Este lunes falleció a una edad avanzada el antiguo líder de una gran democracia, que empleó sus miles de millones en comprar una inmensa influencia política, que tuvo una extraña habilidad para utilizar el medio televisivo para transformar la cultura, que fue tristemente célebre por una serie de sórdidas aventuras sexuales, que se enfrentó a procesos judiciales por múltiples presuntos delitos, y que debilitó el Estado de derecho al no respetar los límites constitucionales a su poder, personalizando el conflicto político hasta que todo el país pareció dividirse por la mitad entre sus partidarios y sus adversarios. No, el nombre del fallecido no es Donald Trump; es Silvio Berlusconi.
Cuando Berlusconi “bajo al terreno de juego” de la política italiana por primera vez, a raíz de un gran escándalo de corrupción que, a principios de la década de 1990, pulverizó a los partidos políticos de toda la vida, los observadores externos lo miraban con una mezcla de preocupación y ligera perplejidad. Con su comportamiento machista y sus chistes sexistas, su pasado como cantante de cruceros y su presente como mujeriego empedernido, parecía un personaje anacrónico: un miembro del reparto de un vodevil del siglo XVIII que, de alguna manera, se había autoteletransportado a finales del siglo XX y ahora estaba representando un extenso acto de arte escénico. Durante la primera década de su ascenso político, la información extranjera sobre Berlusconi tendió a considerarlo un personaje a la vez retrógrado y específicamente italiano; la idea de que pudiera ser un presagio de lo que estaba por llegar a su propio país nunca pareció ocurrírseles a los corresponsales extranjeros que enviaban sus entretenidas crónicas sobre las últimas tropelías del mandatario a Le Monde o a The New York Times.
Pero a pesar de la profunda influencia que el largo pasado de Italia sigue ejerciendo sobre la nación, y de todas las formas en que su cultura puede parecer anticuada en el día a día, el país tiene un largo historial de anticipación del futuro político. Las ciudades-Estado de la Italia medieval demostraron ser un puente esencial entre las tradiciones democráticas del mundo antiguo y los nuevos intentos de autogobierno colectivo promovidos por algunos rebeldes intrépidos en las lejanas colonias británicas de Norteamérica a finales del siglo XVIII. Más tarde, los vitriólicos discursos de un hombre bajito y regordete llamado Benito Mussolini —que al principio también parecían sacados de las páginas de una opera buffa— serían la inspiración esencial para imitadores aún más peligrosos en Alemania y en otros países. Italia ha demostrado a menudo que es un laboratorio insospechado de la política, y volvió a demostrarlo tras el ascenso de Berlusconi.
Con la sabiduría que da la experiencia pasada, el efecto que tuvo Berlusconi en la política italiana resulta terriblemente familiar. Berlusconi llegó al poder explotando la reacción violenta contra los fallos de las instituciones existentes que eran profundos y genuinos. Sus enemigos le infravaloraron constantemente por su grosería, y echaron al electorado a sus brazos al hacer más que evidente el desprecio que sentían por sus partidarios. Personalizó magistralmente los conflictos políticos y explotó los procesos judiciales en su contra, presentándose como un mártir político y comparándose en repetidas ocasiones con Jesucristo. Y aunque fracasó sistemáticamente en el cumplimiento de sus desmedidas promesas, al dominar la política italiana durante dos décadas de estancamiento económico y declive político, fue capaz de conservar la lealtad de un amplio segmento de la población.
Berlusconi llamó por primera vez la atención del mundo como una extraña curiosidad. Su mayor triunfo no fue ser primer ministro de Italia en tres ocasiones; o seguir siendo senador de la República Italiana hasta el día en que exhaló su último suspiro; o morir como un hombre libre y una de las personas más ricas del país a pesar de todos los procesos judiciales e incluso condenas a los que se ha enfrentado a lo largo de los años. Su gran triunfo es que deja este mundo como cofundador de una tradición política que, a lo largo de las últimas décadas, ha llegado a dominar el relato político en Turquía y en Brasil, en India y en Estados Unidos.
En los últimos diez años de su vida, la influencia de Berlusconi empezó a extinguirse, primero lentamente y luego de golpe. Su última etapa como primer ministro llegó a su fin hace exactamente una década, cuando su mala gestión de las finanzas públicas del país y la falta de confianza de los mercados en su capacidad para llevar a cabo reformas serias, le llevaron a perder el apoyo de la mayoría en el Parlamento. Su partido, Forza Italia — denominado así, en una jugada típicamente desvergonzada e ingeniosa, por el cántico que los hinchas de fútbol italianos utilizan para apoyar a su selección nacional—, fue encogiéndose sin tregua, pasando del 47% de los votos en 2008 al 8% en 2022.
Esa es la buena noticia: que hasta las figuras políticas más míticas pueden acabar perdiendo su control sobre un sistema político. Durante dos décadas, el espectáculo de Berlusconi dominó por completo la política y la sociedad italianas. Pero el país se hartó finalmente de sus payasadas y su base de poder empezó a desmoronarse. En el momento de su fallecimiento, era el líder de un socio de coalición menor en un Gobierno que en su mayoría respondía a sus desmedidas demandas con sonrisas condescendientes.
Pero también hay malas noticias. La última década también da a entender que la desaparición de populistas como Berlusconi rara vez resulta ser la salvación que anhelan sus detractores. La corrosiva influencia que Berlusconi ha tenido en el sistema político italiano a lo largo de las últimas décadas es evidente; el hecho de su muerte no debería incitar a los analistas a suavizar el daño que ha causado. Pero eso no significa que su muerte ayude a sanar la política italiana.
Es posible que los dos líderes de la derecha italiana que quedan, Giorgia Meloni y Matteo Salvini, tengan menos conflictos de intereses económicos comprometedores o menos razones personales para preferir un poder judicial débil. Pero sí tienen un compromiso ideológico mucho más profundo con la extrema derecha y un aprecio personal aún más profundo por líderes como Viktor Orbán o (en el caso de Salvini) Vladímir Putin. Y esto forma parte de una tendencia más amplia.
Berlusconi demostró que los guardarraíles de la democracia son, incluso en democracias supuestamente consolidadas, mucho más débiles de lo que los políticos y los politólogos habían supuesto durante mucho tiempo. Pero siguió siendo un político profundamente personalista, que obtenía su apoyo gracias a su carisma y se preocupaba sobre todo de sus intereses personales. Sus sucesores están igual de dispuestos a saltarse las normas o a explotar su carisma; muchos de ellos también están profundamente inmersos en una ideología de extrema derecha que les da la apariencia de servir a un propósito mayor y que, de llevarse a la práctica, causaría un daño aún más profundo. Berlusconi rompió a Humpty Dumpty. Es dudoso que los que ahora están al mando puedan recomponerlo, incluso si tuvieran algún interés en hacerlo, cosa que definitivamente no tienen.
Mientras los rumores de la inminente muerte de Berlusconi circulaban por las redes sociales el domingo por la noche, yo estaba cenando con unos amigos italianos de toda la vida que han estado quejándose de la influencia que ha tenido en su país durante cerca de dos décadas. “Puedes decir lo que quieras, pero será el fin de una era”, opinó uno de ellos, sorprendentemente nostálgico. “Puede que hasta le echemos de menos”, secundó otro. Me quedé desconcertado. “¿De verdad creéis que las cosas podrían ponerse peor?”, pregunté. “Las cosas siempre pueden ponerse peor”, respondió de manera jocosa, y tomó otro trago de vino.
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