“¡Atiendan a los vivos!” Nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París


Capítulo 6

1. El acento de la verdad

La ambición de este juicio es desmesurada: no solo persigue impartir justicia, sino exponer durante nueve meses, desde todos los ángulos, desde el punto de vista de todos los actores, lo que sucedió aquella noche. Primero ha habido 14 días de balance de la situación. Policías, gendarmes, expertos, han comparecido para describir lo que vieron aquella noche. Estos hombres curtidos lloraban. Entramos ahora en otra dimensión: los testimonios de las partes civiles, es decir, los supervivientes y los allegados de los muertos. Las personas en las que recayeron los hechos. Hay una quincena de testimonios cada día, de una intensidad aterradora. Empezaron hace cuatro días y tenemos la sensación de que ha transcurrido un mes. Las audiencias empiezan a las 12.30, terminan en principio a las 19.30, con frecuencia más tarde, y como es complicado salir y volver a entrar, porque hay que pasar de nuevo por todos los controles, prácticamente ya no vemos la luz del día: a las seis de la tarde creemos que son las tres de la madrugada. El resto de la vida se aleja, una cena entre amigos queda totalmente descartada.

El presidente, cuya firmeza y tacto elogia todo el mundo, hizo un comentario desafortunado del que, por otra parte, se disculpó: para no recargar demasiado la planificación, los abogados de las partes civiles deberían ponerse de acuerdo, entre ellos y con sus clientes, para “evitar las repeticiones”. ¿Qué quiere decir eso de evitar las repeticiones? Por supuesto, hay cosas que dicen todos los que estaban en las terrazas, ya que esta semana se hablaba de las terrazas. Que al principio creyeron que oían petardos, después que estaban atrapados en medio de un ajuste de cuentas, hasta que comprendieron esta demencia: unos hombres se habían apeado de un vehículo con armas de guerra para matarlos. Que cuando esto cesó, cuando el coche se marchó, se instauró lo que a veces llamamos, sin pararnos a pensarlo, un silencio de muerte, pero allí fue realmente de muerte, y solo a continuación comenzaron los alaridos. Que era una matanza, una carnicería, una maraña de cuerpos con orificios enormes de los que manaba sangre, se desprendían carnes, órganos, y cuando llegaron los primeros auxilios se oía esta frase repetida: “Atiendan a los vivos”. Pero no hay ni puede haber repeticiones porque cada cual vivió esos mismos instantes con su historia, con sus secuelas, con sus muertos, y lo expresa ahora con sus propias palabras. No son sucesos que se enumeran y se desgastan sino voces que se manifiestan, y cada una de ellas posee su propia manera de sonar auténtica, porque todas lo son. Todas poseen el acento de la verdad. Incluso lo posee su lenguaje porque cada persona habla el suyo y no, o muy raramente, el de la época, las redes, la convención social. Es eso lo que determina que esta larga secuencia de testimonios no solo sea terrible sino magnífica, y no es por curiosidad morbosa por lo que quienes seguimos el juicio no cederíamos por nada del mundo nuestro puesto ni afrontamos con calma la perspectiva de perdernos alguna de sus sesiones.

Redacción: Marc Bassets | Imagen: Felipe Vergara

He leído, he oído decir y en ocasiones he pensado que vivimos en una sociedad de victimarios, que mantiene una complaciente confusión entre los estatus de víctimas y de héroes. Quizá, pero una gran parte de las víctimas a las que escuchamos día tras día me parecen héroes indudables, debido a la valentía que han necesitado para reconstruirse, a su modo de habitar esta experiencia, a la fortaleza del lazo que les une con los muertos y los vivos. No sé cómo decirlo menos enfáticamente: a estos jóvenes, porque casi todos lo son, que declaran uno tras otro en el estrado, se les transparenta el alma. Se lo agradecemos, nos horrorizan, nos engrandecen.

