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Aprender a ser refugiado en el éxodo humano más rápido desde la Segunda Guerra Mundial

Anna Yilinska, de 48 años, trabajó hasta el día antes de tomar una de las decisiones más difíciles de su vida: huir de la guerra. Esta neuróloga hizo las maletas de sus tres hijas pequeñas, de 9, 11 y 13 años, puso un abrigo a su perrita y llamó a un taxi para que las llevase desde su casa en Odesa hasta Palanca, punto fronterizo con la vecina Moldavia. Podía permitírselo y al otro lado tenía amigos. Pero le costaba dar el paso que significaba dejar atrás su vida. Las chicas y su propia madre terminaron por convencerla de que tenían que irse. Habían pasado de la incredulidad al miedo.

Como ellas, tres millones de refugiados han salido de Ucrania en los últimos 20 días. Sus mensajes se repiten: antes del 24 de febrero no creían que una guerra tan cruenta fuera posible en su país, nunca habían imaginado que abandonarían su hogar, separándose de sus parejas, familiares y amigos, y serían los protagonistas del mayor éxodo humano desde la Segunda Guerra Mundial.

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Llegó un momento en que ya nadie dentro dudó de la guerra. La invasión rusa dejó de ser un anuncio en las noticias. Era real. Los ataques, las sirenas, los bombardeos y la destrucción que dejan eran la prueba. La ofensiva rusa continúa y empuja a cada vez más personas a enfrentarse a la elección: marcharse o arriesgarse a morir. Resuelta la disyuntiva, las dudas son otras. ¿Qué carretera tomar? ¿El trayecto es seguro? ¿Cuál es la mejor frontera para salir? ¿Qué es imprescindible llevar? Las redes de contactos en el extranjero, de ucranios en la diáspora y ONG locales, de amigos que ya han huido y desconocidos en las redes sociales, proporcionan algunos datos útiles. La situación, sin embargo, es voluble a uno y otro lado de la frontera con los países limítrofes.

Las agencias de la ONU y las ONG internacionales se han movilizado más rápido de lo que es habitual en este tipo de emergencias

En Moldavia, una de las naciones más pobres de Europa y con 2,6 millones de habitantes, los vecinos de las ciudades cercanas a los pasos fronterizos se encontraron con la llegada masiva de ucranios; miles cada día desde que Putín ordenó el ataque sobre Ucrania. Ellos tampoco sabían cómo proceder. Se guiaron por su intuición y la solidaridad: habilitaron viviendas, espacios públicos y locales privados para la acogida de las familias.

En menos de una semana, se abrieron centros de tránsito donde los recién llegados pudieran comer y dormir unas horas. Las donaciones de colchones, alimentos, mantas, ropa, carritos de bebé o productos de higiene cubrían las necesidades más básicas. Las redes ciudadanas, entidades no gubernamentales y religiosas que se encargaban de la atención a la infancia y personas mayores vulnerables en este país con un sistema público de protección endeble, tomaron la batuta para canalizar la ayuda. Pronto se confesaban sobrepasados.

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Las agencias de la ONU y las ONG internacionales se movilizaron más rápido de lo que es habitual en este tipo de emergencias. Normalmente, la evaluación de necesidades, redacción de informes y aprobación de fondos es un proceso que se demora varias semanas. Esta vez, la magnitud de la crisis urgía a una actuación excepcional dentro de Ucrania, pero también fuera. Para aliviar el camino de los que huyen, para hacer el relevo a una población de acogida exhausta.

Así lo hizo Acción contra el Hambre España, a la que acompañamos en su misión exploratoria. El día 4 de marzo, una avanzadilla del equipo de emergencias de la ONG se instaló en Moldavia para evaluar las necesidades. “Hay que actuar ya”, zanjó Noelia Monge Vega, responsable del grupo. Sin esperar a su vuelta a Madrid, agilizó los trámites para elaborar una propuesta de intervención en función de su evaluación, solicitar presupuesto y empezar a distribuir ayuda cuanto antes. Una semana después estaba repartiendo comidas calientes en el punto fronterizo de Palanca, en el sur. En total, 7.000 euros de alimentos ―incluidos carne y verduras― para distribuir 2.000 menús completos al día durante una semana, que elaboran y reparten las entidades locales, como venían haciendo, pero ahora con apoyo profesional, económico y logístico.

Mientras tanto, las autoridades también adaptaron su respuesta: instalaron una carpa en una amplia explanada adonde se traslada en minibuses a quienes cruzan la frontera a pie. El objetivo era evitar las aglomeraciones que se producían en el punto de paso, el más concurrido del país, los primeros días, sin espacio ni condiciones para la espera de un transporte hacia cualquier destino.

