Los Bravú han alicatado la Gran Vía madrileña. Este tándem artístico formado por Diego Omil, de 33 años, y Dea Gómez, de 32, reviste la fachada del clausurado Palacio de la Música ―muy próximo a la glorieta del Callao― con un tríptico azulejado de 30 metros de largo por cinco de alto, cuyo imaginario renacentista alterará la faz del centro capitalino hasta final de año. Entonces, darán comienzo las obras de rehabilitación del inmueble, cerrado a cal y canto desde 2008, cuando lo adquirió la Fundación Montemadrid, que consagrará el espacio a las artes visuales mediante la apertura de un nuevo centro hermanado con La Casa Encendida, del mismo dueño.
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Dibujado en un único tono cerúleo, el mural presenta en tres escenas las diferentes líneas de intervención que desarrolla La Casa Encendida: acción social, exposiciones y ecologismo. Los Bravú concibieron en su estudio de Carabanchel una acuarela a escala, rematada con puntos de bolígrafo, lápiz y grandes masas acrílicas. Este original, escaneado después por partes, se imprimió con láser sobre 2.842 baldosas blancas. El resultado, según apunta Omil, “es respetuoso con las diferentes texturas y opacidades”, asemejándose a la porcelana cocida y figurativa que decora muchas casas históricas de la ciudad. En el mural, tres bailarinas como Las tres gracias de Rubens dan paso al catálogo de ruinosas esculturas masculinas que se transfiguran en elementos naturales.
El espectador encontrará varios códigos QR que, repartidos por la pieza, enlazan con el programa expositivo de La Casa Encendida, así como con sus ponencias y podcasts. El mural tiene dos finalidades, como explica José Guirao, exministro de Cultura y director general de la fundación. Por un lado, presentar el futuro centro, “ligado a la música, el cine y el teatro en sus expresiones más amplias, desde lo más clásico a la innovación contemporánea”. Por otro, servir como escaparate temporal de “la vida cultural en la ciudad”. La fauna y la flora que triunfan en el mosaico se contraponen a la arquitectura, como esa réplica de las arcadas palaciegas o aquellas columnas forjadas que sostienen el mundo nuevo. “Tratamos de reflejar el cambio social, un renacer”, sostiene Gómez.
Desde la acera de enfrente se pierden los detalles del mosaico, un efecto buscado, según sus autores, que han huido de estridencias. “Buscábamos algo integrado en la Gran Vía, respetuoso con su aspecto y que ganara en las distancias cortas. Me cansan las intervenciones muy coloridas que luego resultan monótonas en su simpleza”, asegura Omil. Esa austeridad formal no impide que su trabajo pueda convertirse en el próximo photocall de la capital, como esta mañana sugería la irrupción de una modelo vestida de largo. Acompañada de un fotógrafo, posó frente a las cerámicas, que ahora adornarán el muro de Instagram de una incipiente firma de moda. Quién sabe si mañana colgará de otros cientos de cuentas.
No parece suponer un problema, Los Bravú trabajan la ironía. Apenas hay distancias en su manera de entender el juego y esa fijación atenta por el entorno. En la composición de impronta madrileña desfila un gallo como el que lucen los solariegos azulejos de Malasaña. Vuelan urracas y tórtolas, los patos del Manzanares parecen deslizarse por la leve pendiente de la Gran Vía hasta llegar a Callao. “Nos interesa la iconografía castiza, aunque parezcamos como muy modernos”, reconocen sus autores. Tanto es así que, entre plumas, piedra y clorofila, destaca una silla de plástico, emblema de las terrazas que han acaparado buena parte del debate electoral. “De verdad que está pensado mucho antes”, ríe Gómez. En julio de hace dos años, cuando recibieron el encargo, tan solo era un objeto más.
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