Bienvenidos a Navarone, famosa por sus grandes y letales cañones


He aprovechado unos días de vacaciones para visitar la isla de Navarone, famosa por sus grandes y letales cañones nazis (los cañones de Navarone, efectivamente) destruidos en una osada acción de comandos durante la Segunda Guerra Mundial. Bien, en puridad no se puede viajar físicamente a Navarone por la misma razón que impide ir a Mompracem, Patusán, Zinderneuff, la isla del tesoro o el atribulado reino de Zenda: son lugares legendarios, sitios fabulosos que nunca han existido. Pero sí se puede explorarlos con la imaginación, con los libros, las películas y hasta algún mapa. De hecho, en la línea de mitomanía cartográfica que me ha permitido acaparar mapas de las minas del rey Salomón o de la localización del fuerte de Beau Geste, dispongo de planos muy detallados de Navarone y el emplazamiento de su ciclópea y mortal artillería.

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Los mapas de Navarone, dos, figuran en mi vieja edición en inglés (Collins, 1977) de la novela del escocés Alistair MacLean publicada originalmente en 1957, el año en que nací, y ya me dirán si no es señal nacer el año en que apareció Los cañones de Navarone y que también fue cuando se estrenó El puente sobre el río Kwai, así que podría haber tenido de padrino tanto al recio combatiente griego Andrea Stavros que interpretó Anthony Quinn como al estricto coronel japonés Saito (“be happy in your work”). Mi ejemplar de la gran novela de MacLean está algo ajado (como yo) y veo que tiene estampado el sello del hotel Es Molí de Deià, así que debí llevármelo prestado de allí el verano que pasé espiando a Robert Graves y leyendo El conde Belisario.

El primer mapa muestra la situación de la isla, en el Egeo, en las Espóradas, cerca de la costa de Turquía, por encima del Dodecaneso, y al sur de las imaginarias islas Leradas y de la más meridional, Maidos, que con el cabo turco Demirci (también inventado) crean un estrecho que hay que pasar para llegar a la (inexistente) isla de Kheros, al norte. Apuntando a ese estrecho están los dos monstruosos cañones alemanes de Navarone en unas cuevas fortificadas en las alturas de una rada, dominando el puerto de la localidad que da nombre a la isla y cubriendo en su campo de tiro todo el mar más allá. MacLean se inventó esa geografía para justificar la perentoria necesidad de los aliados en su narración de silenciar en 1943 los monstruosos cañones a fin de rescatar en una operación marítima a los 1.200 soldados británicos de la guarnición de Kheros, amenazados por una inminente invasión enemiga.

Los cañones de Navarone, antes de su destrucción.

La intriga de la novela (y la famosísima película de 1961 basada en ella) se centra en esa misión casi suicida y contra reloj para destruir los cañones antes de que se ponga bajo su alcance la flota de rescate. El comando que lleva a cabo la acción, con sus miembros caracterizados en el filme de los más improbables pescadores griegos que se han visto jamás (el tabardo marinero de Peck, la chaqueta de cuero y la boina de Niven y el chaleco de borreguillo de Quinn, robado sin duda a su hermana, son iconos de la moda aventurera) es desembarcado desde un caique en el sur de la isla ocupada por los alemanes y ha de negociar de entrada unos acantilados con fama de imposibles de escalar. Luego debe atravesar toda la isla, de altas montañas con cumbres nevadas (el monte Kostos) y el agreste paraje denominado El terreno de juego del diablo, hasta llegar a Navarone y el promontorio donde están los cañones, bajo un castillo. El segundo mapa muestra la localidad y el emplazamiento de las dos piezas de artillería y todas sus instalaciones con un detalle tal que más vale que no te capturen los nazis con los planos encima. De hecho, yo he separado la hoja del mapa por si he de comérmela.

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La novela, que he releído con mucho gusto, es un espléndido thriller bélico, género en el que MacLean (1922-1987), autor también de HMS Ulises (1955) y El desafío de las águilas (1967) —y la continuación de Los cañones de Navarone, Fuerza 10 de Navarone—, era un hacha. No en balde había sido jefe de torpedos en el HMS Royalist, un crucero que protegía los convoyes a Mursmank y en el que pasó muy malos y fríos momentos. Lo que no fue óbice para que en 1953 se casara con una alemana, Gisela Heinrichsen. Cuando se le señaló en una ocasión (lo cuenta su biógrafo Jack Webste en Alistair MacLean, A life, Chapmans, 1991) que quizá a su esposa no le satisfacía mucho que en sus novelas se matara a tantos de sus compatriotas, MacLean respondió que para complacerla trataba de que en sus historias murieran al menos igual número de aliados.