El nuevo complejo de tránsito, desde donde parten transportes gratuitos hacia la capital moldava, Rumania e incluso otros países de la UE, ya cuenta con apoyo de las ONG internacionales, así como de la ONU. Hay retretes adecuados facilitados por Acnur, carpas donadas por Unicef con calentadores para que los niños jueguen y reciban apoyo psicológico a resguardo de las bajas temperaturas, se reparten mantas y comidas calientes… Y Acción contra el Hambre ha llevado cubos de basura para mantener limpio el lugar y ha instalado un punto de carga para móviles.

Ucranios, países de acogida y organizaciones internacionales aprenden y deciden sobre la marcha cómo afrontar una situación sin precedentes desde hace más de medio siglo, en un mundo muy distinto del de entonces. Hoy, además de transporte, alimento y refugio, los ucranios necesitan enchufes en el camino y tarjetas SIM para comunicarse. De lo primero se ha encargado Acción contra el Hambre; lo segundo corre a cuenta de las donaciones de empresas de telecomunicaciones, pero sin una distribución sostenida y ordenada en la frontera. Algunos tienen suerte de que un voluntario les facilite una, otros no.

Solo por Moldavia han pasado más de 330.000 refugiados (hasta el 15 de marzo) de los que se desconoce con precisión cuántos han seguido su camino a Rumanía por carretera (el espacio aéreo está cerrado) y cuántos permanecen en el país. Una buena parte entra en su propio vehículo. Así era sobre todo los primeros días cuando todavía la situación no era tan desesperada y los hombres podían salir del país. Desde que el presidente ucranio, Vladimir Zelenski, decretó la ley marcial que obliga a permanecer a los varones de entre 18 y 60 años, aumentó el número de mujeres y niños que llegaban en transporte privado o colectivo, pero hacían los últimos kilómetros a pie para evitar la espera kilométrica en el lado ucranio.

La historia de Olesia, de 32 años, ejemplifica algunos de estos escollos físicos y mentales que han de superar quienes huyen. Ella llegó con sus dos hijos a Edinet, en la frontera norte de Moldavia con Ucrania, a principios de marzo. “Vivía en Odesa y estábamos en riesgo, mi casa temblaba. Era un desastre”. Pero lo que la empujó finalmente a tomar la decisión de separarse de su marido y sus padres, y huir al país vecino fue que su pequeña, de cuatro años, está operada del corazón. “No puede sufrir estrés. Y durante tres días tuvimos que quedarnos en un refugio subterráneo porque bombardeaban cada diez minutos. El chico veía la televisión y estaba aterrorizado pensando que iban a atacar nuestra vivienda”, rememora afligida. “No podría imaginar que acabaría dejando mi país”.

Fue difícil encontrar dónde repostar gasolina. “No teníamos combustible y mi marido tuvo que ir a buscarlo a pie a otra ciudad”. Cuando pudieron proseguir, el padre les llevó hasta la frontera, donde él dio marcha atrás. En Editet, un amigo de la familia les ha ofrecido una habitación donde quedarse, pero acuden cada día a uno de los centros de atención a personas mayores e infancia, ahora adaptados también a la asistencia de refugiados, a por víveres, juguetes y apoyo psicológico.

El frío es uno de los enemigos a los que se enfrentan los refugiados que huyen desde Ucrania hacia Moldavia. En el punto fronterizo de Palanca, al sur, se han repartido mantas térmicas que se vuelan con el fuerte viento.Gonzalo Höhr (ACH)

Ellos, dice Olesia, tenían un plan de escape. Según avanzan los días, quienes abandonan Ucrania cuentan con más información por parte de conocidos que ya han salido, pero la situación es más impredecible, las carreteras pueden estar destruidas, las fuerzas rusas avanzan. Y una vez en Moldavia, la alimentación y el alojamiento dependen de una disponibilidad variable, cada vez más saturada, muy dependiente de una solidaridad ciudadana que decae y de entidades locales con escasos recursos. De ahí que las organizaciones internacionales ya estén prestando apoyo para evitar la escasez.

En el centro que dirige Alina Resetnicov en Edinet han recibido una primera oleada de personas a quienes no tenían nada que ofrecer, luego cubrieron esa necesidad con donaciones particulares que, cuando se agoten, requerirán reponer. Ahí es donde clama por una ayuda internacional sostenida, pues la población local de uno de los países más pobres de Europa no puede asumir el coste de esta atención si la crisis se prolonga en el tiempo.

También el perfil y las carencias de quienes llegan han cambiado. “Al principio llegaban en sus propios coches y apenas necesitaban algo de comida. Ahora vienen y necesitan hasta casa y ropa”, comenta Resetnicov. El análisis de las ONG expertas en la materia es que la mayoría optó por apoyarse en redes de amigos y familiares en la diáspora. Así ha sucedido, por ejemplo, con las personas que ya conocían España gracias a los programas de acogida de niños ucranios en verano, bien porque ellas mismas o sus hijos fueron beneficiarias.

