El tiempo ejerce, sobre la narrativa de ciencia ficción y, en concreto, sobre toda aquella que juega con algún tipo de futuro, un efecto lupa. Es por eso que, a diferencia de cualquier otro tipo de narrativa, nada la rejuvenece más, es decir, nada reactiva más su vigencia, que el paso de los años. Kingsley Amis, el respetadísimo autor de Lucky Jim, cima de la literatura británica de campus, padre de Martin Amis, y buen amigo de Philip Larkin y Edmund Crispin, publicó en 1961 otras dos brillantes estrellas del firmamento de lo escrito en el Reino Unido a mediados del siglo pasado, un ensayo en el que inventariaba todo aquello que había leído relacionado con el principio del fin de las cosas, o, más bien, todo aquello que coquetaba con el fantástico para apuntar y disparar contra un presente entonces ya tumultuosamente incómodo que hacía presagiar un futuro absurdamente inhumano.
En ensayo llevaba por título New Maps of Hell, y en él destacaba la condición premonitoria de toda obra de ciencia ficción que se preciase, y la necesidad de tomarse en serio lo que aquellos “visionarios” –por entonces, en una aplastante mayoría, los autores de ese tipo de ficción, eran hombres–, porque el futuro no solo tenía pinta de ser ridículo sino que era evidente el camino que iba a tomar, y todos ellos parecían estar pintando una parte del cuadro en el que todos acabaríamos. En 1961 hacía ocho años que el portentoso Frederik Pohl –lean todo lo que puedan de él, no hay otra prosa igual en la ciencia ficción de la época, ni la ha habido aún, es una especie de Bret Easton Ellis de lo fantástico, frío y sin escrúpulos, pero poderosamente atractivo– y C. M. Kornbluth se habían aliado para orquestar la mítica (space) ópera anticapitalista llamada Mercaderes del espacio.
“Mercaderes del espacio podría ser llamada la mejor novela de ciencia ficción […]. Una utopía donde el sistema económico ha devorado al sistema político, donde las grandes compañías ejercen el poder, sin intermediarios, y hasta el fin […] y la sociedad ha sido estratificada rígidamente en productores, ejecutivos y consumidores […]. No es meramente un mundo donde el hombre de la publicidad es el rey; combina además el lujo y la miseria, aparatos fantásticos junto a la falta de combustible, toda clase de bebidas y gomas de mascar, y una extrema escasez de proteínas. En este aspecto recuerda a una observación de George Orwell sobre los lujos, en camino de convertirse en menos caros y fáciles de obtener que los artículos de primera necesidad”, escribió Amis, y cualquier parecido con el mundo que habitamos no es, se diría, pura coincidencia.
Narrada en una poderosa tercera persona, la novela, publicada en 1953, imagina un mundo futuro hiperpoblado, en el que los estados existen únicamente para garantizar la supervivencia de enormes corporaciones transnacionales. Los ciudadanos han desaparecido. Han sido sustituidos, en realidad, por consumidores. No tienen derecho más que a ser expuestos, a diario, a cantidades ingentes de publicidad, con el fin de teledirigirlos hacia este o aquel producto. Los gobiernos comercian con ellos, es decir, en tanto que productos vendibles a las distinas empresas –lo que venden es la posibilidad de impacto de sus anuncios, convirtiendo estar en el mundo al equivalente a contemplar un programa de televisión en concreto, es decir, convirtiendo al ciudadano en público cautivo–, los ofrecen y se embolsan lo que les corresponde.
El protagonista es un creativo publicitario, una suerte de Don Draper del espacio –porque, en el futuro en el que se desarrolla Mercaderes del espacio, la Tierra ha dejado de ser el único planeta habitable de nuestro Sistema Solar–, llamado Mitch Courtenay, que debe vender a los terrícolas una vida mejor en la asifixiante Venus. Orquestar una campaña que haga del caluroso e inhabitable planeta, algo deseable. Para ello, tendrá que mentir muchísimo, mentir todo el tiempo, y lo hará encantado. He aquí la frialdad, y el humor negrísimo de Pohl –el tipo que firmó la titánica, en ese sentido, Homo Plus–, destilado, para construir una comedia de enredos espacial que, dicen, fue, en su momento, la sátira futurística más certera desde Mundo feliz, de Aldous Huxley. Añadamos en este punto que los productos que los ciudadanos de esa Tierra vendida consumen, contienen sustancias que los hacen más adictivos que un smartphone.
