El rostro de la niña aparece nada más abrir la puerta entre la iluminación rácana que llega al descansillo desde la ventana de la escalera. Su mirada fija de abajo a arriba sobre la visita es un contrapicado que apenas dura unos segundos. Es el tiempo en que su abuela, raudo escudo, pone a la pequeña a buen recaudo en una habitación. Ludmila, de 64 años, sostiene el picaporte para que Polina, de cinco años, no esté presente mientras conversa con el reportero. La mujer trata de evitar que la pequeña rememore la puñalada que les asestó la guerra el pasado 25 de septiembre.
Vadim Potovski, de 38 años, y su mujer, Yelena Dichenko, de 37, estaban cansados de vivir en constante peligro. Su localidad, Kupiansk-Uzlovi, al este de la región de Járkov, era esos días el filo de la navaja, una zona sin dueño donde combatían los ejércitos de Ucrania y Rusia. Decidieron entonces emprender junto a su única hija una huida hacia zona segura. Pero el infierno en forma de tiroteo les sorprendió al poco de emprender el camino como integrantes de una caravana de siete vehículos. Polina se salvó gracias a que sus padres la protegieron haciendo de parapeto antes de ser abatidos, según los testimonios de varias personas que han escuchado el relato de la menor.
Además de Vadim y Yelena, otros 24 civiles, 13 de ellos menores, murieron en el ataque, según datos de la Fiscalía. La investigación de las autoridades de Kiev, que ha contado con la colaboración de especialistas llegados desde Francia, señala como responsables a tropas rusas.
se ha acercado a la nueva vida de Polina y otras dos menores que se han quedado huérfanas tras dos de las mayores matanzas de civiles de la presente invasión rusa de Ucrania. La situación más complicada es “cuando los niños se quedan sin apoyo familiar, si no tienen la figura protectora del padre o la madre es muy duro”, reconoce Lena Rozvadovska, directora de la organización Voices of Children (Voces de los niños). Desde el comienzo de la invasión rusa, las autoridades estatales pusieron en marcha el programa de acogida y defensa de los derechos de la infancia El niño no está solo con el apoyo de Unicef.
No hay datos concretos sobre los menores que han quedado huérfanos durante la guerra, pero unos 67.000 se hallaban fuera del amparo de sus padres o han perdido a alguno de sus progenitores a fecha 30 de septiembre, según la ministra de Asuntos Sociales, Oksana Zholnovich. De los 6,5 millones de ucranios que se hallan como desplazados internos, 1,2 millones son niños para los que la guerra está siendo especialmente dura, denuncia Naciones Unidas. Desde el 24 de febrero, primer día de la invasión rusa, hasta el 11 de diciembre, han muerto 6.755 civiles de los que 424 son menores, según la ONU. El objetivo principal es que los que pierden a su padre o madre ―o ambos, como es el caso de Polina― se queden bajo el paraguas de familiares directos.
Polina, de 5 años, junto a su abuela Ludmila, con la que vive tras la muerte de sus padres en un ataque cuando trataban de escapar de la guerra en Járkov a finales de septiembreIgor Zakharenko
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“Al día siguiente me dijo ‘abuela, no hablemos de eso”. Y la abuela Ludmila, que acogió a Polina días después del incidente, trata de obedecer y la aísla del reportero. Uno de los problemas en su día a día ahora es la proximidad física y mental al escenario maldito del ataque. Ahí, en Kupiansk-Uzlovi, donde vivían Polina y sus padres y donde se siguen sintiendo de fondo los combates, es donde ahora tratan de rehacer su existencia. Viven en casa de la bisabuela, una mujer de 84 años que no puede caminar. En ese piso se ha instalado Ludmila para tratar de bregar con su madre y con su nieta.
