadero, la exclusividad, los celos. Erróneas por dañinas. “Amiga, date cuenta”, escribe mientras ahonda en las relaciones no coercitivas y el consentimiento: “Dicen [las dos cuestiones anteriores] no andar a tientas y sí al diálogo. No a la naturalización y sí a cambiar la manera en que nos relacionamos”. Apunta que solo puede hacerse revisionando: “Hay que ver a los ojos a muchas actitudes que se dan por sentado y amasar aquello que duele hasta volverlo otra cosa […], pero crecimos en el mundo en que crecimos y los viejos hábitos y patrones siguen hablándonos con voces más o menos fuertes”.

Para sobrevivir, o salir, de esas voces que intentan mantener el pasado, bell hooks y la publicación en español de Enseñar pensamiento crítico (Rayo Verde, 2022). Al final, ya muy al final de ese ensayo sobre cómo el aprendizaje debe ser el hueco esencial a rellenar desde el principio y hasta el final de la vida, resume por qué: “La estrategia más vital, más liberadora, que me han dado mis profesores más queridos, fue aprender a pensar críticamente: a hacer preguntas, a mantener suspendido mi juicio sobre un tema hasta tener claro el quién, el qué, el cuándo, el dónde, el por qué y el cómo”. Lo demás, va vertiendo a lo largo de todo el libro, es algo parecido a dejarse arrastrar por la corriente. Y la corriente no ha ayudado nunca a erradicar las desigualdades.

Por eso, cuando a hooks le pedían explicar cómo se convirtió en lo que era —en pasado, porque esta escritora estadounidense e icono del feminismo murió el 15 de diciembre de 2021—, siempre señalaba el pensamiento crítico: “Sobre cómo me ayudó a sobrevivir al racismo, al sexismo y al elitismo de clase fuera del hogar en el que crecí, así como a la disfuncionalidad que aceptaba el abuso, la traición y el abandono en el hogar patriarcal”.

En ese origen, en cómo se empieza a vivir y cómo se crece cuando no se es “blanca”, se cruza con la ensayista, activista y crítica cultural Mikki Kendall, que publicó hace unos meses Feminismo de barrio. Lo que olvida el feminismo blanco (Capitán Swing, 2021). hooks aludía a una “transgresión” no solo del sexo sino de la raza, y Kendall centra en esa última el punto ciego del movimiento feminista porque, arguye, la lucha se ha hecho, y se hace, primordialmente, desde una mirada occidental. Olvidando que la intersección de todos los elementos sociopolíticos —servicios públicos, seguridad en las calles, trabajos precarios o incertidumbre alimentaria— influye más cuanto más en los márgenes se vive. Eso de que todo es cuestión de dinero y de dónde se pone.

“Los sistemas patriarcales crean dentro y fuera de las comunidades marginalizadas conductas antisociales basadas en el privilegio, la intolerancia, la homofobia, la misoginia, el maltrato y la violencia sexual”, redacta Kendall, sobre todo en referencia a las niñas y la juventud LGTBIQ+, recordando que la “masculinidad tóxica” no es un problema específico de zonas con bajos recursos. “No se puede trazar una frontera clara que separe la seguridad de la inseguridad cuando nos movemos en el territorio de la raza y la clase”, añade.

Sin esa frontera clara —porque efectivamente los datos apuntan a que la violencia se da todos los días en todas partes—, sí hay una línea que puede empezar a trazarse desde el inicio, desde la infancia, para intentar limar el desequilibrio y empujar la balanza hacia la seguridad y no hacia el peligro que supone ser mujer (todas las mujeres, cualquier mujer) o una persona LGTBIQ+ en el mundo (en cualquier parte del mundo, en distintos grados). La misma a la que hace referencia hooks, el aprendizaje, de una forma más concreta. La que entronca directamente con esa violencia, que nace y crece de una forma sutil y a veces no tan sutil con cómo aprendemos y encajonamos la sexualidad y con cómo percibimos y entendemos el sexo.

¿Por qué? Porque entender cómo las mujeres crecemos como seres sexualizados en un mundo consumista —también en los cuerpos y en las relaciones, como desarrolla extensamente Eva Illouz en El fin del amor (Katz Editores, 2020)— y altamente pornificado sin una educación que siente las bases para la comprensión de la socialización, ayuda a desprenderse de esas estructuras y a comenzar a quitarle piezas. Mónica Alario Gavilán hace un extenso estudio de esta cuestión en Política sexual de la pornografía (Cátedra, 2021), donde explica que “las sexualidades masculina y femenina se construyen sobre las bases sentadas previamente por las socializaciones de género, no al margen de ellas ni sobre principos diferentes”.

Los roles ayudan a construir la sexualidad y la sexualidad intensifica los roles y así en una retroalimentación continua. Romper ese bucle no es fácil, pero, afirma Alario, tampoco es “útil tratar de desactivar los patrones que llevan a la violencia sexual únicamente en la sexualidad y mantenerlos intactos en otros ámbitos, sino que es necesario desactivarlos en todos ellos”. ¿Cómo? Esta filósofa y doctora Internacional en Estudios Interdisciplinares de Género afirma, como lo hacen insistentemente todas las expertas desde hace años, que la llave es la educación.

Educación “adaptada a la edad y al nivel de desarrollo de quienes la reciben”, que enseñe “a connotar positivamente las relaciones entre hombres y mujeres basadas en la igualdad, la reciprocidad, la empatía y el buen trato”, y que permita “desactivar la normalización de la desigualdad entre ellos y ellas y su posterior erotización, también normalizada en los patriarcados actuales”. Y para escudriñar un poco lo anterior, para el contexto, un último libro, Sexbook. Una historia ilustrada de la sexualidad (Lumen, 2021), de María Bastarós Hernández y Nacho M. Segarra con ilustraciones de Cristina Daura. Uno en el que se recogen “las ideas de Bennett respecto a las posibilidades emancipadoras de la historia”, anotan autora y autor en la introducción. Uno en el que cabe cualquiera que quiera entrar.

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