Biden gana la guerra diplomática en Europa

Biden gana la guerra diplomática en Europa


Joe Biden y Vladímir Putin se vieron cara a cara por primera vez en marzo de 2011, en Moscú. El primero era entonces vicepresidente de Estados Unidos y tenía la misión de convencer al ruso —primer ministro, en aquel momento— de que no debía temer el nuevo despliegue de lanzamisiles en Europa, que estaban destinados a interceptar posibles ataques desde Irán. Biden recordaba que cuando George W. Bush conoció a Putin, dijo que había mirado en sus ojos y había captado “una idea de su alma”. Biden no encontró nada durante esa infructuosa cita. Al terminar, sonrió a su anfitrión y le dijo: “Señor primer ministro, le estoy mirando a los ojos. No creo que usted tenga alma”. El otro respondió: “Veo que nos entendemos”.

La guerra de Crimea estallaría tres años después. Biden había visto de primera mano las protestas contra el Gobierno prorruso durante un viaje a Kiev y contemplado con impotencia la posterior anexión ilegal de dicha península. Luego, los incumplimientos del tratado de Minsk. Pasó colgado del teléfono por la crisis ucrania el último Acción de Gracias que tuvo con su hijo Beau, sentenciado por el cáncer. El demócrata cuenta todos estos episodios en Promise Me, Dad, una memoria del año de lucha contra el tumor de Beau, que coincidía con la deliberación sobre postularse a las elecciones presidenciales de 2016. En ellas, Putin es un personaje omnipresente. Beau murió en 2015. Biden no se presentó a los comicios. Luego, llegó Donald Trump.

Los putinólogos han establecido que Ucrania es algo casi personal para el presidente ruso. Putin y Ucrania son también una cuenta personal para Biden. Siete años después, la historia ha puesto al veterano político, casi octogenario, cara a cara de nuevo contra una de sus bestias negras, en medio de una monumental crisis europea. Frente a los pronósticos menos halagüeños, la tormenta ha fortalecido los maltrechos lazos trasatlánticos tras la tormentosa era de Trump, algo que solo se entiende a partir de un doble movimiento de Washington.

Biden, que viaja esta semana a Bruselas y Polonia, lanzó primero una arriesgada apuesta diplomática, la de compartir arsenales de información de inteligencia con los aliados europeos y de la OTAN sobre los planes del Kremlin, y multiplicar los viajes de altos cargos a Europa durante los meses previos a la invasión para discutir las sanciones. Disparó las alarmas públicamente sobre la inminencia del ataque. Aireó los posibles castigos que aplicaría. Luego, una vez comenzada la guerra, dio un paso atrás y cedió el protagonismo a los socios europeos.

“Algo que Putin no quería hacer es unir el frente occidental, pero ha fracasado. Biden es profundamente atlantista y ha hecho un trabajo fabuloso en coordinación, información y diálogo con los aliados. Ha hecho un esfuerzo especial en hablar no solo con los aliados de la OTAN; sino también con los dirigentes europeos y creo que los europeos han agradecido esto. Que la próxima semana acuda no solo a la cumbre de la OTAN, sino también al Consejo Europeo, es una señal de eso”, coincide Daniel Hamilton, profesor de la Universidad Johns Hopkins y exdirector del Centro de Relaciones Trasatlánticas.

“Obra maestra de la diplomacia”

Desde Bruselas, Rosa Balfour, directora del centro de análisis Carnegie Europe, califica de “obra maestra de la diplomacia pública y privada” la estrategia estadounidense con la información de inteligencia. “Los gobiernos europeos habían empezado los preparativos, pero permanecían incrédulos porque consideraban que Putin no lanzaría esa apuesta y, en privado, se preguntaban por qué Biden no paraba de hablar de invasión”, afirma. “Cuando esto ocurrió, el 24 de febrero, todo cambió y todos estaban preparados para las sanciones. Desde entonces, la cooperación entre Estados Unidos, Reino Unido y Canadá no tiene precedentes en intensidad y efectividad, según personas implicadas”, continúa.