Mercaderes del espacio llegó a España dos años después de que se publicara en Estados Unidos, es decir, en 1955. Desde entonces se ha ido reeditando periódicamente sin que, sin embargo, alcance la fama que merece. Su altísimo nivel literario la coloca junto a la reivindicada Crónicas marcianas, pero el poco brillo de sus autores, más en los márgenes del establishment de lo fantástico que al frente, es decir, nunca incluidos entre aquellos que los no forofos del fantástico reconocen como estrellas, ha hecho que apenas se hable de ella. Minotauro acaba de recuperarla otra vez –y hacía exactamente 18 años que no lo hacía, de 2002 data su última reedición–, con el fin de darle otra oportunidad, porque el mundo que describe, mascarillas aparte, no puede parecerse, en espíritu, más, al que pisamos. ¿O no ha eliminado el Dinero, con mayúsculas, a la Política?
Cubierta de la nueva edición de ‘Mercaderes del espacio’.
Curiosa es la historia de cómo fue concebida hace prácticamente un siglo. Pohl, como Joseph Heller, formó parte de las Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. No, no pilotaba un avión. Tal vez lo hizo en alguna ocasión, pero básicamente a lo que se dedicó fue a controlar el tiempo. Ajá, era meteorólogo. Le enviaron a Stornara, en el sureste de Italia, a dar partes de situación climática. Estando allí, se enteró de la muerte de su madre. Se puso nostálgico y decidió que escribiría una novela sobre Nueva York. Pohl había nacido en Nueva York al poco de terminar la Primera Guerra Mundial, en 1919 (moriría en 2013, en Palentine, Illinois). La novela sobre Nueva York resultó ser una novela sobre la industria publicitaria, en sus palabras, “larga, complicada, malísima”. La tituló For Some We Loved.
A principios de 1946, ya terminada la guerra, releyó el manuscrito y se dio cuenta de que su principal defecto tenía que ver con el mundo de la publicidad. No tenía ni las más remota idea de cómo funcionaba realmente. Así que se puso a trabajar en una pequeña agencia de Madison Avenue nada más aterrizar en la ciudad para acabar de darle forma. El trabajo le gustó tanto que llegó a perder de vista que solo lo había aceptado para poder reescribir la novela como era debido. No sirvió de nada. En 1950, se deshizo del manuscrito y empezó a escribir el germen de Mercaderes del espacio. Es decir, volvió a utilizar el mundo de la publicidad, esta vez, hiperbolizando sus logros e intenciones, pero ambiéntandolo en el espacio. Escribía por las noches, y los fines de semana. No acababa de convencerle, así que le pidió a su amigo Cyril Kornbluth que le echara un vistazo.
Cyril había dejado su trabajo en Chicago para probar suerte como escritor de ciencia ficción. Por entonces, el pulp estaba en auge y se contraba a escritores por horas. Cyril se lo enseñó a su editor, Philip Klass, que le lanzó una serie de sugerencias, que ni siquiera llegaron a oídos de Pohl. Antes de hacerlo, el propio Kornbluth se puso ante su máquina de escribir y completó el manuscrito sumando 20.000 palabras a las 20.000 que ya había escrito su amigo. Juntos trabajaron en una tercera versión que finalmente se convirtió en este clásico también del humor (frío y) absurdo –pues todo lo que tiene que ver con la teledirección del ser humano tiene mucho de humor absurdo– que aportó una buena colección de nuevas palabras al Oxford English Dictionary.
Por ejemplo, es en Mercaderes del espacio que nació el verbo “encuestar”. La palabra “encuesta” ya existía pero nunca había sido utilizada como verbo. Aquí lo hace. El uso también de las palabras “R and D” por “research and development”, es decir, nuestro I+D, de investigación y desarrollo, también proviene de la obra de Pohl y Kornbluth, que tuvo una secuela, titulada La guerra de los mercaderes. Se publicó en 1984 y ya solo la firmó Pohl, pues Kornbluth había muerto en 1958. No tiene el punch de la primera, pero conserva algo de su corrosiva acidez, aquí no edulcorada por la prosa menos salvajemente cruel con la humanidad de Kornbluth. Venus ya está ocupado, y lo está por tipos a los que les vendieron casas horribles donde pasan un calor fatal, y que se rebelan contra el sistema, con un fervor casi religioso. Otra vez, cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia sino efecto lupa.
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