Aviones sin aeropuerto

Un avión sobrevuela el delta del río Llobregat, al lado del aeropuerto de El Prat de Barcelona.
Un avión sobrevuela el delta del río Llobregat, al lado del aeropuerto de El Prat de Barcelona.MASSIMILIANO MINOCRI / EL PAÍS

En España hemos pasado de los aeropuertos sin aviones (Castellón o Ciudad Real, entre otros) a los aviones sin un aeropuerto adecuado (El Prat). En los años del despilfarro, el territorio nacional se llenó de aeródromos fantasma, para gloria de los políticos que los inauguraban y la estupefacción de los economistas que no veían una demanda objetiva. En tiempos de recuperación, cuesta acometer la ampliación del de Barcelona, largamente solicitada en Cataluña. Y, en ambos casos, el mismo problema: los políticos secuestran el ciclo natural de las decisiones públicas.

En democracia, la política es conflicto. Solo los autócratas pueden decir “que se haga una pirámide” y se hace. Pero, precisamente porque una democracia es un constante tira y afloja, el disenso tiene que sistematizarse. Y la discusión sobre cómo incrementar las conexiones intercontinentales de El Prat, que se retrotrae a principios de este siglo, ha sido caótica. De momento, se ha resuelto con una reunión secreta entre el vicepresidente, Jordi Puigneró, y la ministra de Transportes, Raquel Sánchez. Esto ha enfurecido a políticos de los ayuntamientos afectados, que llevaban tiempo deliberando en una mesa de trabajo que, de repente, ha quedado obsoleta.

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Naturalmente, los ecologistas también han puesto el grito en el cielo. Alargar la tercera pista del aeropuerto deteriorará un espacio natural protegido en el delta del Llobregat. Y más aviones significa más emisiones de efecto invernadero y más turismo low cost.

Pocas decisiones recientes ejemplifican más claramente el dilema económico de nuestra era (crecimiento rápido versus sostenible) y el político de nuestro país (Gobierno catalán versus Estado). Pocos debates deberían pues haberse tratado con más mimo. Pero, tanto cuando llenábamos el desierto con obras públicas elefantiásicas como cuando vaciamos el mar con pistas de aterrizaje, nuestros políticos toman una decisión y luego buscan el consenso con los afectados. Debería ser al revés. Primero, consultemos a expertos, que proyecten escenarios distintos en función de priorizar más la economía o el medioambiente (por ejemplo, un aeropuerto “verde”, uno “amarillo” y uno “rojo”). Y después decidamos en función de criterios políticos, dejando claro a qué le damos más importancia. Los políticos eligen el rumbo, pero si también dibujan el mapa no llegamos a buen puerto. Ni aeropuerto. @VictorLapuente




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