Berlín tiene imán para los rebeldes postsoviéticos


Rusia ha tratado de cultivar durante años su papel de superpotencia que perdió con el derrumbe de la Unión Soviética. Ahora, las crisis en el espacio de la antigua URSS, su tradicional área de influencia, con una guerra abierta por el enclave del Alto Karabaj entre Armenia y Azerbaiyán, las graves protestas y disturbios en Kirguistán contra el fraude electoral, y meses de movilizaciones ciudadanas en la vecina Bielorrusia contra el fraude electoral y su aliado Aleksandr Lukashenko, ponen bajo el foco la imagen del Kremlin y de Vladímir Putin como mediador y líder influyente en el escenario mundial; también en la baza que el presidente ruso suele jugar como garante de estabilidad. Sobre todo porque el tumultuoso verano ha dejado paso a un otoño aún más caliente en su vecindario.

Lo que suceda en el Cáucaso sur -donde Turquía pugna cada vez más fuerte por influir y que con su apoyo a Bakú está desafiando la hegemonía de Moscú en la región y cuestionando su papel de árbitro, en Kirguistán y Bielorrusia- y cómo actúe el Kremlin en estas crisis marcará su papel no solo en los acontecimientos del espacio postsoviético sino también en el equilibrio de la geopolítica mundial. Pero las crisis en su patio trasero, que le han pillado desprevenido y enfrascado en sus propios problemas internos, tienen gran una influencia también dentro de Rusia, donde la crisis económica, la gestión de la pandemia de coronavirus y el hastió con una política muy centralizada y necesitada de renovación y cambios están alimentando el descontento social.

El hartazgo se ve claramente en lugares como Jabárovsk, en el Lejano Oriente ruso, a más de ocho horas de vuelo hacia oriente desde Moscú, donde las protestas por la detención de su gobernador, acusado de asesinato, han cumplido más de 90 días y se han transformado en movilizaciones críticas hacia Moscú y, cada vez más, hacia Putin. Este sábado, por primera vez desde el inicio de las multitudinarias manifestaciones pacíficas, los antidisturbios han cargado duramente contra la ciudadanía en una señal de que las autoridades están cansadas de las protestas de Jabárovsk, que han visto muestras de solidaridad en lugares como Minsk o Biskek y en medio de la creciente inestabilidad, y temen se repliquen en otros lugares.

“Estamos viendo el legado continuo del colapso de la Unión Soviética hoy”, opina el analista Paul Stronski, del centro Carnegie. En las actuales crisis de Kirguistán, Bielorrusia, Armenia y Azerbaiyán, donde la última oleada del viejo conflicto ha causado ya cientos de muertos y heridos, se perciben todavía de una forma u otra los rescoldos del derrumbe de la URSS, dice el experto: el autoritarismo, la falta de elecciones libres, las tensiones territoriales y étnicas; todo ello unido hoy al desarrollo de un incipiente tejido de sociedad civil que tiene cada vez más reclamaciones democráticas.

Como está ocurriendo ahora en Bielorrusia, donde no se apagan las protestas multitudinarias contra el fraude electoral tras graves evidencias de manipulación en las presidenciales del pasado 9 de agosto, en las que Aleksandr Lukashenko, que ha gobernado con puño de hierro el país durante 26 años, se atribuye su sexto mandato.

El espacio postsoviético ha experimentado distintas tensiones en los últimos 30 años, muchas de sus crisis han sido legado de la URSS o de su disolución; algunas son heredadas de antes ―otras están relacionadas con el apetito territorial de Rusia y por mantener su influencia, como la anexión de Crimea o la guerra del Donbás—. También conflictos estancados como el del enclave montañoso del Alto Karabaj o Nagorno Karabaj, en el Cáucaso sur, controlado por Armenia en suelo de Azerbaiyán —y además con reclamos de autodeterminación—, que ha visto distintas violaciones de un alto el fuego declarado en 1994 tras la guerra entre Bakú y Ereván por el enclave de principios de la década de 1990, en la que murieron más de 20.000 personas y que dejó alrededor de un millón de desplazados; la mayoría azerbaiyanos.

Hasta el pasado 27 de septiembre, cuando después de casi tres décadas de escaramuzas intermitentes tanto de Armenia como de Azerbaiyán, Turquía apoyo abiertamente a este último, con quien comparte potentes vínculos culturales y étnicos, y se inició una escalada que se ha transformado en una guerra abierta con un ingrediente multipolar en la que Ereván y Bakú se acusan de atacar objetivos civiles. Los representantes del Alto Karabaj y los medios de comunicación independientes desplegados sobre el terreno han informado de ataques de Azerbaiyán contra edificios de viviendas y otras infraestructuras civiles, entre ellos la catedral de la ciudad de Shusha, y hablan de una catástrofe humana, con miles de desplazados internos. Bakú, mientras, denuncia ataques en Ganja.

Rusia, que aunque tiene una base militar en Armenia, a la que le une además un acuerdo de defensa, vende armas a las dos partes, ha hecho valer estos días su papel de árbitro y aliado de ambos mediando en la firma de un alto el fuego que ha entrado en vigor este sábado a medio día pero que, como ya ha quedado patente, tienen pocos visos de cumplirse.

En el conflicto del alto Karabaj se ven reflejados los complicados equilibrios geoestratégicos de Moscú en la región. Esta semana Putin dijo que Rusia haría efectivo su acuerdo de defensa con Armenia si los combates se extendían a territorio armenio, pero también precisó que el Karabaj no lo es. Además, explica el politólogo Alexander Baunov, a diferencia de otras ex repúblicas soviéticas con conflictos congelados como Georgia o Moldavia, Azerbaiyán no ha sido un Estado “enemigo de Rusia”. “Nunca ha tenido un Gobierno que convirtiera la retórica antirrusa en un producto clave de política exterior o que proclamara la emancipación de Rusia como su principal objetivo”, remarca Baunov.

El Kremlin está ‘atrapado’ entre intervenir para apuntalar a uno de sus aliados y dejar al otro. O como en Bielorrusia, donde su apoyo (por ahora) a Aleksandr Lukasheko —que este sábado ha mantenido una inédita reunión con algunos opositores detenidos, entre ellos el exbanquero Viktor Babariko— está jugando un papel fundamental para el mantenimiento del régimen bielorruso pero también está derivando en el nacimiento de un sentimiento ciudadano contra Moscú en un país donde apenas lo había.

El enfoque de Putin hacia la política exterior más que hacia los problemas internos de Rusia le estaba costando puntos de popularidad en casa, ha escrito la analista Tatiana Stanovaya. Pero ha visto que desatenderla también tendría un gran coste para su democracia administrada. Los observadores ven en todos estos frentes abiertos y en la postura poco clara de Moscú un síntoma de debilidad de Putin, que acaba de cumplir 68 años y que hace solo unos meses se garantizó con una reforma constitucional la opción de perpetuarse en el poder. De poco ha servido la reunión hace dos semanas de Putin con el presidente de Kirguistán, Sooronbai Jeenbekov, en la que el líder ruso le prometió apoyo.

Ahora, el país de Asia central, que ha sido objeto de intereses no solo de Rusia sino también de China y Estados Unidos (que tuvo una base durante la guerra de Afganistán y hasta 2014), está sumido en el caos, después de que miles de personas salieran a la calle contra el fraude en las elecciones parlamentarias y tomaran varios edificios oficiales. La Comisión Electoral Central de Kirguistán anuló el martes el resultado de las elecciones, pero las protestas no cesan.


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