Al llegar a la colonia penal IK-1 de la localidad rusa de Yaroslavl, Ruslán Vajapov debía haber recibido un colchón nuevo, almohada y ropa de cama. Pero lo que le esperaba en la litera del barracón de dos habitaciones que compartía con otros 130 reclusos eran las pertenencias heredadas de otro interno que ya había cumplido su condena. “Y nada más. Camas llenas de chinches, cuatro baños y cuatro lavabos para más de un centenar de hombres, nada de agua caliente. Y trabajo”, rememora Vajapov, de 39 años. En aquel centro, que saltó a la luz después de que un vídeo filtrado revelase las palizas a un preso, pasó más de un lustro por un caso que las organizaciones de derechos civiles consideran fabricado. Vajapov, que trabajaba como transportista, fue arrestado en 2012 después de parar a orinar al borde de la carretera y condenado por exponerse a menores, después de rechazar pagar sobornos a las autoridades, reclaman sus abogados.
Rusia basa su sistema penitenciario en centros como el IK-1. Colonias penales heredadas de la antigua URSS que se componen de centros cercados con alambres y concertinas, con grandes barracones de madera o ladrillo en los que viven, en grandes habitaciones, los reclusos juntos sin importar el delito; aunque hay colonias más o menos estrictas en función de la gravedad del crimen. Una estructura que empezó en la época zarista pero desarrollada a partir de los campos de trabajos forzados del Gulag soviético y en la que los presos deben, como en aquel entonces, trabajar. Colonias, la mayoría dispersas por la extensa geografía del mayúsculo país euroasiático, en las que las organizaciones especializadas denuncian constantes violaciones de los derechos humanos. “Trabajo esclavo, falta de atención médica, abusos, torturas”, expone la coordinadora de la organización Rusia en Prisión, Inna Bazhibina. “En el fondo, el gulag sigue siendo el gulag”, asegura.
Es el sistema al que puede enfrentarse en breve el destacado opositor Alexéi Navalni. Este sábado, un tribunal de Moscú rechazó su recurso de apelación y ratificó una pena de tres años y medio en una colonia penal para el activista. El crítico más destacado contra el Kremlin fue condenado el 2 de febrero por vulnerar los términos de la libertad condicional dictada en una polémica sentencia de 2014 que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo consideró hace cuatro años “arbitraria e injusta”. Navalni, de 44 años, conocido por destapar los escándalos de corrupción de la élite económica y política de Rusia, faltó a las revisiones judiciales obligatorias mientras estaba en Alemania recuperándose del envenenamiento que sufrió el pasado agosto en Siberia. Un ataque con una neurotoxina de uso militar de la época soviética del que acusa directamente al presidente ruso, Vladímir Putin, y tras el que Occidente señala la mano del Kremlin.
La justicia rusa aún no ha determinado a qué colonia irá a parar Navalni, que tiene otros procesos judiciales abiertos —este sábado mismo fue condenado a una multa de unos 9.500 euros por difamar a un veterano de la Segunda Guerra Mundial—, y que todavía puede permanecer un tiempo indeterminado en prisión provisional hasta que se resuelvan. Además, los traslados suelen ser muy largos y opacos, según han denunciado organizaciones como Amnistía Internacional, que describen viajes de reclusos en vagones cerrados y sin ventanas; trayectos a veces de un mes hasta la colonia de destino, que no conocen hasta llegar allí. De momento, las autoridades rusas han hecho caso omiso a las presiones nacionales e internacionales y al fallo del Tribunal de Estrasburgo que el miércoles exigió en una infrecuente resolución cautelar la liberación del activista.
La variedad es amplia. Hay unas 670 colonias penales en Rusia y apenas una decena de cárceles (centros más parecidos a las penitenciarías occidentales, con celdas pequeñas, que suelen ser para el tiempo de detención provisional o preventiva), según los datos del Ministerio de Justicia. Colonias en la despoblada Karelia, que limita con Finlandia, donde pasó un tiempo el oligarca Mijaíl Jodorkovski, tras su paso por una colonia siberiana en la que trabajó cosiendo guantes después de ser condenado en un caso de fraude que se considera político; en el mar Blanco; en Mordovia, donde estuvo un par de años Nadia Tolokonnikova, del movimiento punk Pussy Riot, elaborando uniformes de policía para pagar su pena por “vandalismo motivado por el odio religioso” tras una protesta contra Putin en una catedral de Moscú; en Primorie, en el extremo oriente junto al mar de Japón. Lugares repartidos por el territorio y vinculados al concepto de desarrollo económico de la época soviética, cuando el trabajo forzoso de los prisioneros tenía una función crucial en la estructura del Estado.
Rusia es, en proporción, el país con más presos de Europa; aunque lejos de las cifras de Estados Unidos o Brasil. En el país euroasiático (unos 144 millones de habitantes) cumplen condena hoy 483.000 personas. En 2020, por primera vez desde que hay recuentos, la cifra de reclusos fue menor al medio millón, explica Eva Merkachova, experta en colonias penales y miembro de varias comisiones oficiales, que destaca que la ausencia del concepto de “delito menor” en el Código Penal conduce en un porcentaje muy alto a las penas privativas de libertad. Además, un escaso porcentaje de los casos judiciales terminan en absolución. “Cuando empecé a visitar centros llegué a ver una saturación tal de presos que algunos debían dormir en el suelo, otros habían hecho hamacas que colgaban de las literas, la alimentación era pésima, olía horrible”, describe por teléfono Merkachova, que asegura que, en los ocho años que lleva estudiando los centros de reclusión rusos, la situación ha cambiado para algo mejor.