Los cañones de Navarone, su segundo libro y el que le permitió abandonar la enseñanza y convertirse en escritor profesional (fue además su primera obra en llegar al cine), surgió del tiempo que pasó embarcado en el área del Egeo, donde conoció a miembros de las fuerzas especiales británicas que vivían grandes aventuras en la lucha contra la ocupación alemana e italiana de islas griegas similares a la que se inventó. La novela, pese a que el autor era pelín chapucero, subordinó siempre el estilo y hasta la gramática a la acción (ponía poco sexo para no ralentizarla) y repetía fórmula, siempre con un traidor, fue un éxito y se trasladó a la gran pantalla gracias al guionista Carl Foreman. A la première acudió la mismísima reina de Inglaterra y MacLean, un hombre no muy simpático (alcoholizado, pegaba a su primera mujer, y la segunda lo acusó de romperle la mandíbula) y que siempre dudó de su propio talento, provocó un pequeño incidente protocolario al exigir que la soberana saludara a su madre. El filme se convirtió en uno de los grandes y emblemáticos del género, junto a El puente sobre el río Kawai, El día más largo, La gran evasión o El desafío de las águilas, que fue antes guion de cine, escrito por el propio MacLean, que novela. El título, por cierto, en inglés Where eagles dare, procede de una frase de Shakespeare de Ricardo III: “El mundo va mal cuando los chochines cazan donde las águilas no se atreven a posarse”.

Los comandos aliados, en un momento comprometido de ‘Los cañones de Navarone’.

Las diferencias de la novela Los cañones de Navarone con la estupenda, inolvidable película que dirigió J. Lee Thompson (tener nombre de ametralladora ha de ayudar) son muchas más de las que recordaba. El trío protagonista formado por el capitán Keith Mallory (Gregory Peck), el artificiero Dusty Miller (David Niven) y Stavros (Quinn) es el mismo en ambos formatos, aunque en la novela no hay conflicto entre Mallory y Stavros (en el filme, el segundo ha jurado matar al primero, al que responsabiliza de que los alemanes asesinaran a su mujer y a sus tres hijos, pero aplaza su venganza hasta que acabe la guerra). Tampoco existe el personaje del desgraciado jefe del comando, el mayor Roy Franklin (Anthony Quayle), y, lo más notable, los dos guerrilleros griegos que apoyan sobre el terreno al comando (Stavros es syntagmatarchis, coronel del ejército regular heleno), Louki y Panagis, se convierten en la película, no por paridad, que entonces traía al pairo, sino por fomentar el romance, en dos mujeres. Son Maria (Irene Papas), futura señora Stavros, y Anna (Gia Scala, aventajada alumna de Stela Adler), lo que hace que la escena del desenmascaramiento del traidor (Anna), tenga más morbo (la espalda de la chica sin marcas de tortura, la ejecución). Otra cosa que no está en la novela es el suspense del sube y baja de los ascensores de suministro de munición a los cañones bajo los que Miller pone los explosivos para que actúen como detonador. La destrucción de los cañones además pasa en la novela fuera de escena, mientras que en el filme es el momento culminante donde los efectos especiales echan el resto (tengo unos por lo demás respetables amigos, Javier y Carmen, que chillan como críos cada vez que ven la escena).

Alistair MacLean con Harrison Ford en el rodaje de la continuación de ‘Los cañones de Navarone’, ‘Fuerza 10 de Navarone’.

La novela contiene muchos detalles que no llegaron a la pantalla. El capitán Mallory, a la sazón miembro de las patrullas del desierto, el Long Range Desert Group, el LRDG (otros comandos son del Special Boat Service, SBS, la unidad del bravo Jellicoe), es un experto escalador neozelandés famoso en toda Europa como “la mosca humana” antes de la guerra (en lo de apellidarlo Mallory, MacLean no estuvo muy sutil, cierto). De hecho, hasta los alemanes lo reconocen. En un pasaje, el oberleutnant Turzig, que ha capturado a los comandos, y que manda una unidad de Gerbirsjäger, las tropas de montaña de élite alemanas, no se cree que los saboteadores hayan escalado el acantilado sur hasta que descubre que al frente está el legendario Mallory. Lo de las tropas de montaña, por cierto, relaciona Los cañones de Navarone con El desafío de las águilas, en la que el objetivo de la misión es el Schloss Adler, el Castillo del Águila, cuartel general de esas tropas (a las que erróneamente MacLean llama en ambas novelas “Alpenkorps”, una denominación que dejó de usarse después de la I Guerra Mundial).

