Ana Curra: la princesita del ‘postpunk’

Fue leyenda casi desde el minuto uno: la tierna hija del farmacéutico de El Escorial que se instaló en el barrio de Malasaña, cuando la Movida todavía se llamaba “nueva ola madrileña”. La sorpresa en aquel diminuto mundillo fue que Ana Curra, bella y sexi, se incorporara con armas y bagajes ―estudiaba piano clásico― a una banda tan queer como Alaska y los Pegamoides. Y no solo en el tramo del pop multicolor: asumió el giro hacia el rollo gótico, todo cuero negro y fotos ante el monumento funerario a los caídos de la Legión Cóndor.

Se convirtió en mito cuando apostó por la escisión after punk de Parálisis Permanente, un proyecto quebrado por la primera de las varias catástrofes que marcarían su vida. Se hizo dura por necesidad, aunque otro de sus compañeros, el fotógrafo Alberto García-Alix, la caracterizó cariñosamente como “la princesita”. Sus 40 años de vida pública han sido guadianescos, espasmos de actividad musical entre paréntesis misteriosos. O eso parecía, en (inevitable) comparación con la saturación mediática de su antigua cómplice, Olvido Gara.

Ana Curra, en la plaza de Salvador Dalí, en Madrid, el pasado abril.
Ana Curra, en la plaza de Salvador Dalí, en Madrid, el pasado abril.Jaime Villanueva

¿Así que Ana Curra sería la anti-Alaska? No adelantemos juicios: conviene leer Conversaciones con Ana Curra (Efe Eme), de Sara Morales, libro rico en revelaciones. Un feliz producto del parón de actividad impuesto por la covid. Aunque suene horrible, una situación perfecta para entrevistas a fondo: de buena mañana, sin límite de tiempo, en casa de la artista, con acceso a fotos y documentos. Además, con la protagonista dispuesta a abrirse en canal.

En verdad, Ana siempre ha ido a tumba abierta. En 1987, intentaron lanzarla como “la Madonna española”. Pero ella dinamitó su carrera de solista al detallar públicamente los chanchullos que pactaban las discográficas ―la suya era Hispavox― con las emisoras, a costa de los derechos del autor. Llamada a capítulo por el jefe de la compañía, argumentó que aquellas deducciones eran verdad. La respuesta del ejecutivo: “Pero la verdad no vende, niña”. Puede que esa sea una de las leyes no escritas del negocio musical; Ana decidió ignorarla.

Hoy Curra sigue en la pelea, recurriendo a la autoedición y planteando proyectos quizás fuera de la lógica comercial. Está de uñas con Warner, la multinacional que engulló todo lo que grabó en los años ochenta y que prohíbe o regula su uso, a pesar de las dudas razonables sobre la adquisición del catálogo original del sello Tres Cipreses. Una de las consecuencias, explica, es la limitada difusión del documental Autosuficientes, del realizador Danny García.

Entre la oleada de libros musicales, los de entrevistas con artistas ofrecen una fórmula agradecida. Se parte de una conchabanza previa para desarrollar la versión oficial de una vida, aliviada con anécdotas bien pulidas. En el caso de Ana Curra, su carrera es lo bastante esquiva para evitar los tópicos habituales: aquí no hay consagración, ni borrachera con el éxito, ni disco de duetos. Aquí está una persona con creencias esotéricas, pero que se sumerge en la realidad cruda de Chiapas o en infiernos más cercanos, donde la vida tampoco vale nada, como Las Barranquillas. Y sobrevive. No quisiera alimentar el morbo: para el contexto y los detalles, busquen Conversaciones con Ana Curra.


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