Cuando la corrida estaba hundida en la negrura de un profundo precipicio, surgió la luz con el toreo exquisito de Juan Ortega al tercero e iluminó la plaza antera. Y cuando parecía que solo había sido un brillante fogonazo, salió el bravo toro quinto y permitió el triunfo incontestable de un poderoso El Juli. Y aún quedaba otro destello: Juan Ortega, ante el sexto, con el que volvió a ralentizar el toreo y esparció sentimientos por los tendidos.
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Así es el toreo, una curva irregular de simas sin fondo y relámpagos luminosos que justifican la desesperación ante toros tullidos y de carne fofa, como algunos de los que han salido al ruedo con el hierro de Garcigrande.
Después de los dos toros primeros, lisiados, que vagabundearon como almas en pena por la arena, salió el tercero, otro de la misma hermandad, sin sangre en las venas, distraído y con semblante enfermizo.
Y, de pronto, inesperadamente, surgió el toreo en el tercio final. Allí estaba Juan Ortega, ese torero sevillano que tiene andares de haber estado en el vientre de una vaca brava, pura elegancia, como de quien está luciendo un traje en una pasarela, y dibujó, ese es el verbo, una obra de arte preñada de suavidad, sensibilidad… Aprovechó la bondad infinita del toro, tan bobo como generoso, para trazar dos tandas con la mano derecha que sonaron a eso, a estética sublime, esa que se disfruta y carece de explicación terrenal; y, después, la zurda, dos naturales interminables y un derechazo de frente, un trincherazo y un remate por bajo de los que ponen la piel de gallina. Pero cuando fue a firmar, pinchó por dos veces y la obra de arte quedó emborronada.
Garcigrande/Morante, El Juli, Ortega
Toros de Garcigrande, correctos de presentación, mansurrones, inválidos y tullidos, a excepción del noble sexto, y, especialmente, del bravo quinto, que destacó por su calidad.
Morante de la Puebla: tres pinchazos y casi entera (‘silencio’); estocada baja (‘silencio’).
El Juli: estocada trasera (‘silencio’); estocada trasera (dos orejas).
Juan Ortega: dos pinchazos y estocada (vuelta al ruedo); pinchazo y casi entera baja (oreja).
Plaza de Vistalegre. Madrid. 22 de mayo. Décima corrida de feria. Dos tercios de entrada en un aforo máximo permitido de 6.000 personas.
Y cuando nadie lo esperaba, salió un toro bravo, Tabernero de nombre, que empujó con entrega al caballo, acudió y persiguió en banderillas y demostró en la muleta una clase excepcional por ambos lados.
El Juli lo recibió con meritorias verónicas, brindó a la concurrencia, e hiló una faena de torero poderoso, ventajista y superficial a veces, y profundo y largo en otras. Comenzó por bajo, con una rodilla en tierra, con hondura y gracia. En las dos primeras tandas con la mano derecha destacó más la clase y la movilidad del toro ante una muleta en línea recta que, más que torear, acompañaba la embestida. Hubo una tanda grande de naturales, y dos más con la derecha, el toro siempre a más, en la que destacó la suficiencia, la técnica y la profundidad, también, de un torero veterano y contrastado. A pesar de que la espada cayó trasera, paseó las dos orejas.
Y quedaba la guinda. Otro toro, el sexto, con mal semblante, que se cuela por dentro y acude al picador con la cara por las nubes.
Y otra vez la transfiguración de Juan Ortega, torero artista. Los iniciales ayudados por bajo sonaron a una pura delicia, y a la tercera tanda, muleta en la izquierda, brotaron cuatro naturales extraordinarios, abrochados con otro de pecho espectacular. Y, a continuación, tres más del mismo tenor, y cuatro remates, dos por cada lado, y un molinete de reminiscencias de antaño antes de volver a pinchar. (Que no olvide Ortega que el título de matador obliga a lo que el propio nombre indica).
Morante no tuvo suerte con un lisiado primero, con el que se lució de verdad en dos verónicas y una media sensacionales, y un dificultoso cuarto que le trasmitió plena desconfianza.
También fue una birria el primero de El Juli, pero por fortuna, se encendió la luz, y seguirá brillando por mucho tiempo, que es lo bueno que tiene el toreo cuando es de verdad.
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