En el periplo de quienes ahora huyen de Ucrania, a la decisión de marchar, el trayecto y el frío, se suma la incertidumbre de saber dónde comerán, se alojarán, se asearán, dormirán y, finalmente, se asentarán

Lo mismo ha detectado Veronica Munteanu, responsable de asuntos sociales y familia de Balti, la segunda mayor ciudad de Moldavia. “Al principio todos estaban en tránsito, luego empezaron a pedir quedarse unos días, un mes y ahora preguntan por alojamiento más permanente”. Ya hay cientos de refugiados en el municipio entre los que están en los centros y los que se alojan con amigos, asegura.

En el periplo de quienes ahora huyen de Ucrania, a la decisión de marchar, el trayecto y el frío, se suma la incertidumbre de saber dónde comerán, se alojarán, se asearán, dormirán y, finalmente, se asentarán. El modelo de acogida en viviendas particulares y pequeños centros habilitados para pocas familias es el preferido por la comunidad internacional.

La ONU ha manifestado su propósito de evitar grandes campos de refugiados con tiendas de campaña que se levantan para un plazo limitado y luego se mantienen años cuando las crisis se cronifican. Bien lo han comprobado en Líbano o Jordania, donde todavía viven, ya olvidados, millones de refugiados procedentes de Siria desde hace una década.

La Unión Europea también ha reaccionado de forma distinta. Por primera vez, los Veintisiete han activado una directiva creada hace 20 años que permitirá la entrada sin límites de refugiados ucranios. Gracias a ello, y a diferencia de los sirios (o afganos o subsaharianos), no se encontrarán muros ni trabas burocráticas, sino puertas abiertas y facilidades administrativas para regularizar su situación cuanto antes. Aunque la mayoría todavía no haya decidido definitivamente dónde ir, desconozca cuánto se quedarán en el exilio y qué ayudas reales hay en marcha en cada país.

Pese a los deseos de la ONU, la magnitud del éxodo ha desbordado cualquier expectativa, y los países de primera acogida han recurrido a crear refugios en grandes superficies como el poliderportivo municipal o la feria de exposiciones en Chisináu, la capital moldava. En el primero, las camas se organizan en hileras, sin privacidad, con familias distintas, hombres y mujeres, compartiendo un mismo espacio. En algunos momentos, con más de una persona por cama. No hay duchas, las tensiones por la falta de información y las quejas por los alimentos que se sirven fríos van en aumento.

En el palacio de deportes de la capital moldava hacen noche cada día una media de 500 personas. Cada rato, un voluntario anuncia por megáfono los siguientes transportes disponibles para que los refugiados abandonen el país con destino a Rumania.Gonzalo Höhr (ACH)

Cada rato, un voluntario anuncia megáfono en mano el siguiente autobús que partirá desde este centro con rumbo a Rumania o la estación de tren donde se puede tomar el convoy que va a Iasi, también en aquel país. A Jon Duminica, activista de la ONG Romanís en Moldavia le preocupa que los refugiados, la mayoría de etnia gitana en este espacio, se vayan sin pensar previamente qué harán en Rumania cuando lleguen. Le da la impresión de que se incita a las personas a marcharse, pero sin informar convenientemente de qué se encontrarán en destino.

En una visita al polideportivo, para interesarse por la situación de los refugiados, Duminica se ha hecho con una octavilla de la agencia de viajes Admiral.travel que ofrece transporte para refugiados hacia distintas capitales europeas. Precio: 120 euros. “Puede parecer poco, pero para esta gente es mucho”, se queja. Hay quien intenta hacer negocio de la desesperación, pues el Gobierno está ofreciendo este servicio gratuitamente para los refugiados, varias veces al día desde distintos enclaves del país. Es lo que ambas naciones, Moldavia y Rumania, han bautizado como corredores verdes, para que la movilidad sea fluida y sin trabas. Tan fácil como esperar y subirse a uno de los autobuses. Sin coste ni registro. Una aparente ventaja para los refugiados que, sin embargo, complica el conteo y de nuevo la atención: ¿qué harán cuando lleguen a su destino? ¿Dónde dormirán si no tienen dónde? ¿Se podrán cambiar de ropa? ¿Quién les dará de comer? ¿Les atenderán si caen enfermos después de varios días viajando?

“No lo sabía. ¿Dónde te has enterado de eso?”, se muestra sorprendido Greg Alonzo al escuchar hablar de los autobuses gratuitos y la directiva europea de libre movilidad. De origen estadounidense y casado con una ucrania, desconoce esta información. Procedente de Lviv, el matrimonio se aloja desde hace varios días en la casa de Cristina, que ha habilitado su vivienda para la acogida de hasta 60 personas. Ambos querrían seguir su camino a Estados Unidos, para lo que necesitan salir de Moldavia, conseguir papeles para ella, averiguar los requisitos para llevar a su perro y tomar finalmente un vuelo. Pero su tarjeta de crédito no funciona. Alonzo teme proseguir su periplo con tanta incertudumbre y aprovecha la visita de Acción contra el Hambre para esclarecer algunas dudas. “Mañana llamo a la embajada”, resuelve.

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