“Es clave que la niña tenga apoyo psicológico en el espacio en el que está”, defiende Ricardo Angora, psiquiatra y coordinador de salud mental en emergencias de Médicos del Mundo. Generalmente, una niña de cinco años no ha asimilado que la muerte es algo permanente y pueden pensar que sus padres van a volver, explica este especialista. “Pero en este caso ha visto que están muertos y eso es un trauma muy intenso”, “una vivencia que la va a acompañar toda la vida”, asegura Angora. Por eso, la menor necesita atención.
“Tenían un nivel de vida bueno”, afirma Ludmila, que es la abuela paterna. Describe a Polina como una niña lista y madura a la que le gustaba dibujar e ir a clase de baile. “No hemos celebrado funeral. Los cuerpos se quemaron [durante el ataque]. Me trajeron a Polina los de Cruz Roja y no sé nada de los cadáveres”, detalla con el rostro desencajado mientras sigue sosteniendo el pomo de la puerta que la separa de la pequeña.
La pérdida traumática de las figuras protectoras que suponen los padres va a hacer que Polina viva con “miedo y ansiedad” en medio de la indefensión, continúa el especialista de Médicos del Mundo, de misión en Ucrania durante el actual conflicto. Estar con su abuela es bueno porque es alguien de su entorno que puede desarrollar el rol sustitutivo de figura protectora, pero, al mismo tiempo, puede ser un lastre a la hora de que la menor consiga aceptar lo ocurrido porque es muy fácil que Polina perciba la angustia que embarga a Ludmila, añade Angora.
“Si estuvieran dispuestos, yo personalmente la adoptaría de todo corazón y trataría de ser la familia que nunca tendrá”, lamenta Tamara Demuria, una empleada de la ONG Corus, residente en Estados Unidos, tras visitar a la niña para llevarle ayuda humanitaria y conocer su actual situación. Pero se trata de una visita puntual, pues Demuria reconoce que ninguna organización está haciendo un seguimiento continuado del caso. Ludmila afirma que su intención es sacar adelante ella misma a su nieta.
La mujer se expresa entre susurros y lágrimas junto a la entrada de la cocina, donde un improvisado tendedero espera a que se sequen algunas prendas de su nieta. Por mucho que rebaja su tono al hablar, la conversación se escucha. Todo sucede en un ambiente cálido porque el gas fluye en esta tarde de noviembre. La oscuridad por la falta de luz impone, sin embargo, una atmósfera tétrica en este apartamento soviético de estancias estrechas y rancias. Retumban de fondo los zumbidos de la artillería ucrania disparando hacia posiciones rusas. Pero hay otra alerta más próxima, las llamadas de atención de la bisabuela desde otra habitación. El dolor de Ludmila se multiplica al evidenciar que sus cuidados han de dividirse ahora entre su madre, de 84 años e impedida, y su nieta, de cinco y huérfana.
Atención psicológica
“Sabíamos que tarde o temprano esto podía pasar”, señala refiriéndose al caos y el dolor familiar generado por la invasión rusa la directora de la organización Voices of Children, Lena Rozvadovska. De tener menos de 20 trabajadores ha pasado en estos meses a 90, de los que más de 60 son psicólogos. De trabajar solo en el este han extendido sus tentáculos por media docena de regiones del país gracias al aumento de la financiación, que ahora les llega mayoritariamente desde el extranjero. Esta ONG nació en 2019 sobre el germen sembrado por un grupo de voluntarios para asistir a menores cuando hace ocho años estalló la guerra en el este de Ucrania. Allí vivió durante cinco años Rozvadovska, tras haber desempeñado su trabajo en la institución estatal del Defensor del Menor.
Ahora reclaman a la ONG por todo el territorio nacional. Con la experiencia adquirida, solo cinco días después de que el pasado 24 de febrero entraran las tropas del Kremlin consiguieron abrir una línea telefónica de atención psicológica para las familias. La responsable de Voices of Children señala durante una entrevista en su despacho que no tienen un programa específico para niños huérfanos. Entienden en general al menor como una víctima en medio del conflicto armado y despliegan en torno a ellos ayuda humanitaria, evacuación, reedificación y restauración de viviendas, apoyo a discapacitados o atención psicológica. Rozvadovska es consciente de que los daños que sufren esas familias con desaparecerán con el fin de las hostilidades en el frente de batalla. “Esto llevará años, años y años”.
