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Banalización a la española


A vueltas con la memoria histórica, este último año ha sido testigo de un nuevo capítulo que parece eternizar la cuestión de la toponimia del callejero urbano. Tras el renombramiento de la calle Millán Astray, el consistorio madrileño gobernado por Almeida decidió volver a cambiar el nombre de una serie de vías, entre las que se encuentra la del Memorial 11 de marzo de 2004 que vuelve a llamarse Caídos de la División Azul. No ha sido esta la única vez a lo largo de este segundo año pandémico en la que el recuerdo a los soldados españoles que lucharon en el frente del Este a las órdenes de la Wehrmacht ha aparecido en los medios de comunicación. En febrero, el homenaje anual que le tributan grupúsculos de extrema derecha a la Blaue Division en el cementerio de la Almudena se vio empañado no tanto por su parafernalia ético-estética habitual de caras al sol, camisas nuevas y simbología fascista sino por las declaraciones altisonantes y grandilocuentes de la estudiante de historia, Isabel Peralta. Producto ella misma de la posverdad del peor youtuberismo y del mundo de los influencers, aquella fugaz musa del neofalangismo lanzaba una diatriba antisemita parangonando la soflama vertida hace ochenta años por Serrano Suñer del “¡Rusia es culpable!”. En el video que corrió como la pólvora (viral si nos adecuamos a la terminología actual) se observaba la actitud desafiante, aderezada con una pose de chulapa casticista, de una joven oradora que no tenía ningún reparo en señalar la culpabilidad histórica del judío en la decadencia de la civilización occidental y cristiana.

Archivada la causa sobre su discurso antisemita, la Fiscalía Provincial de Madrid acaba de poner una denuncia contra Peralta por incitar a la violencia contra la migración musulmana en un acto organizado el pasado 18 de mayo frente a la Embajada marroquí. Dejando de lado lo que había en su discurso de altavoz para futuros seguidores (followers, perdón) de sus respectivas redes sociales, lo que interesa remarcar es que la España intelectual del primer franquismo no se apartó demasiado de las prejuiciosas, ancestrales y manidas descripciones que se escucharon este año en la Almudena sobre el judío eterno y otros cantos de sirena nacionalsocialistas. La supuesta “novedad” de recibir en la España del siglo XXI un alegato antisemita trufado de topicazos nazis sobre conspiraciones de los Sabios de Sión reside todavía hoy en día en afianzar un cortocircuito temporal (1939-1945) en el que España continuaba siendo aquel territorio Judenfrei desde que los Reyes Católicos los expulsaron en 1492 y, por consiguiente, alejado de las preocupaciones vitales y existenciales de la raza aria en su combate contra la cosmovisión judía del mundo.

Aquella desafortunada intervención en recuerdo a los divisionarios españoles, denunciada a su vez por la Federación de Comunidades Judías de España (FCJE), habría que hacerla extensible, pues, a la utilización que se sigue haciendo, incluso desde el ámbito académico, de una germanofilia exculpatoria: es un cajón de sastre (o salvoconducto) para muchos de aquellos periodistas, escritores e intelectuales empedernidos que quisieron blanquear su colaboracionismo pronazi una vez este había sido derrotado en los campos de batalla. El auxilio indispensable lo puso la doctrina anticomunista y la nueva etiqueta del nacionalcatolicismo, que sirvieron de tabla de salvación para el régimen franquista como elementos diferenciales con respecto a los totalitarismos ateos, primero, y como recurso ideológico de supervivencia, después. Aquella germanofilia provenía de la Gran Guerra e incluía a nombres como Benavente, Muñoz Seca o Arniches pero fue mutando en 1933 al compás de la recepción e interpretación que habían hecho de la ideología nacionalsocialista los Onésimo Redondo, Ledesma Ramos y Giménez Caballero. Durante aquellos años de liderazgo alemán, parte de aquella intelligentsia perteneciente a diferentes fuerzas políticas antirrepublicanas (y no solo falangistas) se dejaron embelesar por los aires de renovación espiritual, política y económica que conllevaba el ascenso de Hitler como instrumento para derrocar al sistema republicano español. Y también al pie del cañón estarían católicos, vale la pena recordarlo, como González-Ruano y Eugenio Montes que, desde sus corresponsalías berlinesas, evitarían en los primeros estadios del nuevo régimen alemán abordar asuntos tan espinosos del ideario nacionalsocialista como el racismo y el antisemitismo o denunciar (a excepción de Bermúdez Cañete) la persecución a la que se vio sometida la comunidad judía.

No decimos nada nuevo al asegurar que la España azul mahón surgida de la Guerra Civil, cómplice ideológica de los totalitarismos y pedigüeña obstinada para poder revertir un imperio colonial defenestrado, fue germanófila por los cuatro costados y ventajistamente hitleriana más que filonazi, debido esencialmente al catolicismo español y a la naturaleza neopagana del nacionalsocialismo. Pero tampoco nos debería sorprender que los discursos actuales contradigan la versión oficial de una España incólume al virus del nazismo o despreocupada de la Judenfrage (“la cuestión judía”). Fueron más de los que nos pensamos quienes en este país, en el ámbito periodístico, jurídico e intelectual, se posicionarían abiertamente por la victoria de Alemania con todo lo que conllevaba un futuro Nuevo Orden europeo bajo la égida goebbelsiana. Y no me refiero exclusivamente a los camisas viejas falangistas que, al menos, como en el caso de Ridruejo, purgarían culpas en destierros nacionales al enfrentarse a las autoridades franquistas. Peor sería, por el contrario, la actitud servil, lacayesca y ambiciosa, de todos aquellos que, tras haber confeccionado crónicas laudatorias sobre el ejército alemán, Hitler o su ideología, arrojarían su filonazismo a la más mínima ocasión iniciando una fase de “descargo de conciencia” a modo de literatura memorialística. Había llegado el momento de silenciar un pasado incómodo para los nuevos tiempos de la posguerra europea. Ahí se convirtieron en auténticos maestros de la media verdad o de la justificación de lo injustificable figuras de la prensa franquista como Andrés Révész, Manuel Brunet, González-Ruano, Penella de Silva o Carlos Sentís, entre otros.

Ahora que se cumplen exactamente 83 años de la trágica Noche de los cristales rotos contra los judíos alemanes, proclamas como “el judío es el culpable y la División Azul luchó por ello” no son, en definitiva, un problema exclusivamente educativo. Tienen también algo que ver con el periodo en el que vivimos: la bandera de la banalización es enarbolada día a día irreflexivamente y con independencia de las consecuencias éticas o morales que acarrea sobre la violencia de género, la homofobia, el cambio climático, la inmigración, el negacionismo de la covid o, por supuesto, el renombramiento de una calle en honor a un grupo de soldados que dieron su vida, entre otras razones, por un régimen que estaba exterminando a miles de judíos en Babi Yar, Sobibor o Treblinka. Esa “banalidad del mal” —ya en términos arendtianos—fue la misma por la que se dejaron guiar aquellos germanófilos y filonazis (si realmente existía tal diferencia en un periodo de profunda sintonía entre el franquismo y el Tercer Reich). Fue una banalización a la española repleta de mezquindades personalistas, indiferencia o servilismo y, en el caso de la intelectualidad española, funcionó como instrumento coyuntural de la colaboración ideológica entre la España franquista y la Alemania nazi.

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