El estatus de protección temporal que la Administración de Joe Biden ha concedido a los ciudadanos venezolanos que se encuentran en Estados Unidos debido a la crisis que vive su país constituye la primera gran señal factual de un cambio de rumbo de Washington respecto a América Latina. El giro se antoja lento y complicado ante los dos conflictos más inmediatos en la región, Venezuela y Cuba. La Casa Blanca recalca que la modificación de la estrategia respecto al régimen castrista “no figura entre las principales prioridades” de Biden y que, aunque no comparte la estrategia de sanciones del Gobierno republicano respecto a Caracas y recuperará la cooperación internacional, tampoco tiene prisa por suavizar los castigos. El mensaje sirve para mantener la presión ante cualquier negociación futura, pero también constata las dificultades. Las últimas decisiones tomadas por Trump, además, han aumentado la tensión internacional.
La doctrina del expresidente para América Latina se fundamentó en la idea de una “troika tiránica” que englobaba Venezuela, Cuba y Nicaragua. Este grupo constituía una reedición de aquel famoso “eje del mal” que George W. Bush popularizó en 2002: Irak, Irán y Corea del Norte. En Washington hay pocas casualidades y esta no es una de ellas. El último presidente republicano se había rodeado de halcones del tiempo de Bush hijo, como John Bolton, el consejero de Seguridad Nacional con el que acabaría de uñas; o Elliott Abrams, el viejo gladiador de Ronald Reagan para Centroamérica, designado por Trump como enviado especial para Venezuela.
“Tenemos muchas opciones para Venezuela, incluida la militar si fuera necesario”, dijo Trump en agosto de 2017, en mitad de sus vacaciones, desde su club de golf de Bedminster (Nueva Jersey). “No voy a descartar la opción militar, es nuestro vecino y tenemos tropas por todo el mundo. Venezuela no está muy lejos, y la gente allí está sufriendo y está muriendo”, continuó, con ese estilo suyo tan particular, capaz de vincular una acción armada a la conveniencia de la ubicación.
Pero ese ardor guerrero, para disgusto de algunos nostálgicos, no iba más allá de los discursos. Y sus palabras de apoyo al pueblo venezolano, para frustración de muchos otros, tampoco se tradujeron durante su mandato en el estatus de protección que reclamaban los opositores al régimen de Nicolás Maduro. No fue hasta el último día en la Casa Blanca, el 19 de enero, cuando aprobó una orden para diferir las deportaciones de venezolanos durante 18 meses, lo que les iba a mantener en un limbo administrativo y no les permite trabajar, a diferencia de la TPS (estatus de protección temporal) recién anunciada por la Administración demócrata. Lo que sí hizo Trump fue apretar las tuercas con las sanciones. Redobló las que iban dirigidas a los individuos y atacó el pulmón económico del país, el petróleo, con el fin de forzar a Maduro a convocar elecciones.
El actual Gobierno estadounidense subraya los escasos frutos que la estrategia ha brindado. “Hemos visto cómo el régimen y los mercados se han adaptado a las sanciones del petróleo y podemos seguir así no se sabe cuánto tiempo. No hay prisa por levantar esas sanciones, pero sí un reconocimiento de que las multas unilaterales no han funcionado para forzar la celebración de elecciones y que la anterior Administración falló en la coordinación con Europa y con los aliados a Latinoamérica”, explicó este lunes un funcionario de la Casa Blanca en una conferencia con periodistas.
Aun así, Biden “seguirá con la presión”, afirmó esa misma fuente, “hasta que Maduro se siente en la mesa y tome la decisión de convocar elecciones”. “Una vez pase eso, hablaremos con la comunidad internacional para ver qué sanciones podrían levantarse.”
No suenan los tambores de guerra ahora en la Casa Blanca y se ha concedido la ansiada protección temporal, pero Washington no está abriendo una página en blanco en la relación con Caracas. A diferencia de la Unión Europea, Estados Unidos sigue reconociendo a Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela, pese a que la Asamblea Nacional, de la que emanaba su legitimidad constitucional, ha cambiado de color político tras las elecciones de diciembre (cuyos resultados no han sido reconocidos por la UE). No ha virado un milímetro en la idea de que el de Maduro es un Gobierno ilegítimo, aunque la campaña electoral de Trump, acusando a Biden de socialista, hizo mella en el electorado latino más conservador, que ayudó al republicano a ganar las elecciones en el codiciado Estado de Florida.