Es el caso de las hermanas Yulia, de 9 años, y Katia, de 13, que perdieron a su madre en el bombardeo ruso sobre la estación de trenes de Kramatorsk, que dejó el pasado 8 de abril 59 víctimas mortales. Marina Iorgu, de 39 años, esperaba ese día un tren junto a sus dos hijas y su hermana gemela, Olga. Como cientos de personas iban a ser evacuadas de esa convulsa región de Donetsk hacia el oeste del país. Cuando el misil impactó, Olga y Yulia estaban en el interior del edificio. Marina murió en el andén y Katia resultó herida. Más de ocho meses después, la niña lleva ya encima cinco operaciones para tratar de recuperar su pierna izquierda. “Yulia está más feliz, pero Katia lo está pasando fatal”, describe Nina Lialko, la abuela, de 65 años, en la nueva residencia familiar en la capital del país.
Una acuarela sobre un caballete preside una de las dos estancias de un humilde apartamento en el piso 11 de una torre de 27 plantas que se alza en la orilla izquierda del río Dniéper a su paso por Kiev. Sobre la cartulina, aparece un chalé bajo un sol, con piscina, jardín y un columpio. “Es la casa que sueña Katia cuando pase la guerra”, suspira Nina. La mujer ha trabajado de profesora de inglés hasta que el ataque a la estación la ha empujado a la jubilación. “Vivíamos tan bien…”, recuerda con añoranza su pueblo, Druzhkivka, a las afueras de Kramatorsk, donde fue enterrada Marina. Las dos hermanas residían en esa localidad en viviendas contiguas y trabajaban en la misma fábrica de dulces. Su madre describe vidas también gemelas, más si cabe desde la ruptura del matrimonio de Marina.
El padre de las niñas no se ha hecho responsable de ellas, cuenta con cierto alivio la abuela, pues temían que pudiera reclamarlas tras la muerte de la madre. “Pero no fue ni al entierro ni ha hecho nada por verlas. Tampoco por pagar lo que le corresponde como padre”, añade Nina. Lena Rozvadovska cree que es mejor que las niñas puedan seguir su vida con alguien de su entorno antes que ingresar en un orfanato.
Gracias a las redes de apoyo popular tejidas a la sombra de la guerra, la familia ha recibido el dinero necesario para pagar la renta del apartamento en Kiev, que con gastos suponen 10.000 grivnas al mes (unos 250 euros). Katia se encuentra estos días ingresada en el mayor hospital pediátrico del país, el Ohmatdyt. La están tratando allí gracias a la ONG Voices of Children. Nina agradece a cada instante la ayuda que reciben tanto a nivel financiero como psicológico, aunque afirma que a las niñas les cuesta ser atendidas para superar el duelo. Destaca en especial la atención que recibe su nieta Katia en el centro hospitalario. “No hemos tenido que pagar absolutamente nada”.
Olga aprovecha que Yulia se ha ido a clase de kárate y muestra en su móvil la foto que le hizo a Marina junto a las vías poco antes del ataque. Desliza a continuación el dedo unas cuantas veces sobre la pantalla y señala otra imagen en la que aparecen amontonados los cadáveres. “Ahí está”, dice. Todavía no acaba de asumir que además de tía se ha convertido en una especie de madre para sus sobrinas. “Me conocen de cerca desde que nacieron, estamos muy unidas. Pero sin Marina todo es muy difícil”, afirma Olga ante la atenta mirada de su madre. “Todo gira en torno a la ausencia de mi hija. Era una gran madre. Amaba desesperadamente a sus hijas”.
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