Bebe, la bandolera crepuscular de Enrique Urbizu

A Enrique Urbizu se le da bien retratar mundos que agonizan. Esa mirada ya estaba presente en su anterior serie, la notable Gigantes, y sin ella es imposible adentrarse en su nuevo universo crepuscular, Libertad. Una serie de cinco capítulos de 50 minutos cada uno, un concentrado en forma de película de 138 minutos y, sobre todo, un canto a las leyes no escritas de ese lugar fronterizo, tan real como imaginario, donde la leyenda vence a la historia. Libertad arranca en un salón de Londres y de la mano de un escritor burlón y bilingüe encarnado por el actor Jorge Suquet. Con su hazaña impresa en la mano, evoca su tierra paterna —”la cruel y bella España”— y a un personaje indómito, Lucía La Llanera.

Libertad no es una serie de aventuras, porque ocurre cuando ya ha acabado la aventura. Una mujer madura y afeada por 17 años de cárcel vuelve a galopar acompañada por el hijo que ha tenido entre rejas. Habla del camino de regreso, de personajes errantes en busca de su destino, atravesados por la lógica de los que no tienen nada que perder. Hasta que uno de ellos, ella, sí que tiene algo que perder. Urbizu mira una vez más a la familia y sus insondables cadenas. En Libertad hay madres, padres, hijos, hijas, hermanos y hermanas. Con La Llanera reviven las películas de piratas, el viento en las velas y las mujeres que viven y matan como hombres. Pero el mundo y ella han cambiado y ahora teme a la violencia y a la muerte. Quiere que su hijo viva y que lo haga sin ser un esclavo. Urbizu deposita en Bebe una razonable fe ciega.

Más que actriz, la cantante funciona como una presencia capaz de hacer verosímil esa leyenda y sus símbolos: el pelo rapado, el mito de lo que significó su imponente melena azabache, su profunda mirada domada por el amor de un hijo, su belleza sin tiempo. En el primer capítulo, cuando la bandolera deja la cárcel con ese emocionante plano en el que ella y su hijo suben una escalera iluminados por la luz de su añorada libertad, la intérprete expresa tanto poder y dignidad desde su diminuto cuerpo que parece nacida para este papel de legendaria pendenciera.

Resulta chocante que en la promoción de la serie/película se empecinen en decir que Libertad no es un wéstern porque ocurre aquí al lado, como si la gramática y algunos arquetipos del género no estuviesen en películas de astronautas o de pastores de la estepa. Y no es solo porque el plano final de Libertad recuerde al plano más icónico de la película del oeste más venerada, sino porque la serie/película ocurre casi enteramente al aire libre y con esos personajes fronterizos y fuera de la ley que son la razón de ser del wéstern y que, como el joven bandolero rubio de la cuadrilla del Lagartijo, son hijos de Peckinpah y su violenta y melancólica sabiduría. Urbizu y su equipo no solo han logrado un elenco de rostros creíbles (el hijo, el citado bandolero joven, todos los asaltacaminos desdentados), sino una ambientación contundente, que hace comprensibles las capas sociales de un país oscuro, con toda la mugre y a la vez toda la elegancia de esa meseta que los personajes recorren como si se tratase de su propio interior, rocoso e impenetrable.

El montaje alternativo para cines redobla el disfrute de los espacios, pero pierde en las tramas del coro de personajes, algunos de ellos bordados (como el gobernador al que da vida Luis Callejo). Donde la serie levanta definitivamente el vuelo, en sus capítulos finales, la película se muestra, en cambio, imprecisa. Existen precedentes de este experimento. La plaza del Diamante, de Francesc Betriú, La forja de un rebelde, de Mario Camus, o El abuelo y Sangre de mayo, ambas de José Luis Garci, tuvieron su doble versión. Pero aquí la propuesta bicéfala se estrena al mismo tiempo y aunque la riqueza visual de Urbizu se ensancha en una sala de cine, la serie, pese a sus, a veces, exasperantes subrayados musicales, permite comprender mejor a la Llanera y su destino.


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