“La política de presión contra Venezuela, en realidad, es bastante bipartita y es normal que Biden no tenga prisa en suavizar esa presión sin motivos claros. Tampoco va a tener prisa con Cuba, él es un moderado. Para qué buscarse esa pelea a nivel doméstico”, reflexiona Dany Bahar, experto en economía para la región de la Brookings Institution.
El camino emprendido por Trump sobre Cuba, que Biden ha prometido revisar, es uno de esos incómodos de desandar ante parte de los ciudadanos. En el crepúsculo de su presidencia, el republicano incluyó a la dictadura cubana en la lista de los países patrocinadores del terrorismo, que solo comparte con Siria, Corea del Norte e Irán, y dejó a su sucesor en la tesitura de sacarlo de ahí. La designación, que conlleva la imposición de “sanciones a personas y países” que comercian con la isla, provocó el rechazo del secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, y de políticos latinoamericanos como el expresidente colombiano Juan Manuel Santos.
La Unión Europea y muy especialmente España, aguardan también que Biden dé marcha atrás en la entrada en vigor del título III de la Ley Helms-Burton, que permite las demandas de ciudadanos estadounidenses contra empresas internacionales por lucrarse con propiedades confiscadas por el régimen castrista tras la revolución. Esta norma había sido suspendida por todos los presidentes de Estados Unidos desde 1996 y Trump decidió activarla en 2019.
Sobre este asunto, la Administración estadounidense indica que nada va a ocurrir demasiado rápido. “El giro en la política hacia Cuba no figura en las prioridades del presidente, que son la pandemia, la recuperación de la economía y la reconstrucción de alianzas en el extranjero”, responde una portavoz del Consejo de Seguridad Nacional. Aun así, añade, la Casa Blanca sí va a “revisar cuidadosamente” las decisiones del Gobierno anterior. Al margen de una modificación en esos dos frentes concretos, que además le crean problemas con los aliados europeos, un proceso de deshielo como el emprendido por Barack Obama resulta improbable a corto plazo.
“Estamos comprometidos en hacer de los derechos humanos el centro de nuestra política exterior y eso incluye redoblar nuestra dedicación a los derechos humanos en el hemisferio”, explica también la portavoz del Consejo de Seguridad Nacional. En el equipo de política exterior de Biden figuran veteranos de la Administración de Barack Obama, como Antony Blinken, el secretario del Estado, que había trabajado en el departamento también durante la etapa de Bill Clinton. El director para la región latinoamericana en el Consejo de Seguridad Nacional es Juan S. González, que había ocupado ese mismo puesto y también asesoró al propio Biden como vicepresidente.
La llegada de Biden a la Casa Blanca también ha alentado grandes expectativas en el flanco migratorio. La nueva Administración ha impulsado una reforma migratoria que se centra en los motivos de la emigración de Centroamérica, con un plan de inversiones de 4.000 millones de dólares en cuatro años para dinamizar la economía de la región. También ha prometido “humanizar” el proceso de llegada y entrada a Estados Unidos, tras años de mano de hierro por parte de Trump, pero esa voluntad también requerirá tiempo y, como Washington ha querido recalcar, no se traduce en una política de puertas abiertas.
En una “visita virtual” reciente de Blinken a México, el jefe de la diplomacia lanzó un aviso claro a las personas que huyen de la pobreza y la miseria en Centroamérica: “A cualquiera que esté pensando en hacer ese viaje nuestro mensaje es: no lo haga. Estamos haciendo cumplir de forma estricta nuevas leyes migratorias y nuestras medidas de seguridad en la frontera. La frontera está cerrada para la inmigración irregular”. Pero la presión en ella no amaina. Según cifras publicadas por The New York Times este lunes, en las últimas dos semanas el número de menores migrantes no acompañados detenidos en la frontera sur de Estados Unidos se ha triplicado.
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