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Bernard Haitink se marcha sin hacer ruido

La imagen no podía ser más reveladora. Después de concluido el último concierto que dirigió en su vida, al frente de la Filarmónica de Viena en el Festival de Lucerna, el 6 de septiembre de 2019, Bernard Haitink estaba sentado, solo, en una silla, con los ojos cerrados, la cabeza levemente ladeada hacia la derecha, un bastón apoyado sobre su muslo y la mano derecha sosteniendo una copa de vino blanco que parecía a punto de caer al suelo en cualquier momento. Resulta fácil imaginar que la había cogido poco antes, más por deferencia hacia quien se la hubiera ofrecido que por ganas de beber realmente su contenido. Su mujer, Patricia, había debido de cambiarle poco antes la parte superior del frac por una más cómoda y sencilla chaqueta gris, pero el director seguía llevando la camisa y la pajarita blancas. Agotado y frágil, su visión suscitaba ternura. Tenía entonces 90 años y meses antes, tras una caída en un concierto en su Ámsterdam natal, había tomado la dolorosa decisión de poner fin a una carrera que se había prolongado durante más de seis décadas. Aquella interpretación de la Séptima Sinfonía de Bruckner, impregnada de sabiduría y emoción a partes iguales, fue su canto del cisne.

Su carrera alcanzó relevancia internacional cuando ascendió a la titularidad de la Real Orquesta del Concertgebouw, tan amiga como él mismo de las relaciones artísticas largas. Durante más de un cuarto de siglo ofrecieron juntos centenares de conciertos y grabaron un repertorio inmenso para el sello Philips, aunque son especialmente recordadas sus grabaciones de las sinfonías de Bruckner y Mahler, perpetuando así una tradición heredada de Willem Mengelberg y Eduard van Beinum. En una entrevista concedida en exclusiva a EL PAÍS en 2017, en el marco de una de sus numerosas visitas a nuestro país de la mano de Ibermúsica y Alfonso Aijón, definía en términos pictóricos los logros de sus dos grandes antecesores en el histórico podio del Concertgebouw: “Con Mengelberg, la orquesta tenía ese tono oscuro de Rembrandt, y Van Beinum le devolvió la luz de Vermeer”.

Más tarde llegaría una nueva vinculación estable, en este caso con la Filarmónica de Londres y, de resultas de ello, con el Festival de Glyndebourne, donde había arrancado años atrás una fecunda, y por momentos dolorosa, dedicación a la ópera. Sus sólidas actuaciones en el foso y su familiaridad con el gran repertorio, de Mozart a Richard Strauss, de Beethoven a Britten, le llevaron también a tomar el timón musical de la Royal Opera House de Londres, donde puso orden y concierto en unos años convulsos. Su repertorio orquestal era virtualmente inagotable y sentó cátedra en compositores tan diferentes como Mozart, Schubert, Brahms, Wagner, Chaikovski y Shostakóvich, además, por supuesto, de sus adorados Bruckner y Mahler, cuya moderna resurrección contribuyó decisivamente a impulsar.

En la última etapa de su carrera estrechó también lazos con la Sinfónica de Londres, que lo veneraba, y en Estados Unidos disfrutaron también regularmente de su buen hacer la Sinfónica de Boston y la Sinfónica de Chicago. Descartados ya por su edad los puestos de responsabilidad y su inevitable componente burocrático aparejado, Haitink frecuentó en los últimos años solo las mejores orquestas (Filarmónicas de Viena y Berlín incluidas, que ya han llorado su pérdida, como todas las instituciones musicales con que colaboró asiduamente) y la enseñanza a jóvenes directores, sobre todo en Lucerna. Aunque este es un oficio en el que él sabía perfectamente que existen pocas certezas: “En la vida diaria, me siento asaltado por las dudas”, confesó en la larga conversación que mantuvo con Hans Haffmans al final de su vida en su casa del sur de Francia y que se plasmó en un documental, donde vemos con claridad que Haitink no tenía dobleces, que su modestia y su bonhomía eran sinceras, que su actitud sobre el podio era exactamente la misma que fuera de él.

Bernard Haitink se retira del escenario ayudado por su mujer, Patricia, tras dirigir el último concierto de su carrera.Peter Fischli/Festival de Lucerna

Fue en la ciudad suiza donde, hace dos años, decidió poner fin a su carrera y donde se presentó un libro de conversaciones con el director holandés firmado por Peter Hagmann y Erich Singer. Haitink asistió a gran parte del acto mezclado anónimamente con el resto del público y fielmente cuidado y protegido por la que fue estos últimos años, al cuarto intento, su compañera definitiva de vida, Patricia Bloomfield, una antigua violista de la Orquesta de la Royal Opera House. Fue a ella a quien me dirigí hace un par de años para solicitarle un pequeño texto de su marido sobre Beethoven, destinado a formar parte del catálogo de la magna exposición sobre el compositor alemán que se inauguró en diciembre de 2019 en la Bundeskunsthalle de Bonn. No está de más recordar ahora su contenido, que pocos conocerán: “Beethoven es, para mí, el portador del Gran Consuelo. Cuando dirijo o escucho las sinfonías, me resultan, por supuesto, tonificantes, la expresión del poder del espíritu humano. A excepción de la Sexta, quizá la que más amo, que es la más grande evocación de lo que siente el hombre en el seno de la naturaleza. Pero, para mi propio consuelo, escucho las sonatas para piano y la música de cámara, especialmente los cuartetos y sonatas de última época, porque siento como si Beethoven estuviera observando directamente el interior de mi alma. Y entonces ya no me siento tan solo”.

En el mensaje en que me adjuntaba este texto, Patricia escribió: “Muy bien, aquí lo tiene. Breve, pero es su voz”. La misma que acaba de apagarse definitivamente en su domicilio londinense de Holland Park. Bernard Haitink, el Holandés Errante de la dirección de orquesta, se ha ido discretamente, sin hacer ruido, como hizo siempre en vida.


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