2. Alice y Aristide: dos testimonios de entre los cincuenta y cuatro primeros

Alice y Aristide son hermanos. Se parecen en el pelo negro, la cara esculpida, el cuerpo esbelto, los dos son muy guapos. Ella, Alice, tenía 23 años, él 26. Ella es una artista circense: una trapecista. Su oficio consiste en lanzarse al aire bocabajo, con las manos enlazadas con las del compañero que la transporta, pero ella lo dice de otra manera: “Mi trabajo es hacer soñar a la gente con mis brazos”. Él, Aristide, es jugador de rugby, también profesional, juega y vive en Italia. Los dos son atletas de élite, el entrenamiento riguroso que se imponen les deja poco tiempo para verse, y por eso son una fiesta sus reencuentros para cenar en París. Van al Petit Cambodge porque los bo bun son muy buenos, pero la terraza está abarrotada y también la sala, así que caminan en busca de un plan B. Entonces el coche de dealer con las ventanillas tintadas se detiene en el bordillo de la acera, se apea un hombre que se parece muchísimo a uno de los mejores amigos de Aristide, salvo en que empuña un kaláshnikov y lo levanta y empieza a disparar. Alice no lo ha visto, solo ha oído los primeros disparos, ya está en el suelo. Aristide, con sus reflejos de jugador de rugby, la ha tumbado contra el suelo, se ha tendido encima de ella y la protege con todo su cuerpo. Es el caos, es ensordecedor, no se sabe si dura segundos o minutos. En un momento dado ella siente un dolor como no se imaginaba que pudiera existir, uno de sus brazos debía de sobresalir de debajo del cuerpo de Aristide, alcanzado a su vez por tres de esas balas monstruosas. Alice dirá que él le salvó la vida abalanzándose sobre ella, él dirá que Alice se la salvó a él al conseguir, en el maremágnum de los primeros auxilios, de los gemidos, de las agonías, que le transporten al hospital donde le diagnostican un estado de “muerte inminente”.

A ella la operan dos veces la misma noche, en dos hospitales distintos, y más adelante otras cinco veces, lo que ha permitido salvarle el brazo pero sin recuperar su movilidad. Aristide, por su parte, tenía heridas en los pulmones, serios daños cerebrales, y le dijeron que su pierna derecha se había salvado porque no habría que amputarla, pero que nunca volvería a caminar. Unos meses más tarde, a pesar de todo, intentó correr pero el dolor y la angustia eran tan fuertes que estuvo ingresado meses en el hospital psiquiátrico. La retirada del rugby fue un proceso largo y doloroso, todavía hoy no puede acercarse a un televisor que retransmite un partido: la tristeza le inunda. Alice es también minusválida, ya no puede apoyarse en los brazos, “pero sigo ejerciendo mi oficio”, dice, “invento con mis trapecistas métodos nuevos apoyándome en los pies. Quiero seguir haciendo que la gente sueñe. Es difícil”. Lo repite: “Es difícil”, hay un silencio, la barbilla le tiembla, la boca se le crispa y, después de esta crispación, surge una sonrisa milagrosa.

Ellos también, los dos hermanos, dicen lo mismo que todos los demás, la hipervigilancia, las pesadillas, la pérdida definitiva de la despreocupación, pero también que sienten gratitud hacia el destino: la moneda ha caído del buen lado, están vivos. Luchan, pero contra nadie. Luchan por ellos mismos, consigo mismos, con los demás. No es el lenguaje estereotipado del pensamiento positivo que se oye allí, sino una verdad que han pagado muy caro para poder decir. Aristide: “Trato de comprender lo que impulsa a unos jóvenes a disparar sin más contra otros jóvenes. Estoy contento de que este juicio se celebre. Pienso que mi generación, y la siguiente, tenemos una enorme necesidad de creer en la justicia”. Mira un instante a su izquierda, hacia el banquillo de los acusados, y la aparta al momento. Mira muy recto, sobre las dos piernas, al tribunal ante él. Alice y yo le miramos. Es ya justicia que ellos nos hablen.

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