Es entonces cuando Washington dejó el megáfono durante dos semanas cruciales. Acababa de demostrar un acierto trascendental de sus servicios de inteligencia, lo que consolidó la unidad del bloque, pero Estados Unidos anunció sanciones personales contra Putin solo después de que lo hiciera la Unión Europea; lo mismo ocurrió con el bloqueo al sistema internacional de pagos SWIFT, el cierre del espacio aéreo a las aerolíneas rusas o la cancelación del Nord Stream 2.

Que el presidente de Estados Unidos no fuera el rostro impulsor de las represalias a Moscú ayudó a la unidad europea, entre gobiernos, y dentro de los propios países, donde el recuerdo de aventuras belicistas con la guerra de Irak se sigue esgrimiendo como argumento casi 20 años después. Y que dirigentes como el francés Emmanuel Macron o el alemán Olaf Scholz hayan copado el protagonismo en estas dos semanas, sobre todo en las conversaciones directas con Putin, ha complicado que el mandatario ruso explique esta crisis a sus ciudadanos como un duelo con Washington, un viejo villano muy socorrido para la estrategia de comunicación del Kremlin.

“Es importante que se vea a los europeos como los responsables de la respuesta a Rusia, no solo porque el conflicto está pasando en Europa, sino porque la credibilidad de Estados Unidos no es la que era. En la opinión pública europea permanece el escepticismo sobre las motivaciones de Washington y, en una parte, también sentimientos antiamericanos y anti-OTAN. La Administración de Biden es consciente del problema de imagen que tiene desde que Estados Unidos intervino en Irak con argumentos falsos. Además de eso, las consecuencias económicas y humanitarias de las sanciones se van a sentir desproporcionadamente en Europa en los precios de la energía y en el flujo de refugiados”, explica Balfour.

Biden llegó a la Casa Blanca en enero de 2021 con la promesa de restablecer los vínculos con Europa y de enterrar los años de conflicto de su predecesor, Donald Trump, que trató a los viejos aliados como adversarios y mostró una complicidad desconcertante con el propio Putin. Tras aquella gira de la reconciliación de junio, las buenas palabras y gestos, Biden cometió dos tropiezos catedralicios: el desaguisado con la retirada de Afganistán en agosto y, acto seguido, el acuerdo para proveer de submarinos nucleares a Australia, que incluía al Reino Unido, y se hizo de espaldas a los socios europeos.

Esta crisis ha brindado a Biden la oportunidad de resarcirse, pero también ha mostrado, en opinión de Daniel Hamilton, un giro más profundo en la Casa Blanca: la vuelta de Estados Unidos “como poder europeo”, frente al “poder en Europa” que había sido en la última década. Hamilton lo explica así: “Estados Unidos fue, durante 60 o 70 años, un poder europeo, lo que significa que estaba completamente involucrado en cualquier cosa que los europeos hicieran entre ellos, siempre era una parte más de cualquier acuerdo, coalición o compromiso porque daba las garantías de que podría funcionar. Creo que, sin Estados Unidos, las viejas rivalidades europeas habrían resurgido”. “Esto —continúa—, cambió en los últimos 10 años o más, antes de la llegada de Trump. Se convirtió en un poder en Europa, que significa que solo te involucras en las cosas selectivamente, en función de un interés u otro. Biden entiende muy bien esto y quiere mostrar que Estados Unidos sigue siendo un poder europeo, que seguimos completamente implicados en lo que pasa. Eso es un cambio respecto a los dos últimos gobiernos. Lo que dure o no es otra cosa”.

Biden se encontró de nuevo con Putin en junio, en una cumbre bilateral en Ginebra que sirvió de muy poco. En la rueda de prensa posterior a aquella cita, ante un paisaje verde deslumbrante propio del verano suizo, el estadounidense se negó a hacer balance de la cita o aventurar resultados. Mucho menos, responder si el exagente le inspiraba ahora más confianza. “Esto no va de confianza, va de interés mutuo”, dijo, “el verdadero test será dentro de seis meses”. Llegó, finalmente, a los ocho. También para las potencias occidentales.

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