Un helicóptero irrumpió la tarde del 18 de julio de 1986 entre las nubes del cielo lluvioso de Milán al compás de la Cabalgata de las Valquirias de Wagner. El artefacto aterrizó en la vieja Arena di Milano y salieron uno a uno las estrellas del equipo que se había comprado hacía unos meses el empresario de moda en Italia, el dueño de un incipiente imperio mediático llamado Fininvest (la matriz de Mediaset). Un club que poco antes se había asomado a la quiebra y que había penado tristemente en la Serie B. Estaba tan mal que su anterior presidente, Giussy Farina, alquilaba Milanello para celebrar bodas y bautizos. Aquella tarde, sin embargo, cambió para siempre la suerte del equipo y la historia del calcio. Quizá también la de Italia.
La noticia hoy es que el AC Milan ha vuelto tras una década en la UVI. El equipo lleva dos temporadas gravitando en los primeros puestos de la clasificación -ayer ganó 2-3 al Atalanta y se mantiene segundo en la tabla- y sueña secretamente con su primer scudetto desde 2011, cuando terminó un ciclo glorioso y volvió a cambiar de propietario. Pero que nadie se engañe. No hay un solo día en que un empleado de Milanello no haga una broma nostálgica sobre el viejo Silvio, que esta semana ha cumplido 85 años. Il Cavaliere lo celebró con su hijo, su novia de 31 años (los mismos que duró su presidencia en el club) y una tarta que reproducía aquel volcán de su villa de Cerdeña, que entraba en erupción en el clímax de las orgías que celebraba (una de ellas quedó inmortalizada en la portada de este periódico). Y es cierto que todo aquel universo puede ahora parecer un chiste. Pero no lo fue visto desde el terreno de juego.
Berlusconi, a quien su médico siempre definió como un ser inmortal, es la piedra Rosetta que permite descifrar casi todos los fenómenos de la Italia moderna. También la síntesis de la relevancia que ocupa el fútbol en la vida pública del país. El dueño de Mediaset fue primer ministro fundamentalmente gracias a su hoja de servicios como presidente del AC Milan. En 1986 se lo compró a la familia Farina por 20.000 millones de liras (10 millones de euros), ganó cinco Champions -de las siete que tiene- y construyó equipos legendarios y contraculturales en la Italia del catenaccio, donde entrenadores como Sacchi eran marcianos. Si había sido capaz de aquello, pensaron los votantes, cómo no iba a volver a poner en órbita la séptima economía mundial. Creó así el cocktail perfecto entre política, fútbol y televisión. Un suero capaz de hipnotizar a fans y detractores y en el que las fronteras entre esos universos desaparecieron. Forza Italia acuñó en 1994 el nombre de un eslogan futbolístico y sus detractores ya ni siquiera pudieron volver a gritarlo cuando jugaba la Nazionale.
Más allá del juicio moral y político -y de los casos que todavía debe afrontar por instigación a la prostitución de menores, si no fuera porque entra y sale del hospital para evitar declarar ante el juez-, Berlusconi fue un visionario. A finales de los ochenta intuyó que la Copa de Europa agonizaba. El viejo tahúr desafió a la UEFA mucho antes que el trío de aprendices del Botafumeiro: un envite que desembocó en la actual Champions League. Es tentador pensar que el mérito fue del dinero o del poder político. Pero entonces habría que equipararlo hoy a millonarios clubes-Estado. En sus 10 primeros años de presidencia Berlusconi jugó cinco finales de Champions o Copa de Europa, de las que se llevó a casa tres. Ganó ocho trofeos internacionales: además tres Supercopas de Europa y dos Intercontinentales. El PSG de los jeques ha logrado en 10 años una final de Champions y cero títulos internacionales.
Los fracasos del Milan dieron pie a un ocaso crónico del equipo y de su presidente, tocado también por la crisis financiera del mundo y la persecuación de la Troika a su obra política. Y así Berlusconi, ya más cercano en esa época a Geppetto que al playboy que un día creyó ser, perdió las ganas de bajar al vestuario a contar chistes de faldas. Demasiados escándalos, miles de líos políticos e incontables desafíos judiciales. En la familia nadie quería ya ocuparse del club y decidieron deshacerse de él. Pero faltaba el truco final, que consistió en colocárselo a un fantasma chino por 740 millones (incluidas sus deudas). Nadie consiguió saber quién era aquel empresario. La Gazzetta dello sport, de hecho, se fue a China para llamar al timbre de su casa, pero no encontró a nadie. El tipo, casualmente, había pagado ya prácticamente todo el dinero y luego desapareció. La sombra del blanqueo, como tantas otras veces, sobrevoló la operación. Y ahí terminó. Hoy Berlusconi se ha comprado el Monza, donde todavía no han sonado las Valquirias ni trajo nunca en helicóptero a sus jugadores. Pero ha prometido convertirlo en el nuevo Milan. Y nunca conviene subestimar la inmortalidad.
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