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Anatomía de un golpe de Estado (posmoderno)

EL PAÍS


Partidarios del expresidente brasileño, Jair Bolsonaro, el pasado 8 de enero en Brasilia.Joedson Alves / Anadolu Agency (Getty Images) (Anadolu Agency via Getty Images)

Funden el levantamiento y la astracanada, son una amenaza para la democracia y al mismo tiempo resulta difícil distinguirlos de una parodia. Cuando han terminado, buena parte de la discusión trata de definir lo que ha sucedido exactamente y esa incertidumbre hace que sea más complicado evitarlos o combatirlos.

El día 8 de enero, miles de simpatizantes de Jair Bolsonaro, el candidato a la presidencia de Brasil derrotado en las elecciones generales del pasado octubre, asaltaron el Congreso brasileño, el Tribunal Supremo y el palacio presidencial. El asalto recordaba la toma del Capitolio en 2021 a manos de los partidarios de Donald Trump. No era un parecido casual: un incumbente de la extrema derecha populista no reconocía su derrota y, de manera más o menos explícita, alentaba a la insurrección. El expresidente estadounidense había tuiteado frente al televisor que el vicepresidente Mike Pence no protegía la Constitución. Bolsonaro, que estaba fuera del país, había declarado en la campaña que solo un fraude electoral podía justificar su derrota. Según una encuesta de Atlas, el 40% de los brasileños pensaban que había habido fraude en los comicios. Casi un 76% desaprobaba el asalto a los edificios gubernamentales, pero un 18% lo aprobaba y un 37% decía que apoyaría un golpe militar para revertir la victoria electoral de Lula. El día 10 de enero, Bolsonaro —que al final denunció la violencia— emitió un vídeo donde cuestionaba el resultado (luego fue retirado).

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La democracia es saber perder: negar los resultados daña todo el sistema. A veces subyace una interpretación hobbesiano-paranoide: es el adversario el que no va a saber ganar y cambiará las reglas, arruinará el país e imposibilitará la alternancia. No se niega la democracia, sino que se acusa al adversario de pervertirla. Por una parte, la táctica indica que vivimos en tiempos nominalmente democráticos: en un artículo sobre la trama ultraderechista, abiertamente reaccionaria y bastante extravagante, que intentó asaltar el Parlamento alemán en diciembre, el columnista del Financial Times Janan Ganesh decía que lo que debería sorprendernos es que haya tan pocos reaccionarios de verdad: gente que niegue el sufragio. Estos líderes no han podido cambiar la Constitución para garantizar su permanencia en el poder: impugnan el proceso electoral. Por otra parte, esa táctica es especialmente nociva porque ataca la credibilidad del sistema democrático y de las instituciones y rompe el consenso informal en que se basa la convivencia.

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Hay otros casos recientes y antecedentes que no siempre se citan. Andrés Manuel López Obrador no reconoció su derrota electoral en las elecciones presidenciales mexicanas de 2006: esa actitud irresponsable no generó la condena general que han recibido la actitud de Bolsonaro y Trump, ni le impidió ganar 12 años más tarde. En algunas ocasiones parece un caso de presbicia, porque lo que está más lejos se ve con más nitidez; en otras, de estrabismo o hemiplejía moral, porque es más fácil detectar los impulsos antidemocráticos en los adversarios ideológicos o porque lo que ocurre en otros países se recicla inmediatamente como material bélico para la lucha partidista. Pero hemos observado rasgos similares en nuestro país: Santiago Abascal habló de un gobierno ilegítimo; Íñigo Errejón y Alberto Garzón alentaron un intento de rodear el Parlamento para protestar contra la formación de un gobierno que consideraban ilegítimo, y el actual ministro de Consumo sembró dudas sobre el recuento electoral. El procés, una rebelión de signo etnolingüístico de los ricos contra los pobres, fue un movimiento esencialmente antidemocrático: que se presentara como reivindicación democrática puede resultar paradójico, pero, como hemos visto, no es una novedad.

Son casos muy distintos y de consecuencias diversas, pero comparten líderes populistas que emplean de manera sistemática la mentira, intelectuales, medios y comentaristas irresponsables y claramente alineados, una polarización que atribuye al otro intenciones moralmente destructivas, el cultivo de la división y la institucionalización del sectarismo, el asalto a las instituciones y la deslegitimación de los elementos contramayoritarios. A menudo hay un elemento de culto a la personalidad, y el estallido, aunque tenga ciertos elementos de espontaneidad, es el producto de un trabajo paulatino de erosión: las líneas rojas se van borrando, se estigmatiza al adversario y se desacredita todo el sistema.

Una de las cuestiones más desconcertantes de fenómenos como los de Washington y Brasilia es que no están claros los objetivos: en algunos casos, los asaltantes entraron y se hicieron un selfi. (En el caso del procés, parte de la discusión gira en torno a si la cosa iba en serio o no, y una de las dudas principales es saber si sus líderes se creían sus propias mentiras). Se indignan, pero eso solo lleva a una combinación rápida de narcisismo y nihilismo: la mayor parte de las veces hay más un ánimo destructivo que una propuesta, por engañosa que sea. Con su lado grotesco, su ánimo chillón y su interpretación delirante de la realidad, es el mundo de la telebasura tomando las instituciones democráticas: hay un componente de mímesis y hay otro de simulacro. Como muchos movimientos políticos actuales, tiene un aspecto kitsch: el de quien se emociona contemplando su emoción. Los líderes tienen aspectos inverosímiles: Pedro Castillo dijo que una bebida le había llevado a su intento de golpe de Estado, Bolsonaro ha dicho que Lula está aliado con el diablo. Pero la parte ri­dícula no significa que no sean peligrosos: ya señaló Félix Romeo que una de las innovaciones de Hugo Chávez era ser el primer dictador humorista de la historia.

Si una característica llamativa es la actitud de los líderes, indulgentes y a veces cheerleaders de la insurrección, pero preocupados por evitar las consecuencias legales, uno de los aspectos definitorios de estos fenómenos es la relación con la violencia. Ha habido víctimas en los asaltos en Brasil y Estados Unidos, pero la violencia no ha sido instrumental, en parte por la indefinición de los objetivos. En Brasilia se ha acusado a la policía de connivencia. Pero el ejército se ha mantenido leal a los principios democráticos: en algunos países (como Estados Unidos) es una tradición, en otros es un cambio decisivo. Las instituciones han resistido, y la retórica frívola y polarizadora no ha llevado a un enfrentamiento social como habría ocurrido en otros momentos. David Jiménez Torres aventuraba dos explicaciones: por una parte, que la policía y el ejército son más dóciles al poder civil; por otra, las sociedades donde se han producido estos hechos son menos proclives a la violencia política: la virulencia de la discusión en las redes no se traslada a las calles. Según Ganesh, la vigilancia de la democracia es necesaria, pero no deberíamos dar a la reacción el estatus de fuerza emergente: distrae la atención y puede conducir a la profecía autocumplida. Es una suerte que las instituciones hayan resistido esta prueba de estrés y que la violencia no se haya extendido. Pero es un alivio provisional. Quizá la característica principal que comparten los golpes posmodernos es que fracasan, y si un día triunfa alguno, habrá que llamarlo de otra manera.

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