Negar la pandemia fue, seguramente, una de las razones de que Trump perdiera las elecciones. En enero de 2021, la penosa respuesta de su Administración había causado ya la muerte de medio millón de estadounidenses. Aunque el aprendizaje clave no estuvo tanto en el evidente peligro del negacionismo (que también), sino en ver los efectos de la ideología neoliberal que lo llevó a la Casa Blanca. Como todo nacionalismo, el del America First también ocultó deliberadamente las divisiones de clase, raza y género de la sociedad norteamericana. La fractura entre ricos y pobres, que incluía a trabajadores manuales y minorías negras o hispanas, se constató en sus tasas de infección y mortalidad, escandalosamente más altas. El de Trump no era un proyecto para hacer a Estados Unidos más grande, sino para desmantelarlo socialmente, una antesala del futuro pillaje. Hoy, cuando sucede lo mismo con el cambio climático, deberíamos pensar si nos engatusarían otra vez con un discurso trumpista a las claras; si esa retórica aparentemente rebelde puede volver a ser caballo ganador.
Nuestro mayor desafío filosófico para pensar un mundo habitable tal vez sea la dificultad de desentrañar nuestras rígidas y egoístas formas de individualidad. La pandemia y la crisis del clima son fenómenos globales que demuestran que estamos atados a un mundo compartido. Se llama interdependencia. Pero, paradójicamente, la pandemia como el cambio climático, han visualizado las desigualdades al tiempo que han aumentado el sentido de una responsabilidad global para con los otros seres y para con la Tierra. Se trata de la misma dialéctica interdependencia/fragmentación que vemos a escala global: fortificamos la lógica de bloques militarizados frente a una China que necesitamos como aliada para combatir el cambio climático. ¿Optaremos de nuevo por un apartheid climático, como pasó con las vacunas, o desarrollaremos un sentido de solidaridad global?
Aquí, el riesgo es convertir el clima en guerra cultural y obstruir cualquier proyección compartida sobre un nuevo modelo de desarrollo y las nuevas formas de solidaridad que habrá que activar, incluso imaginar. Hay un doble frente: aquí, las veleidades trumpistas de la oposición; allá, un Gobierno que no acierta a articular un discurso que movilice el esfuerzo colectivo de forma inclusiva y propositiva. Y es que esto es más relevante que el peligroso pero cansino ayusismo. Si nos quejamos porque la Comisión no nos consulte para los límites al consumo del gas y apelamos a una “solidaridad racional” que considere las diferencias entre Estados; si apelamos machaconamente a la cogobernanza con las autonomías durante la pandemia, ¿por qué convertir esto en mera arma arrojadiza ante el nuevo ciclo electoral? Decidir bien en temas capitales, entender que hay retos que no debemos dejar a merced de la furia de las luchas partidistas, es, precisamente, lo que define a los buenos gobernantes.
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