A medida que el calentamiento global provocado por el cambio climático avance, ingentes cantidades de tierra ahora yermas se volverán fértiles para la agricultura. Un estudio ha proyectado la viabilidad de varios cultivos en los escenarios climáticos más probables. Para finales de siglo, en grandes porciones de la taiga siberiana, los bosques boreales canadienses y laderas de las grandes cordilleras podría sembrarse trigo, soja, patatas o maíz. La mala noticia es que, de hacerlo, la biodiversidad saldría perdiendo y se liberarían enormes cantidades de carbono a la atmósfera.
Uno de los efectos más evidentes del cambio climático está siendo la traslación de todo tipo de especies vegetales y animales a latitudes cada vez más al norte y altitudes cada vez mayores. Con la agricultura también está pasando. Ahora, un grupo de investigadores ha estimado la viabilidad futura de 12 de los principales cultivos en áreas geográficas donde hoy el frío les impide fructificar. Entre ellos están desde el arroz y la palma hasta el trigo y los cacahuetes, pasando por la mandioca, la caña de azúcar o el algodón.
El trabajo, publicado en la revista científica PLoS ONE parte del rango térmico que soportan estos productos y lo proyecta en dos de los escenarios climáticos más probables, uno en el que se reducen las emisiones según los acuerdos de París y otro extremo, en el que no se hace nada por mitigarlas. Sea cual sea el futuro, para finales de siglo la mayoría de estos cultivos podrá plantarse más al norte y a mayor altura que hoy.
La mitad de las tierras ganadas se encuentran en Rusia y Canadá, con más de 400 millones de hectáreas cada uno
“Áreas no aptas para la agricultura hoy probablemente lo serán en los próximos 50 a 100 años”, dice en una nota el profesor de Geomática de la Universidad de Guelph (Canadá) Krishna Bahadur. En el escenario más probable, según la combinación de varios modelos climáticos, el calentamiento haría viables unos 1.500 millones de hectáreas más para un cultivo al menos. Los que podrán expandirse más serán el trigo, las patatas y el maíz.
La mitad de las tierras ganadas se encuentran dentro de las fronteras de Rusia y Canadá, con más de 400 millones de hectáreas cada país. También serían cultivables buena parte de las montañas Rocosas, cordillera que atraviesa Norteamérica de arriba abajo, la porción sur de los Andes y grandes extensiones de Asia central. Por cambios en los patrones de humedad, amplias franjas adyacentes a los desiertos africanos y australianos se ganarían para la agricultura, pero aquí hay mayor incertidumbre. Aunque la superficie total sea menor, en términos relativos destaca que el norte de los países nórdicos y los Alpes podrían soportar al menos dos de los principales cultivos.
Que tantas nuevas tierras –nuevas fronteras agrícolas las llaman los autores del estudio– se vuelvan fértiles no significa que acaben siendo cultivadas. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en el planeta hay unos 4.400 millones de hectáreas aptas para la agricultura, aunque solo 1.500 millones efectivamente cultivados. Aun así, los autores del estudio dedican la segunda parte de su trabajo a determinar los riesgos, las consecuencias, que tendría la labranza de tantas hectáreas.
“El desarrollo de la agricultura en grandes áreas de las fronteras del norte liberaría cantidades alarmantes de carbono de los suelos”, comenta el ecologista Lee Hannah, responsable de cambio climático en la organización Conservation International y coautor del estudio. Partiendo de investigaciones anteriores, los autores de este trabajo estiman que entre el 25% y el 40% de todo el carbono atrapado en la tierra que nunca ha sido roturada podría liberarse a la atmósfera en los primeros cinco años después de labrarla. Según sus cálculos, hasta 177.000 millones de toneladas de carbono podrían escapar en ese breve espacio de tiempo. Eso equivale al total de CO2 que emitiría EE UU en 119 años al ritmo que lo hace hoy.
La liberación de tanto gas podría tener un efecto amplificador: en el norte de las nuevas fronteras agrícolas hay una gran franja de tierra permanentemente congelada, el permafrost. Su deshielo es uno de los mayores temores de los científicos, por la gran cantidad de metano que contiene y este es un gas de efecto invernadero 25 veces más potente que el CO2. “La conversión de la tierra podría generar un calentamiento regional adicional que aceleraría la fusión de los suelos de turba congelados, acelerando aún más el cambio climático”, advierte Hannah.
La roturación de las nuevas tierras podría liberar millones de toneladas de CO2
Hay otros dos daños colaterales de la expansión de la agricultura al norte. Por un lado, alrededor de 1.200 millones de personas dependen del agua que discurre por estas zonas. La introducción de los cultivos, con sus fertilizantes y pesticidas, conllevaría riesgos para la calidad del agua. Más importante es, incluso, el impacto sobre la biodiversidad. Al menos 1.361 de las llamadas áreas clave de biodiversidad se verían afectadas si se cultivaran todas las nuevas tierras.
“Muchas de estas zonas estaban protegidas porque no existía un interés agrícola por ellas”, recuerda el investigador de la Universidad de Vigo Juan Antonio Añel, que ha revisado el artículo científico. Añel recuerda lo que pasó hace décadas con la región amazónica y cómo unos procesos regionales, como fueron el avance de la ganadería y la agricultura, tuvieron y tienen un impacto global. Ahora, destaca, “dos países dominan gran parte de la extensión afectada y sus políticas pueden condicionar el balance global del carbono”.
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