Alexéi Polijovich cree que, en cierta medida, tuvo suerte. Fue detenido en 2012, con 22 años, durante las manifestaciones multitudinarias de la plaza Bolotnaya de Moscú en repulsa al fraude electoral y contra Vladímir Putin, y condenado a tres años y seis meses de cárcel por participar en “disturbios” y amenazas o uso de violencia sin riesgo para la salud contra funcionarios gubernamentales. Sin embargo, le tocó cumplir la pena en una colonia “cerca” de su familia, en Riazán, a algo más de cuatro horas en tren desde la capital rusa. “Mis padres podían ir y venir en un día. No como otras personas, que tienen que coger un avión y gastar muchísimo dinero en poder visitar a sus seres queridos”, comenta por teléfono Polijovich, hoy convertido en activista.
No hay una ley que dicte que los reclusos deben estar cerca de sus familiares, apunta Oleg Novikov, de la fundación Veredicto Público, una organización de ayuda legal, que señala que las autoridades de la colonia presionan, chantajean y castigan a los internos usando las visitas de sus allegados.
Según la división informal que data de la extensa cultura carcelaria de la época soviética, las colonias masculinas rusas se dividen entre rojas, centros brutales, firmemente controlados por el gobernador de la prisión y donde las reglas son estrictas y se han detectado numerosos casos de torturas, y negras, donde las normas son más ligeras y los líderes criminales de la colonia negocian con las autoridades de la prisión y “controlan” de manera informal al resto de reclusos a través de reglas tácitas; aunque las mismas reglas del mundo criminal. Polijovich estaba en una de las negras. “Era una buena colonia”, cuenta. “Incluso se podría denominar colonia comercial, porque el sistema era más flexible que en una colonia totalmente negra, si alguien violaba las reglas la situación se podría llegar a resolver pagando”, cuenta. Cumplió su pena en uno de los talleres textiles asociados a la prisión. Ganaba unos 400 rublos (algo más de 4 euros) al mes por ocho horas de trabajo cinco días a la semana. Recibía su salario en forma de cigarrillos, que usaba para “comprar pequeños servicios”, comenta Polijovich.
La jornada máxima no puede superar las 40 horas semanales, según la ley, que marca también que los reclusos de las colonias penales deben recibir un sueldo. Y que contribuir con la labor garantiza también algunos incentivos, como visitas adicionales. Sin embargo, señala la activista Bazhibina, las reglas no se cumplen. Hay personas que no pueden trabajar y son penalizadas por ello. O que se ven obligadas a hacerlo en puestos que apenas les proporcionan un par de rublos mensuales. Una cantidad tan exigua que no les llega ni para comprar papel higiénico, un bien de lujo en la colonia, cuenta una reclusa en una carta manuscrita, en la que explica que si tuviera dinero para comprar unas gafas podría trabajar en el taller de costura del centro y obtendría algo más de beneficios.
Con el sueldo de un mes confeccionando uniformes oficiales, a Tania Kuznetsova le dio para adquirir un frasco de café soluble y dos bolsas de los caramelos más baratos de la tienda de la colonia. La mujer, de 53 años, cumplió seis años y medio en una colonia correccional en un caso de fraude contra la agencia de viajes en la que trabajaba. Cuenta que su jornada era de 12 horas al día, seis días a la semana; y que para “burlar” las normas laborales y las posibles inspecciones dada la cercanía del centro con Moscú, las autoridades de la penitenciaría obligaban a las reclusas a firmar que querían “voluntariamente” hacer horas extras.
El Servicio Penitenciario Federal es una poderosa maquinaria financiera. Las colonias tienen contratos con organizaciones estatales ―a veces también privadas— y los cupos de producción no están fijados por ley, por lo que a veces se agrandan al máximo. Además, en algunas regiones, como Mordovia, lo que aportan las colonias penales se ha convertido en imprescindible para el presupuesto regional. Así que la maquinaria laboral de la que tiran los reclusos nunca para, señala Inna Bazhibina.
Pese a esa enorme estructura, muchas veces los reclusos carecen de productos básicos, dice la coordinadora de Rusia en Prisión. Tania Kuznetsova cuenta que todas las presas de su colonia debían llevar uniforme y pañoleta constantemente, pero que solo les entregaron un juego, sin recambio. “Así que sin posibilidad de cambiarlo o lavarlo, algunas chicas trataron de coser otro robando tela de la fábrica para ellas mismas o para revenderlo”, relata. Solo en una ocasión en todo el tiempo que estuvo presa le entregaron un paquete con productos sanitarios: pasta de dientes tamaño viaje, cepillo de dientes, papel y compresas. Y una única vez, zapatos. “Y las suelas eran tan finas, como de papel, que no aguantaban. Terminamos descubriendo por las etiquetas que eran zapatillas de las que se usan para enterrar a los muertos”, asegura la mujer.
Organizaciones como Veredicto Público —que ayudó a destapar las torturas en el penal de Yaroslavl donde estuvo preso Ruslán y logró la condena de varios oficiales— han documentado numerosos casos de explotación laboral, explica su portavoz, Oleg Novikov. Sin embargo, a los internos les cuesta mucho denunciar. Temen represalias. Las “oportunidades” de castigar a los reclusos son muchas. El activista Konstantin Kotov fue internado en una celda de aislamiento por usar los guantes que otro recluso le había prestado. El magnate Jodorkovski, por aceptar unas cuantas frutas de otros internos después de que un día se perdió la cena. Castigos que alejan a los internos destacados del resto de presos y de sus allegados, y que son “más comunes” que la violencia física en los casos de renombre. Para otros, la realidad es distinta, cuenta Vajapov, que hoy ayuda a otros reclusos a navegar por el complejo sistema penal, y que habla de palizas “preventivas” dos veces al año, de falta de atención médica y de criminalización del enfermo: “En Rusia, en las colonias penales lo que impera es la cultura de la impunidad”.
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