Se nos dice que Mallory y Stavros se han conocido en Creta, donde el primero actuaba como agente secreto británico agregado a la Resistencia, lo que recuerda la misión del héroe de guerra y escritor Patrick Leigh Fermor en la isla. Es muy posible que MacLean quisiera homenajer a Paddy y a los guerrilleros cretenses en su novela. La ficticia Navarone del escritor escocés se parece mucho, en miniatura, a Creta, con sus montañas nevadas. La deuda de sangre que Stavros exige a Mallory en la película es similar a la que hubo de afrontar Paddy al matar por un accidente con su arma a un caudillo guerrillero cretense. En todo caso, no he conseguido encontrar ninguna mención de Leigh Fermor al libro o a la película: le debían parecer demasiado populares, aunque el tono de aventura de capa y espada y todo el juego de mascarada de los comandos disfrazándose con uniformes alemanes le pegaba mucho. A quien sí conoció Alistair MacLean fue a otro héroe de guerra, su tocayo Sir Fitzroy MacLean, cuyas peripecias en Yugoslavia inspiraron Partisanos.

David Niven (Miller) y Gregory Peck (Mallory), en uniforme alemán en ‘Los cañones de Navarone’.

Una de las mejores escenas de la novela de los cañones, la rastrera cobardía que finge Stavros cuando los alemanes atrapan a los comandos y son llevados ante el comandante nazi, el hauptmann Skoda —convertido en la película en el más siniestro hauptsturmführer de las SS Sessler (será por eses), interpretado por George Mikell que repitió como oficial de las SS en La gran evasión—, es un momento señero también en el filme y Quinn lo borda. En cambio, el inolvidable episodio de la película de la captura del comando en la terraza de una taberna en el pueblo de Mandrakos (que en la novela y los mapas se denomina Margaritha) no figura en el libro. En el rodaje de esa escena actuaron como extras miembros de la familia real griega. La película se filmó en Rodas (Lindos) y en los estudios Pinewood de Londres, donde se recrearon los cañones y donde al hacer una escena, Niven se hirió y se le provocó una septicemia que estuvo a punto de apartarlo de la película. Otro problema fue que Peck, cuyo personaje había de hablar perfectamente el alemán, era incapaz de decir una frase en ese idioma, así que hubo que doblarlo.

David Niven, que fue oficial y había servido precisamente en comandos (en el regimiento especial Phantom, aunque entró muy brevemente en acción), no estaba muy contento con su papel en Los cañones de Navarone (véase su biografía por Sheridan Morley, The other side of the moon, Coronet, 1985) y trató de insuflarle su particular sentido del humor. Más crítico fue, como explica el mismo libro, Gregory Peck, que consideró que el argumento era demasiado enrevesado y resultaba inverosímil en la capacidad de supervivencia de los comandos, hasta rozar la parodia. En broma dio su propia lectura de la historia: “David Niven ama a Tony Quayle, Gregory Peck ama a Anthony Quinn; Quayle se rompe una pierna y es enviado al hospital. Tony Quinn se enamora de Irene Papas, y entonces Niven y Peck se juntan ellos y viven felices para siempre”.

A MacLean no le gustó la adaptación de Los cañones de Navarone. Pero aún menos la de El desafío de las águilas, de la que le molestó que se matara a tantos alemanes. De hecho, Clint Eastwood, en una verdadera apoteosis de la Schmeisser, se cargó más gente en esa película que en todos sus espagueti wésterns. En la novela su personaje no mata a nadie. MacLean tuvo un desencuentro con Richard Burton, protagonista del filme, al que le rompió la nariz de un puñetazo. Los dos, que bebían como esponjas, están paradójicamente enterrados en el mismo pequeño cementerio de Suiza, país donde ambos vivieron.

Alistair MacLean sería algo desmanotado en sus narraciones, pero de su capacidad para insuflar realismo a sus historias dice mucho el que a los militares estadounidenses y al Pentágono se les pusiera la mosca detrás de la oreja al estrenarse Estación polar Cebra, basada en su novela del mismo título: ¿cómo podía ese escritor escocés saber tanto de los secretos submarinos nucleares? El caso es que MacLean no había espiado nada: su conocimiento provenía de haber leído algunos artículos en la revista Time, de montar una maqueta para ensamblar un sumergible, y de su fértil imaginación.


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